Se acabó la diversión en la Fiesta del PCE

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A pesar de encontrarme todavía dentro de esos años en los que sigues teniendo descuento en el cine por tener el carnet joven, he vivido unas 10 ediciones de la Fiesta del PCE y he visto su evolución hasta el momento actual. No voy a personalizar ninguna crítica, aunque creo que en una organización política que dice regirse bajo la ordenación propia del centralismo democrático los hechos vienen motivados por decisiones que, si bien asumidas o emanadas del conjunto de la militancia, son responsabilidad de aquellos cuyos nombres y apellidos tienen acompañado un cargo que, para más señas, suele tener la denominación, precisamente, de «responsable».

No creo que cualquier tiempo pasado fuese mejor, aunque sí hemos perdido muchas cosas que nos mantenían cerca de aquello que debemos ser colectivamente. Por ejemplo, que los responsables se hagan cargo de sus áreas de responsabilidad, que exista una rendición efectiva de cuentas (y no paripés precocinados cuya conclusión conocemos antes de iniciar el propio proceso de escrutinio) y que los mindundis como yo no hayamos llegado a un nivel de hartazgo tal que la petición de cuentas siga siendo una inquietud a trasladar por pura inercia, no por el convencimiento de su efectividad. Como digo, los mindundis y los hartos haremos tal ejercicio dónde corresponda, pero no con la confianza necesaria de que reconozcamos nuestros errores (los errores y los aciertos son colectivos) y seamos capaces de pulirlos y eliminarlos, en caso de ser preciso. También quienes pedimos cuentas tenemos que estar dispuestos a darlas. De hecho, una socorrida forma de sacudirse la responsabilidad es argumentar que el que te las pide tampoco es el hombre nuevo y su militancia está llena de fallos.

Efectivamente, todo es cierto. No somos los militantes ejemplares que la bandera roja un día alumbró, pero hay una enorme diferencia entre ser todo lo bueno que Lenin esperaría que fuésemos y actuar como un sarcoma para una organización. El militante, para redimir sus pecados, puede tirarse de lo alto de un campanario o comparecer ante un órgano, flagel en mano, para ampollarse la espalda con la disciplina y hacer las delicias del mindundi de mayor rango. El que actúa como un sarcoma debe ser extirpado del organismo cuanto antes a no ser que esté dispuesto a actuar benignamente.

Este preámbulo lo establezco para que si algún acusica lee estas líneas sepa que yo estoy dispuesto a saltar de cabeza desde el campanario para perdonar mis pecados si, a cambio, puedo proceder a extirpar el tumor.

Pero lo mollar de la cuestión, que no es otra cosa que aquello que nos preocupa y mucho (convendremos en que todos estamos unidos por la preocupación del momento), son los duros síntomas que pudieron vivirse en el ambiente de lo que un día fue el mayor evento político y lúdico del país. Donde otros años había un lunes post-fiesta de auténtica resaca emocional y las pilas se sentían lo suficientemente recargadas como para ser ese «militante ejemplar» que mencionaba antes, este año hay una fría oquedad de la que es difícil desprenderse.

Esta sensación, terrible donde las haya para quienes trabajamos en el seno de la organización durante todo el año, viene propiciada – ni más ni menos – por la acción del propio Partido que hace muchos años decidió erosionarse internamente en lo que más tarde se ha vendido como un ejercicio de generosidad en pro de la unidad electoral pero que, en la práctica, ha supuesto un proceso de acomodación de nombres propios en puestos institucionales y orgánicos a cambio de un vaciado ideológico y organizativo muy difícil de asumir y compartir y que ha alejado mucho la realidad de la organización de aquello que uno espera cuando rellena la ficha de afiliación. Yendo más allá, si todo lo que nos ha traído aquí hubiese sido fruto de errores de análisis del conjunto de la organización estoy seguro de que muy pocos veríamos un problema avanzar desde el reconocimiento de que hemos errado el análisis y la ejecución del plan ha salido regular. El problema es que los hay empecinados aun cuando no quedan ni los palos del sombrajo (literalmente) y los hay muy pocos dispuestos a entonar el mea culpa e irse a casa a realizar meditación trascendental y contemplar como sus sucesores aciertan y se equivocan.

Quizá por la apatía que últimamente me generan las arengas inflamadas, por lo poco que me las creo, pude observar el mitin central de la fiesta como una persona que acaba de enterarse de que sigue existiendo el Partido Comunista y decide curiosear la escena. Con esos ojos y no con el de quien se sabe el guion de memoria y conoce al elenco como si lo hubiese parido, fue verdaderamente dantesca. La sensación de vacío, la escenificación forzosa de la joven guardia a la que se le da mejor trotar al compás del metrónomo electoral que animar el cotarro, la inevitable percepción de que todos y cada uno de los que estábamos allí tenemos en mente muchas cosas y pocas que tienen que ver con el caldo primigenio de nuestra organización como comunistas: hacer la Revolución…

No sé si el momento actual es lo que precisan los tiempos y lo vivido este fin de semana nos sitúa en un estadio superior de la organización obrera o nos acerca un paso más para despojar a los elementos al servicio de la moqueta de sus responsabilidades, pero me pregunto si estamos recorriendo el camino con la inteligencia adecuada para que, una vez hayamos devuelto a la senda al Partido pródigo, el resto del rebaño siga esperando pacientemente a que vuelva la diversión a la histórica Fiesta del PCE.

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