El momento Kalecki

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“Qué habría sido de España si se hubiese quedado fuera del euro y/o de la UE”, se pregunta Nicolás Sartorius en un reciente artículo titulado “Comunistas”. A mi entender, estas palabras, debido sobre todo al título del artículo al que pertenecen, son desgarradoras y reflejan el error histórico que supone el apoyo de lo que queda del movimiento comunista en el occidente europeo tanto al euro como a la UE.

A continuación, intentaré exponer un relato alternativo a la situación que se vivió desde principios de la década de 1970 hasta la infame e ignominiosa entrada de España en la zona euro y concluiré este artículo con una propuesta de futuro que podría reparar el que a mi juicio es el gran error histórico de la izquierda europea: su adhesión a las políticas neoliberales de la UE. Para ello recurriré a la obra “Aspectos políticos del pleno empleo” del economista polaco Michal Kalecki, en mi opinión el mejor economista de lo que fue el bloque de países socialistas. La razón por la cual considero necesario realizar este ejercicio es porque creo que en la década de 1970 se vivió lo que se podría denominar un momento Kalecki que por desgracia no fue percibido ni por los partidos eurocomunistas ni por los partidos marxistas-leninistas. Estoy convencido de que si dichos partidos hubieran recurrido a Kalecki para plantear una vía nueva hacia el socialismo el movimiento comunista no habría colapsado.

  • Eurocomunismo y Estado

La primera cuestión que a mi parecer habría que volver a analizar de forma mesurada es la cuestión del eurocomunismo. Intentaré ser lo más conciso que pueda: el eurocomunismo fue un gran acierto político pero una inaceptable claudicación económica. Dicho de otro modo, el eurocomunismo acertó a la hora de, mediante el análisis concreto de la situación concreta, responder a la pregunta ¿qué hacer? pero fue un desastre a la hora de responder a la pregunta ¿cómo hacerlo?

Para sustentar esta tesis recurriré a la que en mi opinión es la mejor obra producida por el eurocomunismo, “Eurocomunismo y Estado” (Santiago Carrillo, 1977). Por su relevancia, este libro merece ser releído con toda atención. En él encontramos un fino análisis de la situación que se vivía tanto en la Unión Soviética como en el resto de países socialistas. Carrillo conocía esa situación de primera mano. Eso le permitió detectar con varios decenios de antelación lo que eran ya claros signos de debilitamiento cuyo desarrollo, lejos de corregirse, no podía ir encaminado ni al triunfo del socialismo más allá del telón de acero ni al florecimiento económico en el bloque socialista.

La razón por la cual creo que “Eurocomunismo y Estado” es la mejor obra del eurocomunismo es porque Carrillo pone en primera línea del análisis la cuestión del Estado. En esto Carrillo demostró conocer la obra de Lenin mejor que la mayoría de sus coetáneos y con indudable acierto escribe que “no se puede transformar la sociedad sin transformar el Estado” y que, siguiendo las ideas de Althusser, “ninguna clase puede conservar duraderamente el poder del Estado si pierde la hegemonía en los aparatos ideológicos”. Ahora bien, una vez clarificada esta cuestión fundamental, la pregunta que surge inmediatamente es la que nos interroga sobre cuál es la manera correcta de transformar los aparatos ideológicos del Estado para construir una sociedad socialista de manera que la clase trabajadora hegemonice de forma duradera el control del propio Estado. “El Estado capitalista se halla ahí como una realidad. ¿Cuáles son sus características actuales? ¿Cómo transformarle? Este es el problema de toda revolución. Y también de aquella que nos proponemos realizar por vía democrática, pluripartidista, parlamentaria”. Aquí es donde el eurocomunismo introduce una novedad. Hasta ese momento, la transformación de los aparatos estatales solo se concebía según el modelo soviético. El eurocomunismo “[…] entraña […] la idea de renunciar a un aparato del Estado que sea de Partido”.

Carrillo demuestra haberse tomado muy en serio las enseñanzas de “El Estado y la Revolución” de Lenin. En dicha obra Lenin se muestra convencido del inminente triunfo de la revolución en Europa occidental. Su principal interés es la revolución en Alemania, el país tecnológicamente más avanzado. Para Lenin, las fuerzas del socialismo se convertirían en imparables una vez que contaran con las capacidades tecnológicas y productivas de Alemania y escribe: “Toda la teoría de Marx es la aplicación de la teoría del desarrollo —en su forma más consecuente, más completa, más profunda y más rica de contenido— al capitalismo moderno. Era natural que a Marx se le plantease, por tanto, la cuestión de aplicar esta teoría también a la inminente bancarrota del capitalismo y al desarrollo futuro del comunismo futuro”. La bancarrota del capitalismo es inminente, el futuro se abre paso en el socialismo. El resultado habría de ser una Unión Soviética que fuera una Comuna de París a lo grande, ya que los marxistas “reconocen la necesidad de que el proletariado, después de conquistar el Poder político, destruya completamente la vieja máquina del Estado, sustituyéndola por otra nueva, formada por la organización de los obreros armados, según el tipo de la Comuna”, e introduce el concepto de “república democrática” para denominar a los nuevos Estados socialistas surgidos de la revolución mundial.

Sin embargo, la revolución no se produjo, ni en Alemania, ni en ningún sitio, y el capitalismo no entró en bancarrota. La tozudez de la realidad se impuso. El resultado fue el comunismo en un solo país y la formulación a la que Stalin llamó marxismo-leninismo. Toda semejanza entre la Comuna de París (acontecimiento al que tanto Marx como Lenin se referían para ejemplificar la dictadura del proletariado) y la Unión Soviética empezó a difuminarse hasta desaparecer. En su lugar apareció una nueva oligarquía, ya no del capital financiero como en occidente, sino de Partido único. No creo que tenga sentido comparar y hacer juicios de valor entre ambas oligarquías porque ya conocemos los acontecimientos posteriores. En ambas se produjeron importantes avances sociales, ambas conquistaron el espacio y la energía atómica, ambas derrotaron al nazismo, pero ninguna de las dos eran formas deseables de gobierno. Tras la Segunda Guerra Mundial, el socialismo se extendió hasta Berlín oriental y la multiplicidad de formas del socialismo de la que hablaba Lenin en “El Estado y la Revolución” fue sustituida por una automática implantación del marxismo-leninismo soviético en las recién nacidas repúblicas democráticas de Europa del este. No obstante, el capitalismo seguía sin colapsar y la industrialización continuó en el occidente europeo capitalista. Esto es lo que en 1977 le llevó a Carrillo a escribir que, si bien las tesis de Lenin eran aplicables en Rusia y en el resto del mundo en 1917, resultaban “inaplicables hoy, por rebasadas, en los países capitalistas desarrollados de Europa occidental”.

A diferencia de lo que hacen algunos, lejos de considerar las palabras de Carrillo como una traición, las considero como una muestra de gran inteligencia y de salud mental. Se había producido un hecho que tanto Marx como Lenin nos habían dicho que era imposible: la industrialización exitosa y la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora en el mundo capitalista. Aferrarse a la rigidez intelectual y plantear un paso al socialismo que conllevara la destrucción del tejido productivo y de las instituciones democráticas en las que se había seguido desarrollando la lucha de clases en el mundo capitalista y que eran resultado de indudables avances conseguidos por el movimiento obrero no tenía sentido y no era una posición mayoritaria entre la clase obrera. Lo razonable era intentar transformar los aparatos ideológicos del Estado sin destruir tejido productivo, sobre los avances ya conseguidos, mediante un sistema mixto con iniciativa privada y pública y de forma democrática, y por eso Carrillo escribe que “el objetivo cardinal es poner en manos de la sociedad […] las palancas decisivas de la economía, a fin de asegurar la hegemonía del bloque histórico compuesto por las fuerzas del trabajo y de la cultura […]”.

