Recuerdos de la Fiesta del PCE

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Llueve en la Fiesta del PCE. Es septiembre, así que es lo normal, y por eso no es nuevo lo de que la fiesta de los comunistas españoles acabe pasada por agua. Aunque este año han suspendido hasta los conciertos del viernes, así que digo yo que la cosa será seria. No lo sé porque no estoy en Madrid, pero ayer en Lepe cayó la de Dios, y con las cosas de Dios no se juega ni con el partido tampoco, así que lo mismo es por eso. Porque no es normal lo de que se suspenda nada en la Fiesta. Y al menos en mi recuerdo, así lloviese, tronase o lo que fuera, no se movía del cartel ni el apuntador. Claro que esta Fiesta tampoco es la que yo recuerdo. Me hago mayor, sí.

Precisamente, lo primero que me vino a la mente al relacionar fiesta y lluvia fue el primer año al que acudí yo a la Fiesta del PCE. En tiempos del partido eran los años finales de Julio Anguita y en tiempos de la gente normal serían finales de los noventa. Yo pertenecía a las Juventudes Comunistas de Sevilla, una organización recientemente expulsada de la UJCE que seguía siendo reconocida por el partido, y por eso mismo, nos tocaba apechugar en las labores de la Fiesta. Un evento anual brutal, y que tal vez en esos tiempos, desbordaba ya con mucho la capacidad organizativa de un PCE en declive, sombra de lo que fue en número de militantes, pero que se empeñaba en no abandonar la Fiesta de la Casa de Campo. La cosa tenía su lógica, ya que en realidad la Fiesta era de las últimas cosas que le quedaba a una organización que, en palabras del propio Felipe Alcaraz, parecía haberse autocondenado a una segunda clandestinidad en beneficio de una Izquierda Unida que lo absorbía todo.

Un centenar de camaradas -todos también expulsados de la UJCE, por cierto-, conformamos el equipo de seguridad de la Fiesta en Madrid. A nuestro mando estaba el ex secretario general de las Juventudes y hoy responsable del área externa del partido, mi todavía amigo Carlos Vázquez, que nos había convencido de la necesidad de que fuésemos los militantes los que nos encargásemos de la seguridad de un evento en el que cada noche se producían incidentes graves que manchaban el nombre del PCE.

Y allí que fuimos como militantes disciplinados a la llamada del partido, pero nada más bajar del autobús llegó la sorpresa. Iba a llover. Rápidamente montamos las tiendas resignados, dispuestos a echar jornadas maratonianas de trabajo voluntario para llegar a la cama empapados sobre un saco también mojado. No eramos los únicos. Cerca nuestra dormían camaradas que habían venido a otras labores, algunos de edad muy avanzada, pero igualmente conscientes de que o la Fiesta salía adelante o se acababa el sueño de la revolución. La situación era jodida, para qué negarlo, pero era lo que había que hacer. Y ni siquiera nos hacía retroceder el saber que mientras estábamos así, había algún que otro dirigente durmiendo en un hotel calentito esa noche pagado con el dinero del partido. Porque sabíamos que la lucha de clases tendía también a reproducirse en el seno de la organización, y en esa lucha nosotros eramos también los buenos.

Aquella edición fue de las últimas que se celebraron en la Casa de Campo, en un recinto monstruoso en el que había casetas y barras por cada federación, un sinfín de stands, espacios de debate, actos, varios escenarios con conciertos y un acto central en el que atronaba la voz de miles de personas al unísono cantando la Internacional. De ahí vino el declive de la Fiesta. Nos fuimos un año a Vallecas en lo que pareció una verbena de barrio, y al otro a Córdoba, para volver a Madrid, fuera de la capital por supuesto, en espacios que nada tenían que ver con la potente Fiesta de antaño. La excusa que nos dieron era que el Ayuntamiento de Madrid ponía muchos problemas, pero la más que posible realidad era que el partido ya no tenía gente para sacar adelante un evento así.

Más de dos décadas después, la Fiesta sigue en pie celebrando el centenario de un partido cada vez más debilitado en lo interno pero que cuenta con altos cargos en el Gobierno. La mayoría de los que fuimos a aquella Fiesta lluviosa de la Casa de Campo ya no estamos en el PCE, pero otros sí. Y también quedan todavía algunos militantes que hoy dormirán sobre el suelo mojado pensando que hacen lo que tienen que hacer sin echar mucha cuenta a lo que hagan algunos «biencomidos» con altos cargos. Hoy mi pensamiento y todo mi agradecimiento está con ellos, porque ellos sí que son los dignos herederos de un partido que escribió con letras de oro su historia en el movimiento obrero. Esa miltancia abnegada que sigue siendo el patrimonio más hermoso del comunismo español.

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