De Putin no es santo a Putin es Satán (II)

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(Viene de la primera parte del artículo).

Imaginemos a un reo de muerte que, mientras sube las escaleras del cadalso, tropieza y advierte a sus verdugos: «por favor, arreglen los peldaños de esta escalera, alguien podría matarse».

Así de surrealistas parecen los europeos que nos previenen de la maldad del imperialismo ruso, más aún cuando las advertencias vienen de parte de políticos de la supuesta izquierda. Resulta esperpéntico que diputados progresistas señalen el peligro del imperialismo allende los Urales y, en cambio, no señalen al imperialismo norteamericano que se sienta cada día a su lado en las mesas donde se decide el futuro de los europeos.

En la entrada anterior de esta columna se cuestionó la teoría de una pugna entre imperios en el conflicto de Ucrania, pues, siguiendo los esquemas del análisis leninista sobre el imperialismo, puede afirmarse que Rusia no es imperialista.

Aunque Rusia es un país capitalista y posee un considerable poderío militar, pues está permanentemente acosado por la OTAN, no forma parte del peligro imperialista que despedaza a su voluntad a legítimos gobiernos de todo el mundo. En lo que se refiere al exterminio y saqueo de países enteros, Rusia no sólo se encuentra muy por detrás de los Estados Unidos sino incluso de Gran Bretaña o Francia.

Como se dijo en la entrada previa, la actitud equidistante de esa izquierda que tras cada crítica a la OTAN se veía impelida a añadir «pero Putin tampoco es santo», ha servido como soporte al imperialismo norteamericano en su actual decadencia. No sólo por la falsedad del análisis geopolítico sino por otros dos motivos: la rusofobia y la ocultación de los verdaderos motivos (económicos y de clase) a los trabajadores europeos.

La rusofobia y las libertades individuales.

Si recuerdan, hace unos meses la noticia más discutida en medios y redes fue el alboroto producido por unos videos filtrados de la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin. Durante semanas el debate en la opinión pública se enfocó en el derecho a la diversión y a la alegría.

Sanna Marin llegó a necesitar una comparecencia pública para reivindicar su «derecho a la alegría y la diversión». No mencionó en ella el derecho de sus paisanos a decidir en referéndum la entrada en la OTAN, o los derechos humanos de los presos del PKK.

Casualmente en el mismo tiempo se preparaba la entrada de Finlandia y Suecia en la OTAN. Pese al peligro de la escalada de tensiones que eso significaba, la propuesta de adhesión fue ratificada por la absoluta mayoría del Parlamento de Finlandia. Además, tanto Suecia como Finlandia desestimaron la celebración de un referéndum.

La adhesión a la OTAN necesita el trámite de la confirmación de los demás países miembros. Algunos aceptaron de inmediato, caso de España. Turquía, sin embargo, se acogió a su derecho a veto. ¿El motivo? Erdogán exigía a los solicitantes el compromiso de «plena cooperación». Esto es, levantar las limitaciones para la venta de armas a Turquía y la extradición de unas 20 personas presas en estos países por su vinculación al PKK, Partido de los Trabajadores del Kurdistán.

Puede ser este un ejemplo perfecto de la manipulación de la opinión pública. Los derechos de las mujeres jóvenes a divertirse y estar alegres preocuparon entonces en cuanto aportaban un rédito económico o político.

Históricamente, para justificar las guerras se ha fomentado el odio hacia el enemigo, mediante la inducción de prejuicios y sentimientos de rechazo. Si antaño era para convencer del envío de tropas al frente, hoy es para que los enormes gastos militares y los recortes de la UE no encuentren rechazo entre quienes pagan las consecuencias, los trabajadores europeos.

La rusofobia que pretenden inculcarnos, que se extiende en un largo historial por el rechazo a la URSS, pasa desde la censura a todo lo que signifique la cultura rusa hasta la atribución de las peores cualidades sociales hacia el pueblo ruso. Por ejemplo, la homofobia.

¿Existe la homofobia en Rusia? Por supuesto que sí. Pero del mismo modo por desgracia existe en muchas otras partes del mundo.