  • El dinero de los contribuyentes

Aproximadamente 20 años después de la publicación de “Eurocomunismo y Estado” coincidí con Pablo Iglesias Turrión, fundador de Podemos y Exvicepresidente del Gobierno de España, en una reunión de estudiantes de la Juventud Comunista de Madrid (JCM), organización a la que pertenecí muy poco tiempo, ya que en aquel entonces defendía posturas abiertamente eurocomunistas alejadas de las posiciones marxistas-leninistas de la dirección y de los principales miembros de la JCM, incluido el propio Pablo Iglesias. En aquella reunión, Iglesias (con la carrera de derecho ya avanzada) tomó la palabra y con la vehemencia que le caracteriza hizo un discurso en contra de la subida de las tasas universitarias. Dijo que esa subida era una vergüenza inaceptable y que la universidad pública debía dejar de financiarse mediante fondos públicos. Muchos pensamos que había cometido un lapsus, pero no, repitió lo mismo varias veces. Después de su intervención le interrogamos sorprendidos sobre esta cuestión. Pablo Iglesias no conocía la diferencia entre dinero público y privado. Creía que el dinero con el que las familias de los estudiantes pagaban las tasas universitarias era dinero público y que solo el dinero de las empresas privadas era dinero privado. Además, sostenía que tanto la universidad pública como el resto del sector público se financiaba mediante impuestos. Por tanto, según su lógica, la financiación pública de la universidad debía disminuir y debía aumentar la financiación privada, es decir, según Pablo Iglesias las empresas privadas debían pagar más impuestos para financiar la universidad pública y las tasas pagadas por los estudiantes debían disminuir.

Traigo a colación esta anécdota porque ilustra muy bien el gran error de la izquierda (y de la derecha): la creencia de que los impuestos financian el gasto público. Pablo Iglesias no comprendía que el dinero, una vez fuera de los bolsillos de los contribuyentes y recaudado por el Estado en forma de impuestos, sufriera una trasmutación milagrosa que lo convertía por arte de magia de dinero privado en dinero público. ¿En qué momento preciso se producía ese hecho fantástico? ¿en el momento del pago por parte del contribuyente? ¿en el momento de la transferencia de fondos estatales a la universidad? ¡Pablo Iglesias tenía razón, es un proceso incomprensible que desafía toda lógica! No obstante, lo cierto es que esa transmutación milagrosa no se produce, ya que los impuestos no financian ni la universidad pública ni ningún otro estamento público. En aquel momento España todavía no se había convertido en la colonia que es hoy, sino que emitía su propia moneda. Por tanto, el Banco de España emitía pesetas de manera soberana. Esto significa que el Estado soberano primero gasta mediante el gasto público y posteriormente recauda impuestos, no al revés, ya que el único origen de la moneda nacional es el Banco Central y por tanto no son los impuestos los que financian el gasto público, sino que es gracias al gasto público que los contribuyentes tienen dinero para pagar impuestos.

En aquel momento Pablo Iglesias solía despotricar sobre el eurocomunismo, pero en realidad cometía el mismo error que Santiago Carrillo cuando en su libro exponía la idea, ya defendida por Marx y Lenin, de que el desarrollo tecnológico conducía a la quiebra de la mayoría de las empresas privadas, ya que solo unas pocas de ellas estaban en condiciones de poder realizar los desembolsos necesarios para adquirir nuevas tecnologías. Al no poder realizar dichos desembolsos, la mayoría de las empresas privadas no podía competir y quebraba. Solo los grandes oligopolios privados podían sobrevivir. En mi opinión, esto solo es verdad en parte. Es cierto que se han creado grandes oligopolios tecnológicos como Google o Microsoft (nacida en un garaje y sin financiación pública), pero también es verdad que a rebufo de esos oligopolios han surgido infinidad de nuevas empresas privadas entre las que la competencia de mercado sigue existiendo. Sin embargo, esta no es la cuestión principal. Lo más importante es la explicación económica que Carrillo hace de este proceso. Según él, el “Estado gestor” ayuda a la supervivencia de los grandes oligopolios privados perdonándoles el pago de impuestos, promocionando sus productos e incluso comprando directamente su producción. Y aquí es donde introduce el error que derriba todo su discurso: “De esta forma, el carácter social de la economía cobra dimensiones colosales. El último y más modesto contribuyente está financiando con su dinero los negocios monopolistas cuyo beneficio va a parar directamente a los propietarios de dichos negocios”. ¡He aquí de nuevo la milagrosa trasmutación monetaria entre dinero privado y público que el jovencito Pablo Iglesias era incapaz de comprender! Por supuesto, Santiago Carrillo sí que conocía la diferencia entre el dinero público y el privado, pero cometía el mismo error que Pablo Iglesias al sostener que son los impuestos los que financian el gasto público.

¿Qué es lo que se desprende de las palabras de Santiago Carrillo? Ni más ni menos que una flagrante ignorancia del funcionamiento de las economías monetarias de producción. Esa ignorancia, presente en todos los partidos eurocomunistas, no es un mero error, sino la razón por la cual se hundió el movimiento comunista en el occidente europeo, ya que sin saberlo el eurocomunismo estaba dando como bueno el marco teórico del neoliberalismo defendido por Margaret Thatcher.

Como se puede observar, la cita de Santiago Carrillo y esta cita de Margaret Thatcher dicen lo mismo: el Estado financia el gasto público con el dinero de los impuestos. Bastó con que el eurocomunismo aceptara esta falacia neoliberal para que los partidos comunistas del occidente europeo se convirtieran en irrelevantes. Pero la confusión y el desconocimiento económico del eurocomunismo no acaba aquí, sino que toma un giro todavía más grave cuando a este principio fundamental del neoliberalismo lo califica de keynesianismo. Este error de bulto se repite prácticamente siempre que un eurocomunista habla de Keynes.

Tomemos por ejemplo la entrevista que Pablo Iglesias le hizo al jurista y economista Diego López Garrido. En dicha entrevista López Garrido, además de declararse eurocomunista y europeísta convencido, afirmó: “A mí me parece que la socialdemocracia […] agota su programa de después de la segunda guerra mundial, que es un programa fantástico […], que es el welfare state, el estado del bienestar, eso que inició […] Roosevelt en Estados Unidos […] y que logra mediante políticas que hoy llamaríamos keynesianas hacer un welfare state en Estados Unidos […]. Un programa fantástico que […] sobre todo se apoya en un sistema tributario de impuestos directos altos, que es la clave del asunto, para luego poder distribuir la renta, por un lado, pero sobre todo lograr que haya atención social para la mayoría de la población que no son los que se pueden pagar por sí solos la atención médica o pensiones o cosas así”.

Estas palabras demuestran que López Garrido no sabe lo que dice. Efectivamente, Roosevelt llevó a cabo reformas económicas de carácter keynesiano, pero precisamente porque desvinculó la capacidad de gasto del Estado de la recaudación de impuestos y del patrón oro en aquel entonces vigente. Keynes lo que nos explica no es la necesidad de crear un welfare state (cosa que sí hace Kalecki desde posiciones económicas parecidas) sino la necesidad de conseguir el pleno empleo mediante el gasto público en moneda nacional. Dicho de otra manera: según Keynes si existe desempleo de recursos (ya sea humanos o materiales) es que el Estado no gasta lo suficiente, lo cual es independiente de la cantidad de impuestos que el Estado recaude. En ningún momento Keynes vincula la necesidad de recaudar impuestos para poder gastar, sino que hace todo lo contrario (traté esta cuestión en mi artículo “La paradoja de los dos caballos”).

Este desconocimiento que confunde el neoliberalismo thatcheriano con el keynesianismo explica muchas cosas. Recordemos que, antes de ser Secretario de Estado para la Unión Europea con el PSOE y después de abandonar el Partido Comunista de España, Diego López Garrido fue Secretario General del Partido Democrático de la Nueva Izquierda (PDNI), un partido que formó parte de Izquierda Unida y al que también perteneció el excomunista Nicolás Sartorius. Tal y como explica en la entrevista con Pablo Iglesias, el PDNI se formó porque en aquel entonces el Partido Comunista de España (PCE) e Izquierda Unida (IU), bajo la dirección de Julio Anguita, se opusieron a la pertenencia de España a la Unión Europea y al euro (ahora esto es todo lo contrario y lo poquísimo que queda del PCE, de IU y de Podemos está a la derecha del propio López Garrido). Para López Garrido esto resultó incomprensible, ya que no comprende que renunciar a la soberanía monetaria y aceptar las neoliberales reglas de gasto, endeudamiento y déficit de la Unión Europea es lo que imposibilita que en España exista el estado del bienestar que dice defender. La adhesión de López Garrido al neoliberalismo de la UE y del euro es absoluta.

