Credo del materialismo dialéctico

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El romano imperialista, puñetero y desalmado, que lavándose las manos quiso borrar el error
Credo, canción de Carlos Mejía Godoy

Pocas fiestas encienden más mi odio de clase que la Semana Santa, esa exhibición recurrente de llantos que no son más que supersticiones, y que tan grotescos parecen a los ojos de la razón. Mucho más para un andaluz. Hace recordar que, por desgracia, el apostolado del materialismo juega en gran desventaja, en una sociedad aún llena de temores y claroscuros barrocos, donde plantar la semilla del razonamiento complejo es un trabajo digno de semidioses.

En ese terreno de juego tan desfavorable nos tenemos que mover. Pero esos son los materiales de que disponemos. Ocurre incluso que existen camaradas de lucha que, desde la izquierda, son también creyentes y su posición es, por supuesto, respetable. Pensemos por ejemplo en la Teología de la Liberación y en las manifestaciones religiosas de carácter obrero, que solían surgir en las zonas más humildes y que interpretaron la religión no como ha hecho históricamente la Iglesia Católica, situándose de parte del poderoso y el opresor, sino de la clase trabajadora.

Me vienen a la memoria las preciosas canciones del nicaragüense Carlos Mejía Godoy, himnos que se hicieron muy populares en toda Hispanoamérica, del Dios del Nuevo Testamento, tan diferente del rencoroso y cruel Yavé, que predica el amor y la paz. Creo en vos, arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador -canta en el tema Credo-, un «Cristo obrero» que trabaja con sus manos y se enfrenta al «romano imperialista» y a quienes destrozan los bosques con su «hacha criminal».

O en otra famosísima canción, Cristo de Palacagüina, en la que el hijo de Dios nace en carne de familia pobre, padre carpintero, «pobre jornalero se mecatella todito el día», y madre que plancha «muy humildemente la ropa que goza la mujer hermosa del terrateniente», cuyo hijo «Maria sueña igual que el tata sea carpintero, pero el cipotillo piensa mañana quiero ser guerrillero».

Para quien tenga curiosidad, Mejía no sólo compuso esos himnos cristianos sino otras bellas canciones de palabras revolucionarias, como Nicaragua, Nicaragüita (sos más dulcita que la mielita de Tamagás, pero ahora que ya sos libre, Nicaragüita, yo te quiero mucho más), o la conmovedora La tumba del guerrillero (no quisieron decirnos el sitio donde te encontrás y por eso tu tumba es todito nuestro territorio, en cada palmo de mi Nicaragua, ahí vos estás), imposible escucharla sin asomar unas lágrimas.

Así pues, con este desborde de sentimientos es complicado competir. Nos tropezamos con los temores más profundos del ser humano. La muerte, la nada, el sentido de nuestra existencia.

Uno de mis escritores preferidos, por su brillante inteligencia y creatividad, Miguel de Unamuno, venía a decir en su ensayo Del sentimiento trágico de la vida que su fe en Dios era una necesidad, una obligación para sostener el mundo en orden. «¿Cuál es nuestra verdad cordial y antirracional? – se pregunta Unamuno en el capítulo XI de ese ensayo, como queriendo preguntarse cuál es la mentira piadosa de la religión- La inmortalidad del alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿Y cuál su prueba moral? Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieses de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte. El fin de la moral es dar finalidad humana, personal, al Universo».

Para el creyente, por tanto, la fe es el camino sólido y estable donde mantenerse firme, ante la crueldad del mundo y la fragilidad de nuestra existencia. Mucho más, obviamente, si el destino le ha deparado nacer en la más cruda pobreza.

Luego entonces, ¿cuál debe ser la actitud del militante materialista y dialéctico ante la religión?

Otro tocayo del señor Mejía Godoy y de quien suscribe, Marx, escribió aquello tan conocido de «la religión es el opio del pueblo». Una frase que, extraída de su contexto, es propicia para el dogmático de crítica arrogante.

En su contexto, que es la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, un joven Marx inicia su camino hacia la explicación materialista y dialéctica de las sociedades. En esa explicación, siguiendo la crítica a la religión de Feuerbach y los avances lógicos de Hegel, Marx entiende que los seres humanos somos como somos por la influencia de nuestras condiciones materiales. Somos supersticiosos y temerosos, pero antes que eso somos parte de un entramado de clases sociales, nacemos bajo la dictadura de un Estado y en un orden social muy concreto.

