La delicada salud mental de las madres de menores con discapacidad

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«Carola, ya no puedo sufrir más». Fue uno de los mensajes que recibí durante la pandemia de una buena amiga mía que tiene un hijo con autismo. Mi amiga tuvo a su hijo casi a la vez que yo a mi hija. En ese momento no nos conocíamos, pero la providencia querría que nuestros caminos se cruzaran años más tarde.

Su pequeño tuvo un desarrollo normal hasta los dos años, a partir de ese momento, su vocabulario fue decreciendo y las sílabas fueron desapareciendo, dando paso a sonidos ininteligibles. Un niño precioso y ágil donde los haya, con una mirada tierna y de ojos color azul. Su conducta se fue tornando cada vez más difícil, con muchas estereotipias y de complicado manejo, ya que su comunicación es muy pobre. Durante años sus padres han estado invirtiendo mucho dinero en terapias, desde las tradicionales hasta las alternativas, porque cuando un neurólogo te dice que «ya no se puede hacer nada», no hay nada que perder.

Mi amiga apenas tiene apoyo de la familia, la llaman exagerada. El pequeño presenta conductas complicadas, muchas veces se golpea cuando se frustra, y hay que tener mucha entereza para ponerse firme e intentar entenderlo con cariño, pues no dice ni una palabra con seis años que tiene. Así que, nadie quiere quedarse con él, excepto alguna cuidadora pagando algunas horas. Pero resulta que mi amiga tuvo que dejar su trabajo para cuidarlo, puesto que en aquel momento no había ninguna prestación que le pudiera compensar la pérdida de oportunidad de ganar dinero, su familia se empobreció. Se mantienen con el sueldo de su marido, que hace lo que puede trabajando largas jornadas, incluso con varios empleos.

Por este motivo mi amiga se pasa veinticuatro horas cuidando de su hijo, noche y día. Su estado de alerta es máxima, siempre pendiente de que no cruce la calle o haga algo peligroso como tragarse una piedra u otro objeto pequeño que vea. Durante la noche, a veces, la criatura se despierta y deambula, lo que obliga a la familia a levantarse. No es algo puntual, ocurre bastantes veces, por lo que apenas descansan. Por la mañana él tiene que ir a trabajar a la calle, y ella, tiene que seguir trabajando de cuidadora.

Los hermanos del pequeño no están desatendidos, pero evidentemente, no pasan con sus padres todo el tiempo que deberían jugando, yendo al cine, o a una terraza… como mucho van un rato al parque para que el crío pueda correr y columpiarse. Tampoco pueden ir de vacaciones porque los lugares extraños perturban al niño y sufren por las miradas de los demás.

Un día me dijo mi amiga que a veces pensaba que la única forma de descansar era matándose, a su hijo y a ella. Se me heló el corazón, pero yo ya había oído esas ideas a otras madres. La escuché. Le dije que pidiera ayuda. Las ideas suicidas en psicología son comparables a un infarto en medicina, indican una situación de gravedad, pero son un tabú. Ella misma me dijo que era difícil recibir ayuda… Estaba en una espiral: la conducta de su hijo la tiene presa de sus cuidados, nadie puede quedarse con él si no es pagando, pero como lo está cuidando no puede trabajar. Como no tiene dinero tampoco puede permitirse descansar ni tener experiencias reforzantes. La ayuda a la dependencia le da para pagar algunas terapias y nada más, porque el pequeño debe seguir aprendiendo algo tan básico como es prestar y mantener la atención.

Desde hace cuatro años, a través de Instituto Magnolia, asociación para el apoyo psicológico a madres y padres de hijos con discapacidad, imparto un programa para abordar el impacto psicológico de convivir con un menor con discapacidad. Las madres son las que vienen, y algunas, manifiestan estas ideas suicidas porque no tienen descanso o porque no ven futuro para sus hijos, bien porque estos tienen una esperanza de vida muy corta o porque no saben qué será de su hijo o hija cuando ellos no estén. La desesperanza es un factor de riesgo para el suicidio, junto a otros como el desempleo, el duelo y el trauma psicológico de ver cómo el hijo que creías tener se desvanece.

Elaboré una encuesta con la idea de crear un cuestionario que midiera el bienestar de las familias, y la envié a los grupos online de madres y padres de menores con discapacidad. En la encuesta preguntaba, entre otras cuestiones, por las ideas suicidas. Si bien es cierto que esta encuesta adolece de rigor científico por la ausencia de control en la población diana, puede dar una pista de cómo es la situación de las madres cuidadoras, entre las que me incluyo. Veo necesario destacar que uno de cada cuatro progenitores respondió que tenía ideas suicidas, incluso ampliada (incluyendo al menor). Es necesario apelar a la sociedad, concretamente a nuestro sistema de servicios sociales y salud pública, que ayuden a las madres en esta situación. Las mujeres, en este caso madres, somos las cuidadoras principales de menores con discapacidad, nueve de cada diez, dato que, presumiblemente, se confirmó en esta encuesta respondida por 400 personas. Soportamos una gran presión psicológica debido a sus cuidados y al dolor de ver cómo la salud de nuestras criaturas está comprometida.

En los estudios que se pueden consultar en bases de datos científicas como Pubmed, los que han indagado en la situación de las madres, revelan que éstas están abrumadas con la carga de tareas, algo que se ha incrementado con la pandemia.

Quiero terminar proponiendo algunas soluciones que podrían ayudar a las madres de menores con discapacidad. En primer lugar, que las prestaciones sean dignas y se extiendan a todas las cuidadoras principales sin criterios complejos. Que las administraciones contraten más personal de ayuda externa a domicilio que liberen a las madres de los cuidados todos los días durante varias horas. A su vez, que los ayuntamientos y comunidades organicen «respiros familiares» donde las criaturas estén atendidas por profesionales y las madres tengan total confianza en que sus hijos e hijas estén debidamente cuidadas mientras las familias tienen tiempo libre, esto es reforzadores positivos.

Por supuesto, también es conveniente que la sociedad se conciencie de la importancia de la salud mental. En cada centro de salud público debe ofrecerse atención psicológica continua, grupal o individual y gratuita para madres y padres de menores con discapacidad, puesto que, el impacto psicológico es tan importante que cambia el proyecto vital significativamente.

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