En esa misma entrevista, ante un siempre asintiente Pablo Iglesias, López Garrido dice: “nosotros ahora mismo tenemos el 100% del PIB en deuda. Cuando estás al frente de un Gobierno tienes que pagar a los funcionarios todos los meses, tienes unos gastos inmediatos y tienes que financiarte en los mercados […]. Esto de los déficits, que a veces a la izquierda le ha gustado mucho, y endeudarse y endeudarse, es que el problema de la deuda es que la tienes que devolver (ese es un pequeño problema que tiene la deuda). Si no haces eso es que no te financian, que es lo que le pasó a Portugal. Llegó un momento en el que los mercados no financiaban a Portugal y te ibas a los mercados y te pedían a lo mejor el 30% de interés (que no podías, evidentemente, aceptar). Por eso Portugal tuvo que aceptar un rescate por parte de la Unión Europea”.

De nuevo estas palabras demuestran un terrible desconocimiento. Si López Garrido no fuera neoliberal sabría que el problema de la deuda (a día de hoy por encima del 100% del PIB) no es el montante de la misma, sino la moneda en la que se emite. Si la deuda de un país se emite en una moneda que el país emite de forma soberana, dicha deuda siempre es pagable porque el país no se puede quedar sin su propia moneda. El problema de la deuda española es que está denominada en euros, una moneda extranjera que España no emite. Por tanto, la solución a ese “pequeño problema” es la recuperación de la soberanía monetaria española y el abandono del euro, de manera que la deuda española se pueda redenominar en moneda nacional, el default involuntario sea imposible y la deuda siempre sea pagable, igual que pasa en todos los países que disfrutan de soberanía monetaria. El problema es el euro que tanto le gusta a López Garrido. Lo mismo ocurre con el pago de los funcionarios. Si se tiene soberanía monetaria, el pago de los funcionarios, igual que el de las pensiones, siempre está asegurado porque dichos pagos se producen en moneda nacional. Basta con que el pago de las pensiones y de los salarios de los funcionarios esté aprobado en los presupuestos generales del Estado para que ese pago siempre se produzca. En un escenario de soberanía monetaria, ¿es necesario acudir a los mercados para financiar el gasto público, tal y como sostiene el señor López Garrido? En absoluto. Basta con la coordinación entre el Tesoro y el Banco Central para que, mediante tecleos informáticos, el Estado pueda llevar a cabo el gasto público a un interés del 0%. A esto se le llama financiación monetaria directa. Por tanto, si se tiene soberanía monetaria, el gasto y el déficit públicos no se financian, simplemente se incurre en ellos. ¿Cuál es el nivel de déficit público correcto? Aquel que garantiza el pleno empleo permanente sin inflación mediante los planes de trabajo garantizado basados en las reservas de estabilización de empleo. ¿Permiten los tratados de la UE y del euro incurrir en esos niveles de déficit público? No, por eso la UE y el euro deben ser abandonados y por eso Julio Anguita se opuso a ellos. A diferencia de López Garrido, Julio Anguita no era un neoliberal.

  • El arte de la guerra y un cajero automático

Sun Tzu nos dice: “los que consiguen que se rindan impotentes los ejércitos ajenos sin luchar son los mejores maestros del Arte de la Guerra”. Esta es la gran enseñanza que extrajeron los que idearon la Unión Europea y el euro después de haber provocado y perdido dos guerras mundiales en el siglo XX.

El origen de la Unión Europea y de su moneda única como conceptos hay que encontrarlos en las aspiraciones de la gran banca y de la gran industria alemana de principios del siglo XX. Por eso el historiador Joan Tafalla, apoyándose en las investigaciones de Paolo Fonzi, dice: “la moneda se transformaba en estas concepciones en un instrumento para arrebatar la soberanía de los otros. Este proyecto fue derrotado en 1945”. Sin embargo, los EE. UU. recuperaron este proyecto ante el miedo a que una Europa de estados libres y soberanos pudiera separarse de los planes estratégicos de los EE. UU. en la guerra fría. Por eso, los EE. UU. rescatan a Walter Hallstein, miembro del Partido Nazi, y lo convierten en el primer Presidente de la Comisión Europea en 1958 durante el gobierno de Konrad Adenauer. Hallstein fue rector de la Universidad de Rostock en la década de 1930 y creó el concepto de la “Nueva Europa” siguiendo las indicaciones de Hitler y Mussolini. Los EE. UU. reciclan a Hallstein y le encomiendan la continuación de sus planes europeos con el objetivo de crear una Unión Europea bajo el control de los EE. UU. y del gran capital alemán. Este proyecto tenía que ser más audaz que su original idea de la “Nueva Europa”. No debía realizarse mediante las armas a no ser que fuera estrictamente necesario, sino mediante el control de la economía de todos los países europeos bajo una moneda común. Tras las catástrofes de las dos guerras mundiales, esta estrategia era más sutil, menos evidente, menos costosa y más cercana a las enseñanzas de Sun Tzu.

Los principales obstáculos en los planes de Hallstein y de los EE. UU. eran los partidos comunistas del occidente europeo, sobre todo el Partido Comunista Italiano (PCI). El PCI era el partido comunista más fuerte de Europa occidental y estaba llamado a ganar las elecciones italianas tarde o temprano (de hecho, en 1948 las ganó, pero la CIA manipuló el escrutinio de votos). Por eso era fundamental para los planes de la Unión Europea desactivar al PCI. Por desgracia, el eurocomunismo y la figura de Massimo D’Alema constituyeron la oportunidad que los europeístas estaban esperando.

En los argumentos de D’Alema se pueden identificar todas características del Arte de la Guerra. Los enemigos del comunismo le confundieron de tal manera mediante las mismas falacias neoliberales que encontramos en el caso de López Garrido que es difícil encontrar un solo razonamiento económico de D’Alema que no sea un disparate. En consecuencia, los europeístas consiguieron que sus enemigos, sin luchar, tiraran las armas y se entregaran. Así, en una entrevista en 2017 D’Alema declaró:

“Nuestra generación ha contribuido a hacer cosas muy importantes para este país, porque se nos entregó un país en caída libre […]. Redujimos la deuda pública del 124 al 101% de PIB, hemos metido a Italia en Europa y en el euro, […] hemos hecho cosas grandes que han marcado la historia del país y que no tienen parangón con lo hecho por la actual clase dirigente. Esto fue mérito nuestro”. Increíble pero cierto. D’Alema se enorgullece de haber sido uno de los artífices del declive industrial, económico y social que ha supuesto la entrada de Italia, antaño uno de los países más industrializados del mundo, en el euro. De nuevo la deuda como telón de fondo. Cuando se disfruta de soberanía monetaria, la reducción de la deuda no debe ser un objetivo político porque la deuda es cosa de dos, una parte que quiere tomar prestado y otra que quiere conceder el préstamo. La deuda de Italia era del 124% porque gracias a la lira siempre era pagable. Reducir la deuda y renunciar a la soberanía monetaria que te permite pagarla con una prima de riesgo igual a cero contrajo la economía italiana e hizo aumentar el desempleo.

El caso de D’Alema es conveniente estudiarlo con detenimiento porque del 21 de octubre de 1998 al 25 de abril de 2000 fue Presidente del Gobierno en Italia. Por eso me gustaría centrarme en una entrevista que concedió en 2015. En ella dice que los ciudadanos italianos “creo que saben […] que si en esta crisis sus ahorros hubieran estado denominados en liras dichos ahorros se habrían reducido a la mitad. Creo que saben perfectamente que si hubiéramos tenido que pedir prestado en liras las tasas de interés habrían sido mucho más altas y que por tanto esta fuerte moneda, el euro, no es la moneda responsable de la crisis […]”.

