Se ha abierto el necesario debate sobre la privacidad – o la falta de ella – a consecuencia de las opiniones que circulan en el sentido de requerir una identificación real para el alta de una cuenta pública en redes sociales. La indignación, como siempre que avistamos una medida que nos recuerda al Gran Hermano social en el que estamos inmersos, se ha disparado y el recelo sobre la privacidad propia ha aflorado con clandestinos instintos.
El detonante han sido las declaraciones del fiscal de sala contra los delitos de odio y discriminación quien, al calor de las bondades emitidas por decenas de relevantes tuiteros que orbitan alrededor de la ardillita revoltosa a raíz del trágico asesinato del niño Mateo, sugería varias cosas:
- Que quien haya cometido delitos de odio no pueda registrarse en una red social
- Que todos los usuarios estemos «debidamente» identificados
- Que cuando una autorización judicial lo requiera, se facilite la identidad real del malhechor deslenguado
Más allá de la salsa rosa política en la que se convierte cualquier debate, con sus folclores y su estrechez de miras correspondientes, con la alteración de la realidad propia de todo tuitero que se precie: hay quien se cree José Antonio Primo de Rivera, hay quien cree que Dios le ha enviado en una misión especial a la tierra y nos lo hace saber por Twitter, también quienes creen que forman parte de un complejo entramado para hacer caer todos los elementos que mantienen el pie al actual Régimen del 78 y, por supuesto, también están quienes se dan tanta importancia como para sospechar que sus mordaces opiniones son el quebradero de cabeza de todos los servicios de inteligencia del occidente capitalista. Como decía, más allá de todos estos elementos que distorsionan un necesario debate, las medidas propuestas son un ejercicio de maquillaje semi-autoritario que no añade, en el fondo, nada más – y nada menos – un recordatorio de que vivimos bajo una serie de normas que deben ser cumplidas si no queremos recibir un castigo severo, como convertirnos en unos ciberparias condenados al ostracismo de las redes sociales.
De lo propuesto por el fiscal y que partidos como el PP o incluso el Secretario General del PCE, Enrique Santiago, han visto con buenos ojos, debemos preocuparnos especialmente por las consecuencias de la identificación real y pública.
Que nuestros nombres y apellidos estén expuestos en redes sociales no debería de ser nunca más que una opción individual por una sencilla razón: quienes puedan ver vinculado su nombre a una actividad sindical o relacionada con la organización en centros de trabajo también puede ver afectado su medio de vida más todavía de lo que se ve afectado cuando se realizan ese tipo de actividades. Sólo ingenuamente o de manera traicionera podría pensarse que esta medida ayudará en alguna medida a que la libertad de expresión pueda ser ejercida de una manera próxima al término.
Todos sabemos que la libertad de expresión es una conjunción de palabras preciosamente rimbombante y queda de perlas en una constitución, pero no nos podemos llevar a engaño: cuando nuestro medio de vida se puede ver amenazado por expresar una opinión (y bien sabemos que puede ocurrir y ocurre) antes ocultaremos o modificaremos nuestras opiniones que nos arriesgaremos a perder nuestro medio de vida.
Como todos los presupuestos liberales de nuestra democracia, la aplicación real de nuestros derechos y libertades están profundamente subordinados al condicionante económico. Enmascarar nuestra identidad nos puede permitir expresar que queremos nacionalizar la banca si somos empleados de banca sin temor a represalias. Es burlar, en una medida muy sencilla, el condicionante económico que pesa sobre la expresión de nuestra conciencia política. Y este es el debate que debería estar abierto, lo que realmente debería preocuparnos en el corto plazo respecto a la pérdida de derechos.
Sin embargo, el foco se ha desviado hacia otra cuestión mucho más compleja de resolver y que ni siquiera estamos preparados para abordar. Quizá por eso pueda haber cierta premura para que se legisle más sobre el tema y nuestra vulnerabilidad sea mayor: pillarnos a destiempo. Por otra parte, sería bastante ridículo que la clase dominante esperase a que el destacamento de vanguardia, el elemento orgánico consciente de la clase trabajadora, fije una posición sobre el tema porque es probable que nos aguardasen décadas de vacío legal.
El foco, decía, se ha puesto sobre la privacidad y la vulneración a la nuestra propia que supondría la identificación mediante DNI en nuestras queridas plataformas sociales. La histeria se ha apoderado de nosotros y algunos ya se ven en la parte de atrás de un furgón por tuitear que Amancio Ortega ha amasado su fortuna a base de trabajo esclavo. He de reconocer que me solivianta cuando nos sentimos atravesados por la Historia y, ignorantes de nuestra actual insignificancia, tuiteamos borrachos de analogías pasadas.
Me niego a creer que quienes estamos registrados en la red social Twitter o en Instagram y tenemos una cuenta de Gmail que hemos vinculado a absolutamente todas las empresas privadas con las que nos desenvolvemos en el día a día estemos de verdad preocupados porque se nos pida el DNI. Llevamos más de una década con nuestra alma vendida a personajes como Elon Musk, a empresas multinacionales norteamericanas como Meta. Ya poseen nuestros datos y eso es lo verdaderamente preocupante.
Nuestro móvil, el pc de casa e incluso nuestro propio reloj han servido de intermediarios para el regalo de absolutamente todos nuestros datos y, también, de todos los aspectos de nuestras vidas: nuestro nombre y apellidos, DNI, cuenta bancaria, dirección, puesto de trabajo, frecuencia cardíaca, horario de sueño, los días que menstruamos, gustos culinarios y viajes soñados están en conocimiento de grandes multinacionales que operan en nuestro país, obligan a promulgar leyes y también a modificarlas, modulan la opinión pública e introducen o fomentan los temas que serán objeto del debate político.
¿De verdad lo que nos preocupa de nuestra privacidad es tener que introducir el número del DNI? El debate debe ir mucho más allá. No podemos proponer un retroceso en la historia, las redes sociales han llegado para quedarse, para desarrollarse y para crecer con nosotros o sumirnos en el infierno. Cualquier opción individual que opte por abandonarlas puede ser noble, pero nunca una opción política para cualquier partido que pretenda ser algo más que una rémora con su diente hincado parasitando el lomo de cualquier estrella del momento. Ser recelosos de nuestra privacidad pasa también por saber moverse en un mundo en el que la comunicación, tanto la interpersonal como la de los medios de masas, ha cambiado para siempre, por comprenderlo y explotar tantas ventajas como el desarrollo tecnológico nos pueda ofrecer.
Defendernos de la forma en la que en el mundo capitalista al servicio de EEUU, no sólo políticamente, sino también – como vemos – a nivel comunicativo y social, nos relacionamos pasa por entender que el cuestionamiento debe ir mucho más allá de la identificación a través de nuestro DNI.
No hay fórmulas mágicas ni estamos preparados para, en el corto plazo, poder defendernos de aquellos que lo saben todo sobre nosotros. Si hay una conclusión que merece la pena sacar es poner en valor la importancia que tiene, en un mundo que evoluciona a marchas forzadas, ser capaces de construir una inteligencia colectiva capaz de afrontar esta realidad, digerirla y actuar sobre ella antes de que nos arrolle, traduciendo en acción política real toda la profundidad de su reflexión.