Extraño en el mundo

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He vuelto de una concentración en solidaridad con el pueblo palestino dando un paseo por el centro de Madrid hasta mi coche y es toda una experiencia adentrarse en los paisajes que nos ofrecen las calles madrileñas, porque quizá ese sea el mundo en el que ya estamos.

Momentos previos a la concentración, en la céntrica Puerta del Sol y después de caminar un rato, me senté a descansar en unos bloques de granito situados en medio del gran desierto en que se ha convertido la concéntrica Plaza que algún tiempo atrás albergó, aparte de campanadas, tantas otras historias. Junto a mí, dos jubilados charlaban y se daban a conocer: uno había sido camarero en varios sitios al parecer importantes, había llegado a Madrid con 17 años y “poco a poco fue creciendo”, hoy vive en Tirso de Molina y “pone el cazo el 24 de cada mes”, asegura que se lo ha ganado y cuando se aventura a opinar del paisaje que tenemos ante nuestros ojos le dice a su recién estrenado colega “a nosotros ya nos da igual, nos quedan dos telediarios”. El otro paisano empezó a trabajar en el 69 y fue churrero, camarero y “muchos otros trabajos más”, hasta que consiguió ser taxista y empezó a vivir (dice él). Mi papel en esa conversación fue poner la oreja, que es mi vicio inconfesable preferido, sintiendo como un viejo mundo estaba muriendo y como otro iba a nacer (a las 20h empezaba la concentración para protestar contra ese nuevo mundo) y en medio decenas de turistas hacían toda clase de excentricidades que, aunque no sé si Gramsci se refirió a ello en la cita que ahora destrozo, representaban muy bien el claroscuro en el que nacen los monstruos.

Me sentí espectador de una clase magistral de arqueología social: a mí lado dos esforzados trabajadores con décadas de sacrificio a sus espaldas contemplaban el ambiente de una ciudad que habían hecho suya con los deberes hechos y el cazo listo, como tiene que ser, para cobrar una más que merecida pensión. Dos profesiones que hoy se ven amenazadas, una por la rampante precariedad laboral que somete a sus trabajadores y la pasividad de los gobiernos para perseguir la piratería empresarial y la otra por modelos de negocio que han supuesto un terremoto legislativo y amenazan con exportar su filosofía liberal frente a cualquier legitimidad estatal para hacerles frente.

Además, cosa curiosa también fue su forma de hablar de la ciudad como si de un pueblo se tratase, incluso encontraron conocidos en común en los dueños de un bar de la zona de Tirso de Molina. No recuerdo el nombre del bar, pero “el dueño es viejo, pero aún no se ha muerto”.

Por no desviar aún más el foco de atención de lo que ocupa estas pesadas líneas, me adentré en la concentración. Me sorprende siempre el ambiente distendido de este tipo de actos. Yo estoy realmente consternado por lo que está ocurriendo en Palestina, donde asistimos en directo a la situación más asfixiante en la que una población pueda encontrarse. Pero no sólo por ese hecho, sino por lo que el hecho podría significar para todo el mundo ante la posibilidad de la intervención de terceros países (y la consiguiente escalada del conflicto) o la masacre todavía mayor de un pueblo, un punto de no retorno en nuestra capacidad como sociedad de contemplar todo tipo de miserias y tragedias sin siquiera levantar una ceja. No digo que yo estuviese más consternado que nadie en la concentración, posiblemente incluso estuviese menos que muchos manifestantes que podrían tener vínculos familiares o arraigo en el territorio asediado, simplemente no podía dejar de pensar en lo que realmente sucede cuando no tienes un hogar al que volver ni una familia en la que refugiarte.

Durante el transcurso de la misma me llamó poderosamente la atención otro hecho: había 4 ó 5 cámaras de televisión y todas enfocaban hacia un mismo plano. Unos chavales que apenas superaban la mayoría de edad, árabes, cantaban unos a hombros de otros con banderas de Palestina o Siria en la mano, alimentados a su vez por la excitación lógica de encontrarse ante semejante foco mediático. Y yo, que estaba en la espalda (bastante alejado porque no me gusta sentirme parte del tumulto protagónico) reconocía la escena de otros fragmentos de reportajes en televisión y llegué a la conclusión de que los medios esperaban el plano que les confirmase la caricatura que ellos mismos habían dibujado para que el trazo fuese sobre ella aún más decidido.