Estas declaraciones significan que es un acierto ahorrar y endeudarse en moneda extranjera (el euro) en vez de en moneda nacional. Esto es del todo menos cierto. D’Alema no comprende la identidad macroeconómica que nos dice que los gastos son iguales a los ingresos y los ingresos iguales a la producción en ese orden, es decir, que primero tiene que haber políticas de gasto por parte de los Estados, esos gastos son ingresos para el resto de agentes económicos y a su vez esos ingresos son los que determinan la producción posteriormente. Por tanto, el nivel de ahorro y los ingresos de los italianos dependen del gasto público. La solución a la crisis económica era aumentar el gasto público para mantener el ahorro, los ingresos y la producción en Italia. Sin embargo, este aumento del gasto no se produjo porque las reglas de gasto de los tratados de la UE y del euro no lo permitieron. Por consiguiente, la soberanía monetaria y no el euro es lo que habría permitido sostener el nivel de ahorro de los italianos durante la crisis, ya que para aumentar el nivel de gasto público en liras Italia no habría necesitado recurrir a los mercados financieros para financiarse. En la entrevista D’Alema continúa diciendo:

“La responsabilidad de la crisis es el capitalismo financiero salvaje sin reglas y proviene de la responsabilidad política de las fuerzas conservadoras que han gobernado en Europa y que han impuesto ciertas reglas. No es el euro el que ha impuesto el pacto de estabilidad […] sino la política. Estaríamos mucho mejor, creo yo, si Europa estuviera gobernada por una mayoría que promueve la inversión, el crecimiento, el empleo, que no se impone vínculos absurdos (que son decisiones políticas). La moneda no es el problema, la moneda es un medio, lo que se debe cambiar es la política. […] La Unión Europea no solo ha garantizado la paz en un continente en el que ha habido dos guerras mundiales por culpa del nacionalismo, la Unión Europea ha garantizado progreso […]. El euro no es el responsable de la crisis, sino las políticas neoliberales y, repito, un capitalismo financiero salvaje que ha producido desigualdades. [Las responsables] son las políticas conservadoras, impuestas sobre todo por los conservadores alemanes. […] El problema a mi juicio es que es un gravísimo error […] concentrar la polémica contra el euro y no contra la señora Merkel o contra aquellos que han impuesto los vínculos de financiación en Italia […]”.

Si antes D’Alema confundía el orden en el que se producen el gasto público y los ingresos posteriores, en esta parte confunde directamente el pasado, el presente y el futuro. Las palabras de D’Alema solo podrían tener algún sentido si el euro hubiera sido introducido antes del pacto de estabilidad y antes de los tratados de la UE, pero evidentemente ese no fue el caso. El euro se introdujo después de que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) y gran parte de los tratados de la UE hubieran sido aprobados, entre otros, por el propio Gobierno de D’Alema. Por tanto, el euro es una consecuencia posterior de los tratados que D’Alema critica. Así, el PEC, el desastroso acuerdo según el cual el déficit público de los Estados no puede superar el 3%, entró en vigor en 1997, y el Acuerdo de Maastricht, según el cual la reforma de los tratados solo se puede realizar mediante el voto unánime de todos los países de la UE, entró en vigor en 1992. El euro entró en circulación el 1 de enero de 2002. Pese a esto, D’Alema continúa diciendo:

“Debemos cambiar la política, no volver a algo que me da miedo, la idea de volver al estado nacional, como si estuviéramos en el siglo XIX o XX, cada uno con su moneda, con sus fronteras. Esto sería un trágico paso atrás, en el mundo de hoy esto es ridículo porque los países europeos por sí solos no contarían para nada. […] Si el Parlamento Europeo fuera más poderoso probablemente pondría fin a las políticas de austeridad. La paradoja es que la dificultad no viene de las instituciones europeas, son los gobiernos nacionales, en particular algunos gobiernos nacionales de los países más fuertes, los que imponen las políticas de austeridad. Si decidiese el Parlamento Europeo democráticamente creo que tendríamos una Europa más propensa al crecimiento. […] El camino a recorrer es el de cambiar las reglas, reforzar la dimensión democrática de la Unión Europea, no es razonable retornar a la fuerza del Estado nacional. No son la Unión Europea o el euro los que han debilitado los Estados nacionales, sino los cambios del mundo. […] No estamos en un mundo en el que Francia o Reino Unido eran las grandes potencias mundiales. Hoy frente a China, a India, a Brasil, si queremos un puesto en esa mesa en la que se decide todo, solo una Europa unida puede hacerlo. El retorno al nacionalismo es ridículo. Si en el pasado fue una tragedia, hoy sería una farsa. […] La capacidad de unirnos es lo que nos convierte en una gran potencia. […] Cuando paso la frontera entre Alemania y Francia y pienso que allí han muerto millones de jóvenes […] y veo que hoy se pasa sin pasaporte creo que esto es una gran conquista de la civilización de la que no nos podemos echar atrás”.

Decir esto es absurdo. El Parlamento Europeo no es más poderoso y no decide democráticamente las políticas económicas de la UE porque los tratados de la UE que el propio D’Alema apoyó no lo permiten. Acusar a Merkel de poner en práctica lo acordado previamente es un sinsentido. Si lo que se quería era un Parlamento Europeo democrático y capaz de decidir democráticamente las políticas económicas de la UE, ¿por qué Italia aprobó los tratados que impiden tal cosa? En vez de reivindicar a la UE como lo que no es, es decir, como “una conquista de la civilización”, D’Alema debería abrir los ojos a lo evidente: los tratados no se cambian porque fueron diseñados para defender los intereses de la oligarquía exportadora del norte de Europa. De otra manera, los Gobiernos del norte de Europa nunca habrían aceptado entrar en la moneda común. Por eso los Gobiernos de Alemania y del resto de países del norte de Europa nunca aceptarán cambiar los tratados, que como digo solo pueden ser reformados por unanimidad. Parece mentira que D’Alema sea incapaz de darse cuenta de esto. D’Alema aceptó de buena gana convertir a Italia en el paria de la UE y luego llora.

Para visualizar el error que cometió Italia al entrar en el euro me gustaría utilizar estos tres gráficos:

En los dos primeros gráficos se puede ver cómo la brecha de producción de la economía italiana, es decir, la diferencia entre la producción real y potencial de su economía, no se ha reducido desde que Italia entró en el euro. Antes al contrario, la crisis de 2009 demostró que los instrumentos monetarios de los que dispone la UE no permitieron a Italia hacer frente a la crisis de manera efectiva, de manera que los descensos de la producción real fueron más grandes que en la serie histórica. Asimismo, el demoledor tercer gráfico muestra cómo desde la entrada en circulación del euro los salarios italianos han descendido en términos reales un 3,59% mientras que en Alemania han aumentado un 17,9%.

La entrada de los países del sur de Europa en el euro fue el resultado de su desindustrialización. Siguiendo las referencias dejadas por Walter Hallstein, Alemania y el resto de países netamente exportadores del norte de Europa han utilizado al euro para eliminar competidores dentro de Europa, ya que saben que no pueden competir con los países de tecnológicamente de vanguardia (EE. UU., China, Japón, Corea de Sur e India). La economía alemana y su Gobierno están en manos de grandes lobbies automovilísticos y farmacéuticos. La nanotecnología, la genética y la robótica (las tres tecnologías que están revolucionando el siglo XXI) no tienen su centro en Alemania. La UE y el euro son artefactos defensivos de las oligarquías exportadoras del norte de Europa que se ven superadas por las economías más innovadoras de EE. UU. y Asia.

Desindustrializar a España fue muy doloroso para los trabajadores industriales españoles, pero no fue muy difícil porque nuestro nivel de industrialización no era tan grande como el de Italia. Sin embargo, Italia sí que era un competidor industrial real de Alemania y del resto de países del norte, por eso ha sido más duramente castigado. A España el euro le ha reconvertido en el prostíbulo de Europa empleando clubs de alterne, ladrillos, cocaína y paella mixta para disfrute de los señoritos del norte. En Italia el sector industrial era demasiado grande para hacer eso.

Si Alemania y el resto de países exportadores netos del norte hubieran tenido en mente la entelequia de la Europa solidaria de la que habla D’Alema en sus alucinaciones, la UE sería un solo Estado con un solo sector público y un solo sector privado. Sin embargo, la UE es un no-Estado con un sector privado dominado por las oligarquías exportadoras del norte y con 27 sectores públicos sin una fiscalidad común que permita la transferencia de fondos a los territorios más pobres desde los territorios más ricos. Esa fue la condición que Alemania y el resto de exportadores netos impusieron: no compartir sus superávits comerciales con el resto.