Así, en ese texto, justo antes de la famosa metáfora del opio, dice Marx: «la lucha contra la religión es, indirectamente, la lucha contra aquel mundo que tiene en la religión su aroma espiritual». Y sigue a continuación: «la miseria religiosa es la expresión de la miseria real», para concluir: «la superación de la religión como la dicha ilusoria del pueblo es la exigencia de su dicha real. Exigir sobreponerse a las ilusiones acerca de un estado de cosas vale tanto como exigir que que se abandone un estado de cosas que necesita de ilusiones».

Es de ese modo cómo la religión actúa como ingrediente de la ideología dominante. Pensemos en el ejemplo más evidente, en la doble opresión de las mujeres, que encuentran en la resignación cristiana la mejor forma de atarse sin cadenas a una sociedad patriarcal que las condena no sólo a ser trabajadoras sino además a ser las cuidadoras sumisas de la necesaria prole.

Combatir abiertamente la religión para intentar cambiar la sociedad, entonces, es pretender eliminar una mala hierba simplemente podando sus puntas. La raíz del problema está en la sociedad misma.

Lenin, en un texto de 1909, Actitud del partido obrero hacia la religión, explica: «Engels condenó al mismo tiempo más de una vez los intentos de quienes, con el deseo de ser más izquierdistas o más revolucionarios que la socialdemocracia, pretendían introducir en el programa del partido obrero el reconocimiento categórico del ateísmo como una declaración de guerra a la religión».

De un modo muy explícito, Lenin prosigue en ese mismo texto: «El marxismo es materialismo. En calidad de tal, es tan implacable enemigo de la religión como el materialismo de los enciclopedistas del siglo XVIII o el materialismo de Feuerbach. Esto es indudable. Pero el materialismo dialéctico de Marx y Engels va más lejos que los enciclopedistas y que Feuerbach al aplicar la filosofía materialista a la historia y a las ciencias sociales. Debemos luchar contra la religión. Esto es el abecé de todo materialismo y, por tanto, del marxismo. Pero el marxismo no es un materialismo que se detenga en el abecé. El marxismo va más allá. Afirma: hay que saber luchar contra la religión, y para ello es necesario explicar desde el punto de vista materialista los orígenes de la fe y de la religión entre las masas. La lucha contra la religión no puede limitarse ni reducirse a la prédica ideologica abstracta; hay que vincular esta lucha a la actividad práctica concreta del movimiento de clases, que tiende a eliminar las raíces sociales de la religión».

Por concluir, ese es el «credo» del materialismo dialéctico.

El marxismo es todopoderoso porque es cierto, dijo Lenin en el famoso folleto de las Tres fuentes. Frase que los antimarxistas encontarán deliciosa para sus cargantes críticas de personalismo y totalitarismo. Mismo error que el dogmático que saca de contexto parrafadas para tirarlas sobre la mesa como cartas en un juego.

El «credo» del materialista y dialéctico es el Socialismo Científico. Precisamente, Engels no escogió ese nombre por casualidad, o por ser presuntuoso o de pedantería arrogante. Al contrario. El Socialismo Científico se opone al Utópico porque es heredero de toda la tradición humanista, racional, enciclopédica, naturalista, real y empírica, meticuloso y estricto como el método científico mismo.

Por ello, Engels, en el texto que se titula de ese modo, Del Socialismo Utópico al Científico, extracto del manual escrito en respuesta a Eugenio Dühring, en un prólogo antológico que es un auténtico torpedo contra la línea de flotación de todas las religiones, repasa los avances logrados por la razón humana. Pasa por Bacon, Hobbes, Locke, Kant, Hegel. Repasa los logros de la gran Revolución Francesa y todas las revoluciones posteriores hasta las contemporáneas de su época. Detalla los avances científicos logrados desde los antiguos griegos que intuyeron la materia formada por átomos hasta los descubrimientos modernos sobre el ADN.

Nuestro credo, como materialistas, es la continuidad de ese pensamiento inquieto, inconformista, que se sabe frágil dentro de su corporeidad humana pero a la vez es consciente de su enorme fuerza transformadora, no con la resignación del idealista que recurre a las explicaciones espirituales para consolarse, sino con la energía indomable del constante movimiento, del pensamiento dialéctico, es decir, del pensamiento revolucionario.

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