¿Y si dejamos de hablar a los trabajadores como a idiotas?

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Por desgracia es tarde para preguntarse esto a corto plazo. El famoso barco del cual nunca debemos bajarnos porque si no seremos náufragos políticos (pese a que el barco tiene un frente amplio en cada puerto, por si le falla uno recurrir al próximo) ya ha partido con un nuevo rumbo ilusionante y vientos de cambio, y los actores trepan por sus cabos.

Pero insisto. ¿Qué pasaría si dejamos de tratar a los trabajadores como a idiotas?

¿Cómo es posible la sorpresa ante el enésimo escándalo de corrupción de los señoritos cortijeros españoles, como si esto fuese algo circunstancial y no estructural? ¿Por qué las manifestaciones se llenan con miles de personas, defendiendo derechos básicos como servicios públicos o pensiones, con gran esfuerzo de militantes, pero luego ese mensaje parece perderse?

Recuerdo de forma vívida la sensación de despertar al leer por primera vez textos marxistas. Era, literalmente, sentir que una venda se desprendía de los ojos. Como en esas imágenes en las que hay otra imagen oculta y, una vez descubierta, ya no se puede dejar de ver. Así lo percibe el trabajador consciente que, al preguntarse por los problemas de su clase, ha intuido el mecanismo oculto que rige su destino, pero le faltaba la explicación en términos exactos.

Hay dos tipos de lectores -dice Althusser refiriéndose a la dificultad de leer El Capital (1)-, los que tienen experiencia directa de la explotación capitalista y los que no, pero viven también bajo la ideología dominante; los primeros no tienen dificultad en entender, pues habla de su vida concreta, al contrario que los segundos.

El propio autor, en la obra a la que dedicó su vida, dice: «a este texto no se le podrá acusar de ser difícilmente comprensible. Confío en que sus lectores serán personas deseosas de aprender algo nuevo y, por tanto, también de pensar por su propia cuenta» (2).

Los trabajadores conscientes no son idiotas, mucho menos en el sentido etimológico del término, esto es, aquel que se preocupa sólo de sus asuntos particulares. Saben que sus problemas son los problemas de los de su clase, más allá de gremios o diferencias generacionales, incluso nacionalidades.

Esa es precisamente la clave de ese «despertar» que se experimenta intelectualmente al leer textos marxistas: una visión del mundo desde la perspectiva del materialismo histórico. La claridad de entender las sociedades desde su entraña económica y la pertenencia a una u otra clase social.

Sólo un idiota -el que ve sus propios intereses y no los comunes-, que se crea con el riñón bien cubierto, puede sentirse identificado cuando se le diga que, por decreto, «se ha puesto fin a la precariedad».

Sólo quien desee reconfortarse con mentiras piadosas, como el creyente opulento que alivia su remordimiento con caridad, puede creer que «las ciudades están libres de desahucios». O sólo quien sepa que nunca va necesitar ayuda puede considerar que, en plena crisis capitalista, nos protege un «escudo social».

Estos fetiches (precariedad, escudo social, mejorar la vida de la gente) suenan como palabrería vana para quien tiene, al menos, alguna idea sobre la existencia de un ejército de reserva de desempleados o sobre la relación necesariamente inversa entre la pobreza y la ganancia de los que poseen los medios de producción.

Otro clásico al que deberíamos acudir como a agua de la fuente en este desierto, escribió: «para Hegel no todo lo que existe es real por el solo hecho de existir. El atributo de la realidad sólo corresponde a lo que, además de existir, es necesario (la realidad, al desplegarse, se revela como necesidad), por eso Hegel no reconoce ni mucho menos como real, por el hecho de dictarse, una medida cualquiera de gobierno» (3).

Precariedad, hacer cosas para la gente, son conceptos de un mundo de fantasía; lo real es la pobreza, el individualismo, el capitalismo en sí. Ningún paradigma va a cambiarse de este modo, excepto en el universo fantasioso de unos pocos.

Impedir la madurez política de un pueblo tiene una única intención: acomodarse a los deseos del que sólo se preocupa por sus propios asuntos y que, para mantener ese estatus, necesita que el resto tenga fe en su ilusión idealista.

Necesitamos un nuevo despertar a la razón, salir de esta pesadilla irracional en que nos hemos hundido. Es necesario volver a los clásicos, acudir a sus lecturas, a su lectura directa y no a las interpretaciones vergonzosas de quienes creen ver diversísimas lecturas, a la conveniencia de su bolsillo. Necesitamos organizarnos en torno a la seguridad de hechos materiales sólidos, en lugar de extravagancias grandilocuentes para mentes licuadas.

1- Louis Althusser, Guía para leer El Capital.

2- Marx, prólogo a la primera edición del tomo I, El Capital.

3- Engels, Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.

1 COMENTARIO

  1. Si, Althusser, dice que los que tienen experiencia directa de la explotación capitalista no tienen dificultad en entender el Capital. Una estupidez como una casa.

    Debes saber que en su autobiografía Althusser admite que cuando escribió «Para leer El Capital» él no había leído el Capital de Marx. Está claro que tu tampoco porque no entiendes que el Capitalismo – a diferencia de otros modos de producción – mistifica (fetichiza) su realidad y no se puede entender directamente.
    Se necesita un método analítico específico (el método marxista) para desvelarlo. Es por eso precisamente que ningún obrero, por si sola, ha sido capaz de producir un análisis del capital.
    Los obreros hablan de un salario justo – Marx muestra porque eso es una burrada.

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