Conservar la soberanía monetaria habría permitido acabar con la brecha de producción de las economías del sur de Europa mediante políticas de gasto soberano encaminadas al pleno empleo. Esto solo es posible mediante una moneda propia. Si D’Alema supiera lo que dice, habría utilizado la lira para hacer dichas políticas de pleno empleo. Tener una moneda común en la UE sin contar con una fiscalidad común redistributiva es un disparate, tal y como estamos presenciando. Habría valido con poner un cajero automático en cada paso fronterizo que le permitiera al viajero cambiar sin comisión su moneda nacional por la moneda del país visitado. Ahora ya tenemos el pago telemático que permite hacer transferencias inalámbricas sin importar la denominación de los fondos en cuenta. D’Alema es una víctima del Arte de la Guerra. La apertura de las fronteras y un cajero automático habrían bastado para sacarlo de su trance.

  • No dar pistas al enemigo

La cuestión fundamental en todo esto nos la indicó Carrillo al principio: el Estado. ¿Puede el Estado dejar de ser capitalista sin recurrir a los esquemas marxistas-leninistas? El eurocomunismo intentó dar una respuesta positiva a esta pregunta y fracasó rotundamente. Como vimos en el caso de Carrillo y de López Garrido, la propuesta eurocomunista acabó aceptando la falacia neoliberal defendida por Margaret Thatcher de que el Estado necesita recaudar impuestos para poder gastar. Como vimos en el caso de D’Alema, el eurocomunismo también acabó equiparando Estado nacional con nacionalismo y así D’Alema también incurre en posiciones neoliberales como las defendidas por el otro gran referente del neoconservadurismo, Ronald Reagan, cuando decía que el Estado nacional no era la solución sino el problema.

Mi opinión es que sí, el Estado puede dejar de ser capitalista sin recurrir a los esquemas marxistas-leninistas, pero estamos ante un rompecabezas de difícil solución porque para resolverlo nos falta una pieza que haga que todo el conjunto encaje. Esa pieza es Michal Kalecki, en concreto su ecuación de los beneficios tal y como viene recogida en el artículo de Stuart Medina “¿De dónde vienen los beneficios?”:

Beneficios netos = Inversión en capital fijo + consumo de los capitalistas + déficit público – ahorro de los trabajadores + saldo de la balanza comercial

Lo primero en lo que hay que fijarse es en que la ecuación recoge los tres sectores de la economía, el privado, el público y el exterior. Esto es fundamental. Marx analizó todos los factores de la ecuación menos uno: el déficit público. En sus análisis de los beneficios netos, Marx solo hacía referencia a las transacciones que se producen dentro del sector privado (inversión en capital fijo, consumo de los capitalistas y ahorro de los trabajadores), ya que, como ya analizamos en otro sitio, según Marx “la clase capitalista en su conjunto no puede retirar de la circulación lo que no ha lanzado previamente a ella”. Posteriormente, Marx también introduce el papel jugado por el saldo de la balanza comercial cuando hace referencia al expolio de las colonias, pero en definitiva ese expolio también se produce mediante la explotación que el sector privado hace de los recursos de las colonias y por tanto tampoco el sector público juega ningún papel en el proceso.

Para Marx, la economía es como un chaleco con muchos bolsillos. Unos bolsillos son los capitalistas y otros los obreros. Dentro de los bolsillos hay dinero respaldado por oro. Las transacciones económicas son el cambio de ubicación del dinero de unos bolsillos a otros, sin darse cuenta de que el portador del chaleco, el que mete la mano en un bolsillo para luego meterla en otra y el que para empezar creó el dinero, es el Estado.

Esto dio lugar al problema que se conoce como el problema de la realización de los beneficios y nos devuelve a las reflexiones de Santiago Carrillo sobre lo que él llama el Estado gestor. Como hemos visto, esta concepción del Estado comparte con el neoliberalismo que solo hay dinero de los contribuyentes y que es ese dinero el que financia el gasto público. La diferencia entre las posiciones de Thatcher y de Carrillo es la distribución del dinero entre los diferentes bolsillos. Siguiendo a Marx, Carrillo contempla el capitalismo como el proceso mediante el cual todos los bolsillos del chaleco se van vaciando porque todo el dinero va a parar a uno o unos pocos bolsillos, que al final son los que portan todo el dinero de la economía. Esto destruye al resto de agentes por inanición. No obstante, este proceso parece extenderse durante siglos y superar con creces las reservas de oro existentes. ¿Cómo es esto posible? Kalecki nos da la solución, el sostenimiento de los beneficios de la clase capitalista durante siglos solo puede explicarse mediante un tercer factor: la capacidad de gasto en moneda nacional del Estado y que en la ecuación de Kalecki viene reflejada como déficit público. En otras palabras, hay un tercer sector, el público, con capacidad de sostener déficits contables en moneda nacional durante un tiempo indefinido porque dicho sector es el emisor monopolista de la moneda nacional. Las actividades del sector privado, la propia existencia de trabajadores y capitalistas, tienen como objetivo y origen el atesoramiento del dinero que el Estado emite. Por tanto, el dinero de los contribuyentes no existe, solo existe el dinero del Estado que el sector privado acumula y que posteriormente utiliza para pagar impuestos (así queda explicada la transmutación milagrosa entre dinero público y privado que Pablo Iglesias no entendía).

Estoy convencido de que Lenin, aunque no lo expresó por escrito, era perfectamente consciente de lo anterior. Estudió el problema de la realización de los beneficios en dos escritos: “Insistiendo en el problema de la realización” y sobre todo en “El desarrollo del capitalismo en Rusia”. En el primer escrito se da cuenta de que la existencia de las colonias y del sector exterior no es una solución al problema, ya que “la esencia del proceso de realización no cambia en lo más mínimo, lo mismo si enfocamos un país que si nos fijamos en un conjunto de países”. Es decir, aunque se trate de uno o varios sectores privados el problema del origen de los beneficios se mantiene. En el segundo escrito entra más a fondo en la cuestión y hace una observación fundamental: “En realidad, la dificultad del problema de la realización estriba precisamente en encontrar una explicación a la realización del capital constante”.

Recordemos que, según la teoría del valor de Marx (“El Capital”, volumen II, capítulo XX), el valor de la producción es: V = c + v + p, siendo V el valor de la producción, c el capital constante, v la reposición del capital variable (salarios) y p la plusvalía. A su vez, el capital constante Marx lo divide en dos partes, el capital fijo y el capital circulante. El segundo está compuesto por los materiales de producción (materias primas, materiales auxiliares y artículos a medio fabricar). El primero, el capital fijo, tal y como explica Stuart Medina en su artículo, está compuesto por “los activos fijos consumidos durante el período considerado como resultado del desgaste normal y la obsolescencia previsible, incluida una provisión para las pérdidas de activos fijos como consecuencia de daños accidentales asegurables”, es decir, por la maquinaria, los instrumentos de trabajo, los edificios, el ganado de labor, etc.

Con toda razón, Lenin se da cuenta de que, si tal y como hace Marx, solo se toman en consideración las transacciones entre capitalistas y trabajadores sin atender al papel del Estado, en la ecuación V = c + v + p solo se puede explicar el origen del capital variable y de la plusvalía, pero no del capital constante (c) y en concreto del capital fijo. Recordemos el análisis de Carrillo. Los capitalistas, para poder competir, tienen que invertir más y más en el capital fijo (maquinaria, tecnología, etc.). La cuestión es, ¿de dónde sale el dinero para poder realizar esos gastos crecientes? Y sobre todo ¿cómo es posible que esos gastos crecientes sean sostenibles durante siglos por parte del colectivo de capitalistas? Por eso Lenin escribe: “Que el desarrollo de la producción […] se efectúe, fundamentalmente, a base de los medios de producción, parece algo paradójico y envuelve indudablemente una contradicción. Se trata, realmente, de una ‘producción por la producción misma’, de un aumento de la producción que no va acompañado del correspondiente aumento del consumo”. Y no da más explicaciones. Simplemente se limita a señalar que “las contradicciones del capitalismo acreditan su carácter históricamente perecedero”.

