Después de mí, el diluvio

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Atribuyen esta expresión –después de mí, el diluvio- a Luis XV, como ejemplo de la indiferencia de un déspota ante las consecuencias de sus actos políticos. Mientras en vida mantengan su estatus, a los tiranos poco les importa que el pueblo muera de hambre. Unos cuantos años salvaron a Luis XV de experimentar, muerto por viruela, el diluvio revolucionario que terminaría con su sucesor decapitado.

Ese egoísmo extremo, esa ceguera de poder, podríamos pensar que es propia de otros tiempos, de una dinastía milenaria como la de Borbón de los luises franceses, o que solo ocurre hoy en repúblicas bananeras, pero nunca tolerable en las democracias occidentales. No es así.

En la actualidad, el imperialismo estadounidense parece querer parafrasear al decadente Luis XV y anuncia ante el mundo: tras de mí, el diluvio ácido de los misiles nucleares.

¿Suena exagerado? La amenaza de una guerra mundial no es ninguna broma. La esperanza democrática que nos vendieron con Joe Biden ha supuesto, finalmente, una agudización de la tensión bélica con las potencias rivales, Rusia y China, estirada hasta el límite de la ruptura. 

¿Parece excesivo creer en una guerra global incitada por EEUU? Repasemos el historial reciente de gobiernos legítimos manipulados o derrocados, líderes depuestos o directamente asesinados. Preguntemos a nuestros hermanos de Latinoamérica. Repasemos el napalm, el patrocinio de talibanes, los bombardeos masivos a civiles, las bombas atómicas. El padre que aúlla ante su hijo amortajado en Palestina, la madre que se arrodilla ante su hija reventada por un misil en Ucrania. Solo enumero unos pocos ejemplos entre cientos.

¿Qué mecanismo mental nos hace indiferentes ante tanta injusticia? 

La misma frase que da título y pretexto a esta entrada, la encontramos citada por Carlos Marx en los inicios de El capital:

«En su movimiento práctico, el capital, que tiene tan buenas razones para negar los sufrimientos de la legión de obreros, se deja influir tan poco o tanto por la perspectiva de una futura degradación de la humanidad -y de una despoblación incontenible-, como por la posible caída de la Tierra sobre el Sol. No hay quien no sepa, en toda especulación con acciones, que algún día habrá de desencadenarse la tormenta, pero cada cual espera que se descargará sobre la cabeza del prójimo, después que él mismo haya recogido y puesto a buen recaudo la lluvia de oro. Aprés de moi, le déluge! (¡Después de mí, el diluvio!)».

La política posmoderna, caso de este posibilismo conformista que sufrimos en España, argumentaría que estas palabras (citadas en el capítulo VIII del primer tomo y referidas a la jornada laboral) no tienen nada que ver con las etéreas relaciones entre países.

Probablemente, la ideología dominante fomenta este tipo de pensamiento. La nueva izquierda apela a la solidaridad de las grandes empresas; pide esfuerzos para la ecosostenibilidad; «amenaza» a las multinacionales con nuevos impuestos decretados desde los asientos de sus parlamentos.

Ese mecanismo nos lleva a creer que esas injusticias son ajenas a nosotros, o que ocurren en una tranquilizadora lejanía (De te fabula narratur, decíamos en una entrada anterior), o que el sistema es tan poderoso que no se puede combatir y por tanto mejor vivir la vida, que es corta. De esta forma nos vuelve indolentes.

Un poco antes del texto citado, en el mismo capítulo, Marx compara al capital con un vampiro:

«El capital tiene un solo impulso vital que es el impulso de valorizarse, de crear plusvalor, de absorber, con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de plustrabajo. El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa».

Es imprescindible entender lo microscópico para comprender lo global, saber que el capitalismo no se explica en las voluntades de unos cuantos mandatarios. Y que su desarrollo en su fase superior, el imperialismo, reproduce a gran escala esta relación social entre clases; relación que no puede ser de otra manera porque es su propia naturaleza -que no es reformable o mitigable- y que en el capitalismo implica la creación de beneficio constante, a cualquier coste.

La necesidad del imperialismo de los Estados Unidos por la guerra no es otra cosa que la necesidad de disputar los recursos a sus adversarios en el mercado global, socavar sus relaciones políticas y comerciales, de modo que frene su evidente declive ante China y Rusia.

Si para ello tiene que vampirizar a sus aliados europeos, no dudará en hacerlo.

Las consecuencias de este despotismo sofisticado las sufrimos la clase trabajadora; la clase trabajadora a nivel global. Los diferentes grados de sufrimiento variarán desde los que mueran de golpe, desbaratados por misiles, los que mueran bajo condiciones laborales cada vez más abusivas, hasta los que languidezcan en listas de espera de servicios públicos cada vez más disminuidos.

El responsable de Exteriores de la UE, Borrell (anteriormente esperanza de la izquierda española frente a Aznar) pide sacrificios para la guerra; una guerra que no es gratis, asegura.

Y mientras nos pastorean en un ridículo presente de vacuidades identitarias y egocéntricas, los anónimos accionistas de los fondos de inversión que manejan a las grandes empresas, esas que sostienen nuestras bolsas, siguen obteniendo enormes beneficios.

Mientras nos entretienen con las polémicas del Congreso, enfrentado en una falsa polaridad, chupan nuestra sangre en forma de sobreexplotación, de privatizaciones, de subidas de precios. Lo achacan a la «guerra de Putin» y nos piden que pongamos el cuello para sacrificar más sangre. No es una guerra gratis, dice Borrell. Alguien tiene que pagarla.

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