El día 3 de diciembre se celebra el Día internacional de las personas con discapacidad. Es una fecha donde las instituciones hacen actos, los partidos políticos lanzan promesas de inclusión y de medidas que facilitarán la vida a los cuatro millones de personas con discapacidad que viven en nuestro país. Sin embargo, os cuento la verdad, para ese día muchas madres de menores con discapacidad ya estamos cansadas.
El comienzo de curso genera incertidumbre.
Las madres sospechamos que nuestros hijos e hijas no tendrán los recursos que necesitan con mucha probabilidad. No estamos tranquilas. Para esta fecha, muchas madres ya sabemos que nuestras criaturas no tendrán el apoyo de un monitor sombra, ni habrá enfermera escolar, o no tendrá el apoyo de un maestro/a de audición y lenguaje. Es posible que la monitora (PTIS en Andalucía) haya cesado y entre personal nuevo, desbaratando el trabajo hecho. Es posible que te hayan denegado la beca escolar.
Otras madres, de niños y niñas un poco más mayores ya conocen la historia y directamente se rinden a la evidencia: se conforman con lo que hay y tiran adelante como pueden. Saben que se conculcan derechos, pero están cansadas de hacer escritos que no llegan o lo hacen mal y tarde; u obtienen una respuesta del tipo “lamentamos las molestias, pero es lo que hay”.
Nos ponen obstáculos para trabajar con flexibilidad.
Fuera del ámbito escolar, muchas madres sufren precariedad y pobreza. Tienen que dejar sus trabajos porque las prestaciones por reducción de jornada que existen se las deniegan abocándolas a largos procesos judiciales como le ha ocurrido a la madre de Marta, una niña con discapacidad de más del 65% y un grado III de discapacidad, el máximo posible. Sospecho que existe un prejuicio sobre la mujer de que “cuidar es no hacer nada, estás en tu casa tan ricamente, no hay motivos por los que no puedas ir a trabajar”.
Las madres que cuidan de menores con discapacidad tienen que atender crisis epilépticas, situaciones de riesgo como que el niño o la niña se meta un objeto en la nariz, neumonías graves, largas hospitalizaciones, visitas a urgencias, a especialistas… por otro lado, nos convertimos en el asistente personal de nuestro hijo o hija dándoles de comer, cambiándoles pañales, bañándoles, vistiéndoles aunque no sean bebés; por lo que la flexibilidad laboral es muy importante, y las empresas no lo entienden, ni las mutuas que gestionan las prestaciones que facilitan la reducción de jornada por enfermedad grave. Esta pobreza y precariedad afecta a los menores, puesto que merma la posibilidad de ir a terapias para mejorar la calidad de vida, porque, además, las terapias no están cubiertas por la seguridad social.
Las terapias nos las pagamos de nuestro bolsillo.
En Andalucía la realidad es que la atención temprana tiene largas listas de espera. Recuerdo que cuando yo la solicité para mi hija me dijeron que tenía que esperar un año y no fue un caso aislado. Eso no es atención temprana, sino tardía. Es un abandono. Además, la atención temprana está limitada a una o dos sesiones de cuarenta y cinco minutos, insuficiente cuando la criatura tiene varias áreas afectadas como la motricidad, el lenguaje, los sentidos, la deglución, la cognición… Cuando alcanzan los seis años les dan el alta en Atención temprana y las familias tienen que pagarlo de su bolsillo como denuncia la Plataforma de Atención Temprana de Andalucía. Así que nos vemos a familias empobrecidas, pero con una gran carga de gastos. No me lo invento yo, lo dice Unicef en su informe Estado mundial de la infancia. Niños y niñas con discapacidad, de 2013.
Los entornos no están adaptados para la vida diaria.
A medida que crecen es más difícil hacer una vida normal en la calle. No hay baños adaptados para personas sin control postural que requieren camilla y grúa, las familias tenemos que cambiar a niños y niñas con discapacidad en el suelo o en el maletero del coche, es indigno. Los parques no están adaptados, como denuncia Ana Mourelo y muchas madres más. Ni muchos otros lugares. Sencillamente, a medida que crecen, se van quedando en casa. Las familias se recluyen en su hogar o salen por separado si hay otros menores sin discapacidad.
Las madres estamos agotadas.
Las madres somos los pies, las manos y la voz de nuestros hijos e hijas con discapacidad. Somos las madres las que nos quedamos a cuidar a nuestras criaturas, las que renunciamos a los trabajos, al ocio, a la salud física y mental. El 90% de las cuidadoras de menores con discapacidad somos las mujeres. Yo me pregunto, si nosotras caemos, ¿quién cuidará de nuestros niños y niñas con discapacidad? Las madres no deberíamos sacrificarnos tanto porque tenemos derecho a vivir con dignidad. Instituto Magnolia existe para visibilizar nuestra situación y recuperar nuestro bienestar emocional al amparo del artículo 51.1 de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social.
Mi empeño es que las madres no nos quedemos en el anonimato, porque lo que no se nombra, no se tiene presente, y si no estamos presentes, no se nos tiene en cuenta a la hora de otorgar derechos para nuestras criaturas y para nosotras. Se da la paradoja de que ocupadas en el cuidado 24×7 apenas tenemos tiempo ni energías para alzar la voz.