No obstante, esto es una manera de cerrar la cuestión en falso. Si el capitalismo no puede justificar este aumento constante de las inversiones en capital fijo, ¿se puede justificar en el socialismo, entendido éste como un sistema sin propiedad privada de los medios de producción? Es de suponer que ante esta pregunta Lenin habría respondido que sí, pero no da explicaciones al respecto. La experiencia histórica nos demuestra fehacientemente que este aumento de la inversión en capital fijo sí que se produjo en el socialismo. ¿Si no de dónde surgió el capital fijo soviético para conquistar el espacio, crear sus industrias y construir su estado del bienestar? Evidentemente, estas cosas no las financiaron los poquísimos impuestos que pagaban los soviéticos, un pueblo paupérrimo antes de la Revolución. Sin embargo, si nos atenemos al razonamiento de Carrillo, según el cual el Estado gasta gracias a la recaudación de impuestos, esto tuvo que ser así, lo cual es absurdo y, tal como hemos visto, una idea neoliberal.

Atendiendo al modelo económico de la Unión Soviética, resulta evidente que Lenin sabía que la recaudación de impuestos no tenía nada que ver con la capacidad de llevar a cabo el gasto público. Estoy convencido de que no lo dejó escrito por una sencilla razón: no dar pistas al enemigo. Lo que hizo Lenin fue recurrir al Gosbank (el Banco Central de la Unión Soviética) para desarrollar las actividades del Gosplán (el Comité Estatal de Planificación) mediante políticas de pleno empleo y la financiación monetaria directa a la que hemos aludido más arriba. Así, todos los trabajadores soviéticos, según sus capacidades y sus necesidades, eran contratados por el Estado mediante salarios pagados por del Gosbank en rublos creados de la nada. Así fue cómo un pueblo de campesinos, pastores y obreros depauperados puso al Sputnik y a Yuri Gagarin en el espacio en un tiempo récord a la vez que implantaba el estado del bienestar soviético y derrotaba a los nazis en la segunda guerra mundial. La razón por la cual Lenin no teorizó sobre esta cuestión es, a mi entender, porque este tipo de políticas, indudablemente acertadas, también eran posibles (y efectivamente se llevaron a cabo mediante políticas keynesianas) en los sistemas con propiedad privada de los medios de producción. De hecho, fueron estas políticas keynesianas las que evitaron el colapso del capitalismo, que es lo que Lenin quería que se produjera.

Es curioso, casi paradójico, Lenin y los capitalistas tienen una cosa en común: ninguno de ellos se atreve a reconocer abiertamente que es el gasto público soberano el que sostiene en último término sus sistemas económicos. Ambos lo ocultan, pero lo hacen. Asimismo, esta es la manera en la que se explica el origen del dinero que financia el permanentemente creciente gasto en el capital fijo y es así como en realidad se resuelve el problema de la realización de los beneficios. Volvamos al artículo de Stuart Medina y a la ecuación de los beneficios de Kalecki:

Beneficios netos = Inversión en capital fijo + consumo de los capitalistas + déficit público – ahorro de los trabajadores + saldo de la balanza comercial

Siguiendo los planteamientos de Stuart Medina, imaginemos que tanto el déficit público como el saldo de la balanza comercial son iguales a cero y que el ahorro de los trabajadores (como tiende pasar) también es nulo. Entonces vemos que en este experimento mental: beneficios netos = Inversión en capital fijo + consumo de los capitalistas.

Según Kalecki, esto significa que “los capitalistas pueden decidir consumir e invertir más en un determinado período que en el anterior, pero no pueden decidir ganar más. Por consiguiente son sus decisiones de inversión y consumo las que determinan sus beneficios y no viceversa”. Aquí sí que se aplica el símil del chaleco con bolsillos, ya que vemos cómo el gasto en inversión y el consumo de unos capitalistas es dinero que sale de sus bolsillos y va a parar al bolsillo de otros capitalistas, los que realizan el beneficio, o tal y como lo expresa Stuart Medina: “la identidad entre ahorro e inversión se da por definición, pero a diferencia de los economistas clásicos Kalecki entiende que son los capitalistas los que determinan su propia suerte. No son los ahorros los que determinan la inversión sino las decisiones de inversión y consumo las que determinan los beneficios”. A esto me refería al analizar el caso de los ahorros de los italianos según Massimo D’Alema. Así, la ecuación ahorro igual a inversión (A = I) se debe leer primero de derecha a izquierda para que luego también se cumpla de izquierda a derecha.

La única manera de salir de este esquema del chaleco, en el que el dinero de un bolsillo pasa a otro, es introduciendo un déficit público y/o un saldo de la balanza comercial diferentes a cero. Un aumento del déficit público y/o un aumento en el saldo de la balanza comercial permiten un aumento de los beneficios de los capitalistas y de los salarios de los trabajadores. Esto le lleva a Stuart Medina a observar que “los empresarios deberían ser partidarios de un déficit público ya que les beneficia de la misma manera que un superávit comercial. Sin embargo, el propio Kalecki aclara las razones de la repugnancia de los empresarios (y de los economistas a su servicio) por el déficit público”.

Stuart Medina hace referencia entonces al escrito de Kalecki “Aspectos políticos del pleno empleo”. Esta obra puede ser interpretada como una refutación socialista de las políticas neoliberales de la Unión Europea, es una pena que Massimo D’Alema no la conozca. Los tratados de la Unión Europea están diseñados contra cualquier estrategia de crecimiento basada en la existencia de déficits públicos. Solo el crecimiento basado en las exportaciones es permisible. Los déficits públicos y los aumentos de las exportaciones tienen un papel análogo a la hora de hacer aumentar los beneficios empresariales, pero la Unión Europea solo opta por las exportaciones debido a que siente:

“1. Repugnancia por la interferencia gubernamental en la solución del problema del desempleo”.

“2. Repugnancia por la dirección del gasto público (inversión pública y subvención del consumo)”.

“3. Repugnancia por los cambios sociales y políticos que resultan del mantenimiento del pleno empleo”.

En la Unión Europea son las oligarquías exportadoras las que decidan el nivel de desempleo de la economía. Dichas élites no están dispuestas a que sean los Estados mediante su capacidad de gasto soberano y mediante políticas de pleno empleo los que decidan el nivel de desempleo, ya que eso disminuiría enormemente su influencia. Asimismo, las oligarquías exportadoras quieren que el Estado juegue un papel económico lo más reducido posible para que siempre sean manos privadas las que dispongan del control de todos los campos de la economía, incluidas las áreas que tradicionalmente han sido cubiertas por el estado del bienestar y por los derechos sociales. Para lograr sus objetivos, las oligarquías exportadoras europeas han arrebatado a los Estados su capacidad de gasto soberano mediante los tratados de la UE y el euro. Una sociedad que garantizara el pleno empleo permanente por ley conllevaría la existencia de trabajadores no sujetos al miedo de perder su trabajo y reforzaría el papel de los sindicatos en las negociaciones colectivas. Una vez liberados del miedo al desempleo, los trabajadores aumentarían su poder sobre los patronos y las relaciones laborales se desarrollarían de igual a igual. Las oligarquías quieren impedir esto por todos los medios. Por tanto, solo contemplan el crecimiento basado en las exportaciones, “pero hemos de recordar que un superávit exportador no mejora el nivel de vida de los trabajadores. Las exportaciones son un coste, no un beneficio: es lo que tenemos que entregar a cambio de poder comprar productos de importación”. En la Unión Europea el problema es evidente. La UE está diseñada para que el comercio se produzca sobre todo entre los países de la UE, pero para que haya países exportadores netos, tiene que haber países importadores netos, es imposible que todos los países exporten más de lo que importan. Por tanto, los países exportadores netos del norte de Europa son los únicos que tienen posibilidades de crecimiento dentro de la UE. Esto asegura que Italia y el resto del sur de Europa nunca se conviertan en competidores del norte.

  • El momento Kalecki y la dictadura del proletariado

La ecuación de los beneficios de Kalecki resuelve el problema de la realización, pero hay otro aspecto que es igual de importante y que hay que señalar: la ecuación de los beneficios de Kalecki convierte a la soberanía monetaria de los Estados en una cuestión tecnológica. Me detendré en este segundo aspecto más adelante. Antes señalaré que la obra de Kalecki “Aspectos políticos del pleno empleo” fue la primera en sostener que el pleno empleo permanente es posible en el capitalismo “mediante un programa de gastos del gobierno”, siempre y cuando existan los recursos reales para ello. Además, indica que “si la intervención gubernamental trata de lograr el pleno empleo, pero no llega a aumentar la demanda efectiva más allá de la marca del pleno empleo, no hay por qué temer la inflación”.

