El vicio de la idolatría

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Es muy sencillo abandonar toda responsabilidad y ampararse en ególatras que, si pudiesen, esculpirían sus rostros en los picos de Europa, como si de George Washington o Abraham Lincoln se tratase. Este tipo de relaciones tóxicas, que quizá algún sociólogo -e incluso algún psicólogo- podría analizar mucho mejor que yo, entre ídolos e idólatras requiere de las más grandes dosis de acriticismo y también de un buen arsenal mediático dispuesto a construir una verdad que consuele a quienes, en medio de la orfandad ideológica y de la pobreza intelectual, necesitan un nuevo dios al que adorar.

No quiero ser terriblemente destructivo con los idólatras, puesto que –en última instancia– son víctimas de todo un proceso histórico de erosión de las ideas y de toda una serie de ítems mediáticos que han ido esculpiendo la imagen del ídolo. Si alguien merece ser tachado de ídolo en este país y en este momento es Yolanda Díaz. Diré que, aunque el término resuene positivamente en nuestro aparato auditivo, lo empleo de la manera más destructiva posible: consciente de daño se ha infligido en nombre de falsos dioses (puesto que no los hay verdaderos) a lo largo de la Historia y en la actual vía muerta de la historia.

No pretendo que nos espolsemos nuestro granito de responsabilidad en que esto sea así, pues a su vez el ídolo es consecuencia y causa, las dos caras de una misma moneda. En medio de un paradisíaco lugar, con preciosos manantiales, no veríamos en el horizonte ningún oasis. Lo cierto es que la historia nos requiere dispuestos a la peor de las tesituras, armados ideológicamente para prevenir la peor de las derivas y, si llega, para superarla.

Es probable que la impotencia fruto de un trabajo mal hecho nos haya traído hasta este desierto; la vieja costumbre de tomar atajos, de entregarnos a vías rápidas que nos proporcionan las dosis necesarias de adrenalina (electoralismo) que de vez en cuando necesitamos. Pero ningún maestro del piano se forja sin horas y horas de tediosa técnica; y los dedos del movimiento comunista en España se han ido fracturando uno a uno, teniendo como resultado que el insoportable aporreamiento de la pianola de los nuevos ídolos nos parezca una deliciosa melodía llamando a la revolución.

Así tenemos que primero trajimos el desierto, más tarde esculpimos al ídolo -convirtiéndonos en idólatras– y ahora bailamos al son de la pianola escacharrada de una revolución interpretada desde el Consejo de Ministros.

Pero ¿cómo esculpimos al ídolo?

El ídolo no caminó nunca con nosotros, aunque lo viésemos a nuestro lado entonando las mismas inflamadas canciones que nosotros. El ídolo se ha ido forjando poco a poco, desde la indisciplina y el rechazo a ser una más entre el rebaño de idólatras; para ello se ha valido de centenares de minutos en televisión, de polémicas vacías que lo iban situando sobre el resto de mortales, de titulares que nunca llegaron a ser (derogaciones de reformas laborales, subidas salariales, acabar con la subcontratación, reducciones de jornada…) y trago a trago, despacio pero sin detenerse en su camino, ya estaba situado el ídolo sobre nosotros, condenando a quienes renegaban de él a ser amigo del diablo (la ultraderecha) y, por tanto, a vivir en el infierno del estigma, del silencio. Mientras, los idólatras viven odiándose a sí mismos, odiando la conciencia de quienes dicen ser, odiándonos a quienes hemos decidido retratar el carácter enemigo de los ídolos y del vicio de la idolatría.

No he venido a dar en este artículo recetas sobre cómo derrocar a los ídolos e iluminar a los idólatras, pues estoy convencido de que vivimos un proceso necesario, no por ello indoloro, del que saldremos fortalecidos; un proceso en el que agudizaremos, formándonos, la astucia, la capacidad de criticarnos y aprender de la experiencia; un proceso en el que, tras el largo tránsito por el desierto, llegaremos al lugar dónde debemos estar.

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