Claustro 

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CAPÍTULO 7

   Despertó dentro de una celda en medio de los girasoles del dolor. Todo le temblaba como solo pueden hacerlo las babas de una babosa que se está friendo en una sauna finlandesa. Se atusó el escaso cabello que guardaba su celosa cabeza y al mirar la mano izquierda vio que sangraba. A su lado había un viejo en una mecedora.

   —Vaya, veo que hay un atisbo de humanidad en este lugar.

   —No sé porqué lo dice caballero. —expresó el viejo mientras se reía.—

Ovidio expresó una de esas sonrisas medianas que vienen a los labios como de visita. 

   —Creo que debo presentarme, soy Ovidio García, de Bilbao. Bueno, no del mismo Bilbao. Pero trabajo en Bilbao, que es como ser de Bilbao aunque no seas de Bilbao. ¿No sé si usted me entiende?

   —No le entiendo aunque sé muy bien quién es usted.

   —Vaya. —la sorpresa se debía dibujar en su cara como un poema de Gustavo Adolfo Bécquer.

   —Sé que usted está aquí para ser el nuevo guardián del equilibrio entre nuestros mundos.

   Ovidio debió dibujar en su rostro tal rastro de sorpresa que su interlocutor no tuvo más remedio que explicarse. 

   —Bueno, empecemos por el principio y, ya que usted ha querido presentarse, lo haré yo también. Soy Radu Udar, uno de los treinta y seis sabios del trono.

   —Yo he conocido a otro de sus compañeros.

   —Sí, lo sé, lo sé.

   Ovidio hizo un gesto de disculpas y otro de sorpresa. No entendía qué estaba sucediendo pero se quedó callado para ver si su interlocutor podía sacarle de dudas.

   —Verás, el lugar de donde tú vienes está íntimamente unido a este lugar. Siempre lo ha estado pero desde hace un tiempo habéis construido muros de piedra, vallas de metal, alambre de espino y fosos que parecen mares. Habéis creído que sois islas y que os bastáis a vosotros mismos. Un fuerte tenaz guarda las costas de vuestro mundo y destruye todo propósito de toda comunicación. Desde el origen de los dos mundos aquello que imaginabais allí nacía aquí como una criatura más. Vuestra voluntad emergía en este santo lugar y edificaba reinos imposibles, monstruos y héroes; cavernas desde donde solo se veían sombras e ideas desde las que viajar al infinito. Este era el reino de lo posible y el vuestro ha sido siempre el reino de lo imposible. Las ideas de allí entraban a nuestro mundo por pequeñas cavidades de ciertas rocas, por los desagües de los océanos, por los vórtices de donde nace el viento y este mundo se pobló de criaturas que son imposibles en vuestro mundo aunque no imposibles de imaginar y pensar. Ahora levantáis barreras a la imaginación. No queréis seguir imaginando, no queréis seguir creando posibilidades, no hay un intercambio de cultura, de folclore, de sueños, de arte y tan solo intercambiáis mercancías mientras todo lo que habéis creado lucha denodadamente por destruiros. Pero no solo os estáis destruyendo a vosotros mismos, nos estáis destruyendo también a nosotros. Este mundo está envejeciendo y hay criaturas salvajes que han decidido gobernarnos como sátrapas, como tiranos, como reyes absolutos. Solo nosotros, los treinta y seis sabios del trono, podemos lograr, con tu participación, la supervivencia de los dos mundos.

   Ovidio se quedó ojiplático, cariacontecido, su rostro era un poema literal ya que en su pómulo izquierdo se dibujaron estos versos de John Donne: “Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano.” Con ese rubor literario el pómulo derecho siguió el cortejo de las palabras que se dicen sin saber y continuó la cita: “la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas; están doblando por ti.”

   Radu movió ligeramente la cabeza y dijo:

—¡Eres tú, sin duda!

   Ovidio puso sus manos sobre su rostro y fue invadido por una sensación de enormidad que no pudo contener las lágrimas que resbalaban por su rostro mientras se corría la tinta de sus mofletes. Parecía una actriz recién desmaquillada en uno de los peores papeles de su carrera. ¿Era cierto que él era alguien especial? ¿De verdad tenía bajo su responsabilidad, no solo el destino de un mundo, sino el destino de dos mundos? Entonces recuperó el oremus y espetó:

—¿Qué tengo que hacer para que las cosas se calmen?

   El anciano sonrió como una de esas gárgolas de las catedrales que, lejos de quedarse de piedra, rezuman de una vida entera de aventuras.

—Primero hemos de salir de aquí. Y tú sabes muy bien cómo.

—Con lo bien que estaba yo en mi casa con el niksen encauzado y lo bien que se me daba no hacer nada. —pensó en voz alta Ovidio—.

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