Por capitalismo Kalecki entiende la acepción tradicional de la palabra, es decir, un sistema productivo en el que se permite la existencia de la propiedad privada de los medios de producción. En el desarrollo de la idea del socialismo fiduciario nos hemos alejado de esta definición y hemos adoptado el enfoque de David Graeber. Este enfoque no pone el énfasis en la propiedad de los medios de producción sino sobre “quién tiene acceso a qué tipo de cosas y con qué condiciones”. Kalecki se acerca enormemente a este enfoque y sostiene que, una vez establecida la posibilidad de conseguir el pleno empleo independientemente de la propiedad de los medios de producción, se puede conducir la política económica hacia una “economía de metas”. Según Kalecki, esto fue lo que hizo el capitalismo durante el fascismo cuando llevó a cabo políticas de pleno empleo encaminadas a conseguir una “economía del armamento”. Esta solución al desempleo no resuelve el problema de la escasez, ya que tiene como objetivo principal la creación de armas y por supuesto su inevitable uso en guerras que conllevan un aumento de la penuria. Esto le lleva a Kalecki a sostener que “el fascismo brotó en Alemania en un marco de enorme desempleo y se mantuvo en el poder logrando el pleno empleo cuando la democracia capitalista no podía hacerlo. La lucha de las faenas progresistas por el pleno empleo es al mismo tiempo una forma de prevención del retorno del fascismo”.

Por consiguiente, lo fundamental son las metas que nos fijemos. Los fascistas se fijan la meta del rearme para matar a seres humanos. En el neoliberalismo la meta es concentrar la mayor riqueza posible en el menor número de manos posible. En el socialismo la meta debe ser asegurar a todas las personas el acceso a los recursos necesarios para llevar una vida digna y plena.

De nuevo el déficit público y la lucha de clases como factores determinantes. “El lema ‘nunca más desempleo’ está profundamente arraigado ahora en la conciencia de las masas”, dice Kalecki. Por tanto, el déficit público debe cumplir la función de garantizar el pleno empleo permanente y por ley. Luego está la otra parte, la inversión privada. Como hemos dicho anteriormente, sin gasto público la inversión privada no puede subsistir. Por consiguiente, si se permite la iniciativa privada con ánimo de lucro, la lucha de clases deja de ser un tensor en forma de segmento para convertirse en un tensor forma de triángulo. Kalecki llega a las mismas conclusiones que Marx por otros razonamientos. Kalecki no recurre a ninguna ley histórica como la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia. De hecho, la niega. Según el esquema de Kalecki, la existencia de la iniciativa privada con ánimo de lucro no conlleva el inexorable colapso del sistema productivo. Atendiendo a la ecuación de los beneficios, los déficits públicos pueden estimular la inversión privada lo suficiente como para mantener niveles de pleno empleo permanentes y la participación de empresas privadas en el tejido productivo de la economía. La ecuación no describe un escenario en el que la existencia de las empresas privadas conlleve en sí misma el necesario colapso de la economía. No obstante, Kalecki es de la opinión de que el tensor en forma de triángulo compuesto por asalariados, empresarios y Estado sí que acaba rompiéndose durante las inevitables crisis del sistema capitalista.

En este punto es en el que hace su aparición el aspecto tecnológico del mantenimiento de los déficits públicos. Esto es lo mismo que decir que en este punto hace su aparición el patrón oro. Kalecki vivió en un mundo regido por el patrón oro. Desde los tiempos de Marx, el patrón oro se había transformado, pero seguía existiendo. En la época de Marx, el dinero en circulación en Gran Bretaña era equivalente a las reservas de oro más 14 millones de libras esterlinas (“El Capital”, volumen III, capítulo XXIX). Este era la convención adoptada para sostener la convertibilidad de la libra (entonces la moneda de reserva a nivel mundial) en oro. Si el Estado quería gastar más dinero de lo que permitía esta convención, estaba obligado a aumentar la recaudación de impuestos o a emitir deuda para financiar su gasto. Por consiguiente, el Estado no era soberano a la hora de realizar su gasto, sino que a partir de un cierto punto tenía que financiar sus gastos bien mediante nuevas remesas de oro, bien mediante la recaudación de impuestos. No obstante, un patrón oro reglado y respetado a nivel internacional solo existió entre 1871 y 1914. Para financiar la primera guerra mundial, Alemania abandonó el patrón oro. Esto produjo un gran impacto sobre la que, junto a Kalecki, fue la otra gran economista del socialismo, Rosa Luxemburgo. Junto a Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo intentó evitar la primera guerra mundial. ¿Cómo? Intentando que el Parlamento alemán no aprobara los presupuestos de guerra. Si la socialdemocracia alemana hubiera votado en contra de los presupuestos para financiar la guerra, el Káiser no habría tenido dinero para desatar la contienda, ya que una vez fuera del patrón oro era allí, en el Parlamento, donde se decidía de forma soberana la creación ex nihilo de la moneda. Este tipo de razonamientos se pueden encontrar en la obra de Rosa Luxemburgo “La acumulación del capital”.

Después de la primera guerra mundial nunca se volvió a un patrón oro reglado a nivel internacional. Además, Gran Bretaña en 1931 y Estados Unidos en 1933 abandonaron la convertibilidad de sus monedas en oro. Poco después, la mayoría de países hizo lo mismo. A partir de ese momento, el oro solo se utilizó en el comercio internacional entre países. Después de la segunda guerra mundial, el Acuerdo de Bretton Woods intentó reglar el patrón oro en las transacciones internacionales. Para ello se fijó la convertibilidad de una onza de oro en 35 dólares norteamericanos. La Guerra de Vietnam puso fin a este sistema. Para financiar su gasto militar, Richard Nixon decidió acabar con la convertibilidad del dólar en oro el 15 de agosto de 1971 (a esto se le llamó el shock de Nixon). A partir de ese momento todas las monedas pudieron adoptar un tipo de cambio flotante y los Estados dejaron de necesitar las reservas de oro para financiar sus gastos. Así fue cómo apareció el dinero fíat actual. Desde el 15 de agosto de 1971 los Estados pueden emitir moneda nacional sin ningún tipo de restricción financiera mediante apuntes contables en sus bancos centrales.

Lo que posibilitó el abandono del patrón oro fue el desarrollo de las tecnologías de la comunicación, por eso digo que la ecuación de los beneficios convierte a la soberanía monetaria en un problema tecnológico. El desarrollo del telégrafo primero y del teléfono después permitieron que en 1971 las cotizaciones del dólar americano y del resto de monedas se pudieran conocer en tiempo real. Hasta finales del siglo XIX no se establecieron comunicaciones telegráficas entre una orilla y otra del Atlántico. Hasta ese momento, no se podían establecer los tipos de cambio de las monedas de manera fiable y actualizada, por lo tanto, se recurría a los intercambios en oro. Una vez que las cotizaciones de las monedas, su oferta y su demanda, pudieron conocerse de manera inmediata mediante el telégrafo y el teléfono el oro dejó de ser necesario y las fluctuaciones de los tipos de cambio pudieron establecerse de manera actualizada en cada momento. Así fue cómo el gasto de los Estados en moneda nacional pasó a realizarse de manera totalmente soberana mediante el dinero fíat. La tecnología del oro fue sustituida por la tecnología del teléfono.

Lo anterior dio lugar a lo que denomino un momento Kalecki que por desgracia los partidos comunistas no supieron identificar, ya que el shock de Nixon permite superar las limitaciones que Kalecki identifica en el alcance de su ecuación.