En Ucrania se promulgó en 2012 una ley que pretendía proteger a la infancia de las posibles «agresiones de la población LGBT», similar a la normativa de la Administración de Putin, tan cuestionada, quien se justifica en la defensa de los valores «tradicionales». Antes de aprobarse la ley, una encuesta a la población reflejó que el 80% de ucranianos aprobaba la prohibición de «propaganda homosexual» y se persiguió a quienes organizaran actos en su contra.

La ocultación de los verdaderos motivos a la clase trabajadora europea.

Los incitadores de estas campañas, en lo referente a asuntos con tintes peyorativos como la homofobia, la desigualdad de género o los daños al medio ambiente, enfocan todo su interés hacia países no alineados con la OTAN como la propia Rusia, Cuba o China. En otros países quizás existan problemas de ese tipo, pero no aparecen en los medios, ni se hacen series en Netflix sobre ellos, ni los artistas famosos denuncian su existencia.

La demonización de Putin o la rusofobia cumplen una función: pelear la batalla retórica por el relato, que recorre una vía paralela pero no menos importante a la actualidad del conflicto en Ucrania. Del mismo modo que la UE habla de paz y a la vez no cesa de aportar miles de millones en armamento, los mandatarios europeos parecen empeñados en arrojar más madera a la crispación contra Rusia en la opinión pública, pese a que aseguren que sus voluntades son pacíficas.

En realidad, a los responsables de la OTAN les importa tanto la paz mundial como los derechos de los homosexuales, las cuestiones de igualdad o el ecologismo. Su pacifismo es un decorado, una máscara. Más bien parecen interesados en provocar una guerra a nivel mundial, si con ello logran mantener los intereses económicos del bloque aliado a EEUU.

Biden, Macron, Scholz y Sánchez ponen caras de preocupación en la pasada reunión del G20, por la explosión de misiles en Polonia. Primero atribuidos a Rusia, se supo después que eran misiles de Ucrania, aunque «lo importante-dijeron los mandatarios- es señalar que la culpa final es de Putin».

De una manera ajena a cualquier análisis materialista, achacan decisiones del calado de un conflicto bélico a las veleidades o caprichos de un mandatario, como Putin; o atribuyen su solución a lo que puedan decidir los presidentes de los países de la Alianza Atlántica, como si estos no estuviesen supeditados a la dictadura de los índices bursátiles en los que participan las multinacionales del gas o del petróleo o del grano o los medicamentos o cualquier otro negocio lucrativo.

Asimismo, desdeñan cualquier intento de lógica dialéctica que asimile, en su totalidad, la profundidad del asunto, que esconde la pugna entre el bloque aliado a EEUU, occidental, y el resto de países entre los que se encuentran potencias ahora dominantes como China o la propia Rusia, que se conectan con Asia, África o América Latina.

El mes pasado, el sindicato CGT en Francia dio una fantástica orientación sobre las verdaderas repercusiones de la guerra y sobre quiénes las están pagando y van a pagar. Durante la huelga de las refinerías francesas, que bloqueó al país entero y puso en jaque al ejecutivo de Macron, una diputada de su partido llegó a declarar que la CGT estaba «haciendo rehenes a los franceses», en referencia a que «una minoría» ponía en jaque a todo el país realizando una huelga en un sector de trascendencia.

En una declaración memorable, Olivier Mateu, secretario general de la CGT, contestó a las acusaciones de la diputada del siguiente modo: «Nosotros no somos secuestradores. Nosotros no vendemos armas a nadie, no desencadenamos un conflicto armado en ningún lugar del mundo«.

De ahí la necesidad que tiene la OTAN en culpar de Rusia. Si la clase trabajadora europea no estuviese ofuscada por el atosigamiento mediático de la propaganda anti rusa, podría apreciar con claridad que los precios están subiendo mientras las grandes compañías que cotizan en Nueva York siguen acrecentando sus enormes beneficios.

Observarían que, en plena crisis y con millones de parados y europeos en situación de pobreza, se dedican miles de millones a alimentar la guerra. Y comprenderían, finalmente, que quienes dicen ostentar su representación política -sus propios mandatarios- en realidad son traidores de la soberanía popular y están vendidos a los intereses de las grandes empresas afines a la OTAN.

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