Política fútil

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En la película El discreto encanto de la burguesía (Luis Buñuel, 1972), tres refinadas parejas de clase alta francesa viven con la preocupación de reunirse para cenar, pero siempre ocurre algo que lo impide.

Cuando no es el cuerpo presente del dueño del restaurante, muerto ese mismo día, es la visita repentina de unos militares en maniobras, o son detenidos por la policía acusados de corrupción y posteriormente liberados gracias a sus influencias. Ni siquiera en sus sueños pueden cumplir el deseo de cenar juntos, interrumpidos por increíbles sorpresas.

El argumento recuerda al de otro título del genial cineasta, El ángel exterminador (1962), aunque invertido: en este caso los encantadores invitados tratan de regresar a casa tras una cena, pero por motivos inexplicables no pueden abandonar la mansión.

Como los protagonistas de una cinta buñueliana, los actores del «nuevo proyecto laborista español» tratan de llevar a buen puerto sus filantrópicos propósitos mediante la propuesta de la política útil, pero en el último momento alguna circunstancia ajena a ellos les frena.

Una escena del mitin principal de la campaña andaluza de Por Andalucía, que hubiera firmado el mismísimo Buñuel. Un pavo real irrumpe en el escenario, Yolanda Díaz y los representantes del conglomerado político sonríen fascinados por la curiosa coincidencia, que parece una señal de los dioses. El público, enfervorizado, grita ¡sí se puede!

En la última prueba andaluza, ha habido otro incomprensible tropiezo. Nos referimos a las elecciones, claro; para la política útil todo gira alrededor de las urnas.

Ellos no se lo explican y culpan a las circunstancias. Ellos (porque son Ellos y no otros, es decir, las sumas se refieren a poner de acuerdo a Íñigo, a Pablo, a Yolanda, a Ada, a Rita, a Irene, etc) creen que, pese al nuevo contratiempo, hay que perseverar.

¿Cómo sucede esto? La abstención roza la mitad del electorado, trabajadores caen en el engaño de votar a Vox. No será por no haberse explicado de la forma más simple, que hasta el más idiota entendería: se explica que la política útil es para la gente, que se pone el corazón en el centro y que no se aborda con crispación sino con miradas sonrientes.

Tal vez esa simplificación del mensaje sea lo que impide que los responsables de la nueva izquierda oculten a sus votantes la explicación de las circunstancias fundamentales del mundo en que vivimos: que estar en la OTAN es perder soberanía, pues la OTAN arremete contra cualquier país que decida en libertad no someterse a su vasallaje; o que los aspectos que condicionan su vida diaria (salarios, cesta de la compra, vivienda, luz, combustible, vacunas) están subordinados al beneficio de fondos de inversión que sostienen el IBEX35 y los demás mercados occidentales.

De esta forma, ¿cómo puede ser útil para la gente una política que escamotea la verdad de los entresijos de nuestro sistema social, el capitalismo?

¿Será quizás que no quieren reconocer que, para hacer esas cosas útiles para la gente, se someten a cumplir con todos los estándares exigidos por la Unión Europea, incluida la entrega de millones de los fondos UE al oligopolio energético y otras grandes empresas, o los recortes a los trabajadores?

Se someten incluso a alistarse en el bando del maravilloso Biden y sus amigos ucranianos de tatuajes pintorescos, llamados a filas ante una guerra que amenaza con ser mundial.

Los protagonistas de El discreto encanto de la burguesía (en el centro un magnífico Fernando Rey) caminan por una carretera. La pose recuerda a las fotografías -estilo Reservoir Dogs- que se hacen los actores de las nuevas plataformas políticas, caminando juntos con gesto decidido, aunque probablemente no sepan ni hacia dónde se dirigen.

Nos dicen entonces: es que eso es inevitable, todos los partidos tienen que jugar en ese margen. Explican que ellos son más astutos porque, de esa forma, encuentran una brecha en el sistema por el que colar algunas mejoras. A quien no acepte ese juego resignadamente posibilista, le queda el derecho al pataleo y el ostracismo mediático.

Como prueba de su logro nos aseguran que el paradigma ha cambiado, que se ha terminado la precariedad, la temporalidad laboral o que se ha transformado el mercado de la vivienda. Si es así, ¿por qué el pueblo no valora que se haya acabado por decreto con la precariedad? Tampoco aprecia que se decretara a las ciudades libres de desahucios. Ni ponen en valor que ministros y secretarios de Estado manifiesten en sus redes sociales su absoluto y tajante rechazo a las medidas que firma el Gobierno, aquel del que ellos mismos forman parte.

¿Será que es cierto que la realidad nacional no es ajena a la realidad mundial y que el orden global está cambiando? ¿Quizás los trabajadores intuyen que el nuevo paradigma se parece mucho al viejo reformismo de toda la vida y que serán -como siempre- sus espaldas las que carguen el peso de la crisis del declive imperialista americano?

Tras el decorado del escenario se esconde la realidad: las medidas desclasadas e identitarias terminan por favorecer a la ideología dominante. Lo que llaman política útil acaba siendo útil sólo para unos pocos y fútil para los de siempre.

No obstante, ellos siguen su linde, perseverar. ¡Qué fastidiosa les resulta la realidad material, que se empeña tercamente en frustrar los buenos deseos, interponiendo los terrenales asuntos económicos y geopolíticos a sus elevadas pasiones idealistas!

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