Recordemos que, desde la década de 1930, los Estados no sostenían la convertibilidad de sus monedas en oro dentro de sus fronteras, pero seguían usando el oro para el comercio internacional. Si dicho gasto superaba sus reservas de oro, el Estado tenía que buscar una fuente de financiación. Una manera de hacerlo era apuntando las deudas contraídas. Esto conllevaba la necesidad de recurrir a los tipos de interés y a los impuestos. Esto hacía que Kalecki fuera pesimista a la hora de considerar la posibilidad de sostener políticas de pleno empleo en periodos de crisis en los países con propiedad privada de los medios de producción. Además de la repulsión de los capitalistas a las políticas de pleno empleo expuesta en el punto anterior, durante las crisis económicas el estímulo de la inversión privada para sostener niveles de pleno empleo conllevaba una serie de problemas que Kalecki consideraba irresolubles dentro del capitalismo, ya que según él solo cabían dos posibilidades:

“a) La tasa de interés o el impuesto al ingreso (o ambos) bajan considerablemente en la depresión y aumentan en el auge. En este caso disminuirán el periodo y la amplitud del ciclo económico, pero el empleo puede distar mucho del nivel pleno no sólo en la depresión sino aun en el auge, es decir, el desempleo medio puede ser grande aun cuando sus fluctuaciones serán menos marcadas.

b) La tasa de interés o el impuesto al ingreso bajan en una depresión, pero no aumentan en el auge subsiguiente. En este caso el auge durará más, pero debe terminar en una nueva depresión; por supuesto, una reducción de la tasa de interés o del impuesto al ingreso no elimina las fuerzas que generan fluctuaciones cíclicas en una economía capitalista. En la nueva depresión será necesario reducir de nuevo la tasa de interés o el impuesto al ingreso y así sucesivamente. Así, en un tiempo no muy remoto la tasa de interés tendría que ser negativa y el impuesto al ingreso tendría que ser sustituido por un subsidio al ingreso. Lo mismo ocurriría si se intentara mantener el pleno empleo mediante el estímulo a la inversión privada: la tasa de interés y el impuesto al ingreso tendrían que rebajarse continuamente”.

El análisis de Kalecki es correcto. Hasta el 15 de agosto de 1971, las presiones ejercidas sobre los Estados durante las crisis económicas por parte de las grandes empresas privadas desestabilizaban irremediablemente las economías nacionales sobre todo mediante la política fiscal y de tipos de interés. Esa es la razón por la cual en las economías planificadas sin propiedad privada de los medios de producción las crisis económicas no eran tan pronunciadas como en el resto de economías, ya que en las economías planificadas la financiación monetaria directa bastaba para garantizar el pleno empleo permanente.

No obstante, tras el shock de Nixon las cosas cambiaron, ya que los Estados dejaron de estar sujetos a la posibilidad del impago involuntario de su deuda. A partir de ese momento, la adopción de tipos de cambio flotantes garantizaba que todas las deudas de los Estados monetariamente soberanos siempre fueran pagables, ya que dichos Estados no pueden quedarse sin su propia moneda. Por su puesto, eso no significa que el tipo de cambio de todos los países siempre sea el óptimo (sobre todo si un país comete el gran error de contraer deudas en una moneda que no emite de forma soberana) y es verdad que mediante desajustes en la balanza de pagos se pueden crear presiones inflacionarias, pero las deudas siempre son pagables, el default involuntario es imposible.

Lo anterior significa que los dos problemas expuestos por Kalecki pueden ser abordados mediante una política de tipos de interés permanente del 0% y mediante niveles de déficit público que garanticen el pleno empleo permanente por ley mediante planes de trabajo garantizado basados en las reservas de estabilización de empleo, tal y como propone la teoría monetaria moderna.

Por consiguiente, el shock de Nixon de 1971 (en plena efervescencia del eurocomunismo) dio lugar a un momento Kalecki en el que la aplicación consecuente de la ecuación de los beneficios habría permitido la transformación socialista del Estado por medios democráticos, parlamentarios y pluripartidistas como los defendidos por Carrillo en su libro. Los partidos comunistas habrían podido establecer una “economía de metas” que, más allá de la existencia o no de empresas privadas, habría permitido el acceso universal a los derechos sociales defendidos por el socialismo.

Un esquema como este habría permitido un paso al socialismo en el occidente europeo que habría evitado el anquilosamiento del marxismo-leninismo que, en mi opinión, Carrillo detectó correctamente. A su vez, también habría permitido una regeneración del socialismo en la Unión Soviética y en el bloque comunista. “Las palancas decisivas de la economía” habrían sido puestas en manos de la mayoría mediante la decisión democrática de los niveles de déficit público. La soberanía monetaria permite al Estado comprar todo lo que esté a la venta en su propia moneda. Por tanto, el tamaño del sector público pude ser decidido democráticamente. Si la iniciativa privada deja de cumplir su función social o incurre en maniobras de desestabilización y sabotaje del Gobierno, cabe la posibilidad de que el electorado decida democráticamente reducir o incluso eliminar la iniciativa privada. Si por el contrario, la ciudadanía considera deseable aumentar la participación privada en uno o en varios sectores económicos también puede hacerlo. Este tipo de ajustes formarían parte del juego democrático pluripartidista.

¿Acaso no podemos llamar a esto dictadura del proletariado? Este concepto preocupó mucho a Carrillo. En mi opinión, una democracia como la anteriormente expuesta no solo es una dictadura del proletariado, sino que sería la verdadera dictadura del proletariado, ya que acepta la voluntad popular con todas sus consecuencias, incluida por su puesto la alternancia en el poder. A menudo y con razón, la izquierda critica que en el capitalismo es el 1% más rico de la población el que posee y controla la mayor parte de la riqueza. No obstante, los aparatos de Estado de partido único en la URSS estaban controlados por mucho menos del 1% de la población. Bastó con que Occidente comprara con dólares norteamericanos la voluntad de Mijaíl Gorbachov, Boris Yeltsin, Eduard Shevardnadze, Alexander Yakovlev y de un puñado de golpistas más infiltrados en los servicios secretos soviéticos para que la URSS colapsara. En ningún caso la URSS era una dictadura del proletariado, es decir de la mayoría trabajadora que en el referéndum de 1991 votó libremente por la preservación de la Unión Soviética con un porcentaje del 77,8% de votos a favor. La verdadera dictadura del proletariado es la democracia plena. El papel de las fuerzas socialistas es defenderla mediante los programas de sus partidos, los cuales deberían preservar en primer lugar el pleno empleo permanente garantizado por ley y luego exponer sus propuestas sobre el tamaño del sector público y sobre el acceso a los derechos sociales. Después debería ser el electorado el que decidiera si prefiere las políticas de pleno empleo o si por el contrario no las desea. En mi opinión, el trabajo garantizado solo tendría que ganar una vez. Después ocurriría como con la sanidad o la educación universales, sus efectos beneficiosos serían tan evidentes que la derecha tendría muchísimos problemas para acabar con él.

En la actualidad, son las oligarquías exportadoras las que siguen sosteniendo propuestas políticas de capitalismo salvaje como las reflejadas por Marx. Creo que muchos de los empresarios cuya actividad se encuentra centrada en el mercado interior de los países comprenden o pueden llegar a comprender que las políticas de pleno empleo y de protección social son beneficiosas para el conjunto de la economía, incluidos ellos mismos, ya que los déficits públicos estimulan el consumo y el crecimiento. Sin embargo, las oligarquías exportadoras que diseñaron la UE y el euro son inmunes a este tipo de razonamientos. La izquierda debería tener como objetivo arrebatar a esta oligarquía el control político que actualmente ejerce en Europa. Los intereses de la oligarquía exportadora son los opuestos a los intereses de la mayoría. Cuando D’Alema dice que un país como Italia no puede competir con países como Brasil o India está confundiendo los intereses de las oligarquías exportadoras con los intereses de la mayoría trabajadora. Los Gobiernos no necesitan financiar sus políticas mediante los fondos ni los impuestos recaudados a las oligarquías exportadoras. Un país como Italia estaría en muchas mejores condiciones que India o Brasil a la hora de garantizar el pleno empleo y el acceso a los derechos sociales de su población si recuperara la soberanía monetaria. Eso es lo que le debería preocupar a D’Alema, no los intereses de las oligarquías cuyo único objetivo es exportar más, es decir, cuyo único objetivo es que el trabajo y los recursos nacionales sean disfrutados por otros países. Las oligarquías exportadoras industriales del norte se han aliado con las oligarquías exportadoras turísticas del sur (en definitiva, el turismo también es una manera de permitir que sean consumidores de otros países los que disfruten de los recursos nacionales) para arrebatar a los Gobiernos democráticos mediante la UE y el euro la posibilidad de llevar a cabo políticas de pleno empleo y de bienestar social. Es hora de que las fuerzas socialistas de toda Europa se alíen para recuperar la soberanía monetaria de sus países que permitiría dar lugar a un nuevo momento Kalecki como el que se produjo en 1971.

Euro delendus est

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