Mientras esto ocurría, se perdían la ocasión de preguntar a gente sin duda interesante y que tendrían contenido que aportar pero cuya actitud no era digna de destacar ante una cámara. Estaba rodeado de familias palestinas, si hubiese tenido una cámara y un micro no hubiese desaprovechado la ocasión.

Acabó la concentración y yo me marché, apenas 50 metros fuera de la zona de protesta, iluminada por los colores de la bandera de Israel reflejados en el edificio de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, el ambiente era otro distinto y los visitantes continuaban con sus excentricidades y también demasiados lugares comunes.

Hubo una imagen que me golpeó cruelmente. Saliendo de la Puerta del Sol, en el pollo de la ventana de una librería bastante interesante, una familia alemana vestida de flamenca en su totalidad (compuesta por un padre, una madre y dos hijas, se comían un yogur helado). Quizá mi cerebro tenga cierta tendencia a la dramatización, pero vi demasiado resumida la imagen de España en esa escena que una familia alemana me había regalado para rematar mi tarde.

Llegando a la zona de Ópera, vi una fila que se extendía metros y metros, de decenas de personas esperando para recoger comida. (Si alguien cree que hay algo fabulado en mi relato puede pedir documentación gráfica y gustosamente la haré llegar).

En mi trayecto al coche y del coche al hotel en que me alojo, no hice más que darle vueltas a todos los impulsos recibidos que definían tantas cosas. En todo momento me había sentido un extraño y quizá cuando más reconfortado me sentí fue en la conversación entre pensionistas en la que me inmiscuí. Por lo demás, tan sólo había caminado por las calles de una ciudad cuyos escaparates cada vez más glamurosos albergan un mayor número de personas sin hogar y sin un medio de vida digno, gente demasiado consumida e invisible a los ojos de todos. Mientras varios miles de personas se solidarizaban con una nación oprimida y masacrada y advertían del desastre al que se conduce el mundo por culpa de los intereses imperialistas de EEUU, una familia de alemanes comía helado disfrazados de flamenca a los pies de una librería.

¿Hay acaso un ejemplo mayor de la enfermedad que el capitalismo ha utilizado para mantenernos inertes a través del consumo?

Quizá haya enfermado yo más que nadie con este mal que contemplo puesto que, pese a tener todas las herramientas para mi propia felicidad, me cuesta ser y mantenerme alegre en un mundo artificioso mientras la mayor parte de él se juega su futuro en guerras promovidas – digámoslo sin miedo – por intereses económicos o geopolíticos, de EEUU. Y, además de eso, la UE mantiene debates totalmente alejados de la realidad, a la vez que manda miles de millones en armamento para mantener abiertos estos frentes en los que decenas de miles de soldados mueren o se alinea con regímenes atroces como el israelí. Es muy delgado el hilo que todavía sostiene el jardín francés en el que parte de la clase trabajadora europea vive, aunque no seamos capaces de verlo y somos precisamente por ello, los propios destructores del mundo que estamos dejando atrás.

Hoy por hoy, cuando la motivación para abordar determinadas cosas es poca, sólo me puedo aferrar a la certeza estudiada sobre las ideas que son las que me mantienen en pie y a la vez, me desesperanzan sobre toda posibilidad de que nuestros ojos contemplen derruirse un mundo que ha dado la espalda a la subida de precios de la alimentación, generando colas interminables de hambrientos, a la falta de vivienda, poblando los escaparates de personas desposeídas, sin hogar, a la promoción por parte de nuestros gobiernos de guerras imperialistas que provocan miles y miles de muertos, dando paso a movilizaciones ignoradas, un país que es su caricatura, ofreciéndonos escenas de alemanes vestidos de flamenca sobre refinadas librerías y a toda una masa que ha decidido abrazar lo superfluo frente a lo material.

Soy extraño en este mundo.

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