La última frontera

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Hace unos días, casi por casualidad, tropecé con la cuenta de una red social que solía usar hace bastantes años y que abandoné por la adicción a otra de la que todavía ando desenganchándome. Con la ilusión del que encuentra un diario de su niñez, me dediqué a curiosear mi propio perfil durante un buen rato, hasta que encontré un mensaje políticamente poco correcto que había dejado escrito cargando contra las feministas, a las que en aquel tiempo todavía no sabía o no quería entender. Avergonzado,tanto del tono como del contenido de mi estúpida reflexión, estuve tentado de borrar aquel mensaje, pero al final decidí dejarlo ahí, pues tampoco es que fuese a tener impacto alguno y sin embargo a mí, quién sabe si podría servirme en un futuro como testigo de la evolución ideológica personal que me ha traído hasta aquí.

Como ya he advertido, yo por aquel entonces no entendía a las feministas, ni quería saber nada de cuotas, prostitución o discriminaciones varias. Que ya estaba bien de darnos la tabarra a toda hora con el dichoso machismo cuando eso en la izquierda ni siquiera existía, y menos en mi entonces partido, que era puntero en lo de la igualdad entre hombres y mujeres, y habíamos tenido hasta una secretaria general en lo más alto de nuestra estructura. Y es que eso del patriarcado para mí no existía, aunque en realidad estuviese allí, delante de mis propias narices, señalado con luces de neón a la espera de que me diera por despertar a una verdad incómoda.

En aquellos tiempos de engreída juventud me era fácil tapar el sol con un dedo. Tanto que hasta conocía a compañeros que eran maltratadores de sus parejas. Hombres a los que se perdonaban sus pequeños deslices porque podrían ser malos maridos pero nunca malos comunistas. Y lo que pasa en casa de cada uno es de cada uno, ¿No? Tampoco me afectaba saber que los plenos en un pueblo donde gobernábamos soliesen acabar con nuestros concejales yéndose en peregrinación hacia un conocido prostíbulo. Y ni siquiera hacía mella en mí el comprobar cómo cuando en una pareja de comunistas nacía un bebé, las que daban un paso atrás en su militancia eran siempre ellas, mientras que ellos podían seguir ocupando responsabilidades sin mayores problemas.

Y fue precisamente esa experiencia la que me hizo caer como un San Pablo cualquiera del caballo y despertar, pues al nacer mi primer hijo, pude comprobar en primera persona cuan equivocado había estado en todo esto. Y es que ya desde el embarazo la cosa apuntaba a que estaba a punto de descubrir lo que hasta entonces había podido obviar, y desde el trato deshumanizado que sufrían las mujeres en el embarazo con la violencia obstétrica hasta el freno en las aspiraciones laborales, se aparecieron frente a mí como fantasmas. Era sólo el principio, pues cuando nació el niño la cosa fue a peor, y mientras que de ella se esperaba que lo diese todo por su hijo sin esperar nada a cambio, a mí, en mi propia familia se me trataba casi como a un héroe por tan sólo cambiar pañales. De hecho, hacerme cargo de la crianza de mis hijos, conllevó a la fuerza abandonar paulatinamente las responsabilidades políticas que tenía, y eso no fue comprendido por casi nadie. Pues yo era, al fin y al cabo, un hombre.

Al salir de la caverna, me apresuré a conocer más sobre ese feminismo al que tanto había despreciado como un movimiento que nos alejaba de lo realmente importante, que era como todo buen marxista sabe, la cuestión de clase. Entonces descubrí que el feminismo también era de clase, al menos el mayoritario, y que la lucha por la emancipación de la mujer era también la de la liberación de la clase trabajadora de la que ellas, en su mayoría, formaban parte. Por eso ese feminismo de clase era algo precioso que había que defender con uñas y dientes, pues era lo último que quedaba entre nosotros y la derrota, ya que mientras toda la izquierda transformadora se había rendido ante el capital tras la caída de la Unión Soviética, el feminismo de clase seguía adelante con todas sus consecuencias.

Así, mientras la izquierda asumía que las utopías formaban parte del pasado y aceptaba el capitalismo como mal menor, el feminismo de clase se hacía hegemónico y no permitía concesiones al enemigo, demostrando en cada ocasión estar dispuesto a dar la batalla hasta las últimas consecuencias. Consecuencias que por supuesto pronto acabarían llegando, pues lamentablemente el sistema es más poderoso de lo que parece, y en los últimos años ha sido capaz de introducir, en nombre de falsos planteamientos identitarios o supuestas libertades individuales, algunos caballos de Troya que amenazan con dar al traste con toda la lucha de las mujeres, amenazada, hoy como nunca, por planteamientos regulacionistas de la prostitución, en defensa de los vientres de alquiler o que promueven la defensa del género en vez de su abolición.

De esta manera, el neoliberalismo ha entrado con todo su esplendor dentro del feminismo con el aplauso cómplice de una izquierda derrotada que, incapaz ya de hacer frente al sistema, tampoco parece estar dispuesta a que las feministas continúen la lucha que ellos no se atreven a dar. Una izquierda cobarde, hundida y miserable, que ya no aspira a derrotar al sistema y que ha pasado de sustentar su pensamiento en las condiciones materiales a aceptar doctrinas idealistas emanadas de los círculos académicos norteamericanos de la posmodernidad, y que ha acabado sustituyendo, casi sin darnos cuenta, a Karl Marx por Judith Butler para justificar su claudicación a una estructura económica, política y social criminal ante el que las feministas de clase no están dispuestas a rendirse. Porque ellas saben bien que son la última frontera que nos separa de la derrota final. Y que su fin será el nuestro. Y que por eso mismo no pueden permitirse bajar la bandera.

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