Claustro

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CAPÍTULO 33

   Había tal tranquilidad en el mundo que Ovidio pensó que eso no podía ser sino el antecedente del caos. O quizá el mismo caos fuera eso. Una actitud pusilánime. Un sentimiento larvado, o mejor dicho, una falta total de sentimiento. El contexto del mundo de Gronfgold no era complejo, era en realidad muy comprensible, era una sociedad construida para que hubiese tiempo para un consumo total de información sin tiempo para asimilarla. Las emociones no eran procesables, eran demanda de otras emociones que contuvieran el ansia por no descubrir el vacío en el que se vivía. No había tranquilidad ni pausa. No había posibilidad de pensar un momento en cómo se había llegado a esa situación en verdad insostenible. Había pasado tiempo y era tanto que si echabas la vista atrás resultaba en verdad inconcebible que hubiera sucedido así sin más. Que se hubiera aceptado así, nada menos. ¿Era cobardía esa aceptación? ¿Qué le lleva a millones de personas a aceptar la tiranía? ¿Había una servidumbre voluntaria? Ovidio pensaba que el gran arma de Gronfgold era la saturación de información. Sobresaturación absoluta hasta en los rincones más íntimos de los hogares de la gente. En los servicios, en las alcobas, en los medios de transporte, en las múltiples opciones de realidad virtual. Eso era realmente el caos. Y Ovidio pensó que realmente no se puede luchar con el caos sino con una cierta afinidad con su enemigo. Gronfgold no era pues tan culpable como pareciera a primera vista. Él mismo era también culpable, los miles de millones de personas que habían aceptado su servidumbre eran también culpables. 

   Efectivamente había acaecido un apagón de la sensibilidad y de la razón entre sus congéneres y había sido la reacción ante los desmanes de su antiguo mundo neoliberal, ese desmoronamiento sin horizonte, esa cesión de las voluntades, ese apagón apalabrado del raciocinio universal, la programación de la visceralidad como elemento consciente dentro de todo el género humano, lo que le había puesto en bandeja a Gronfgold su tiranía. Se lo ofrecimos para salir del mundo en el que vivíamos. Teníamos la conciencia de que algo no estaba bien y, en lugar de luchar por cambiarlo, de poner algo de nuestra parte preferimos ofrecerle todo el poder a un iluminado. Sabíamos que nuestro mundo estaba repleto de tragedia, de agresividad, de brutalidad, de racismo, de machismo, de guerra y creímos que dándole todo el poder sobre nosotros, sobre nuestra propia conciencia, así todo acabaría. Y, efectivamente, todo acabó. Eso sí que era el fin de la historia. Ni guerras, ni hambre, ni machismo, ni nada. Solo un punto y aparte en la historia humana, una línea recta, encefalograma plano, resultado negativo en la evolución humana. En su lugar Gronfgold nos había dejado con la exacerbación de aquello que intuíamos antes de su llegada, el reino de la absoluta idiotez. La idiotez dominaba el mundo y se propagaba a la velocidad de la luz. Era como si hubiera habido una revolución contra la racionalidad. La depresión de toda nuestra época había desembocado, primero en rabia y agresividad, después en impotencia y pánico y finalmente en contención y servidumbre voluntaria. El mundo entero estaba muerto. Los seres humanos habían fallecido. La vida no se encontraba por ninguna parte. ¿Pero cómo es posible que los que construyeron pirámides, los que inventaron la democracia o las matemáticas, los que escribieron historias maravillosas y épicos poemas, hayamos llegado a esto? ¿En qué cabeza cabe que hayamos vendido nuestra imaginación por un plato de lentejas? ¿No corre ya sangre por nuestras venas? ¿Han logrado apagar nuestros deseos de libertad, de conquista de nuevos territorios, de ansia de belleza? Definitivamente la tecnología de Gronfgold había tomado el control de la conciencia. El hecho de no poder asimilar conocimiento, de necesitar constantemente nuevas producciones sin causa ni efecto, un canto a la novedad que nada aporta, a la vacuidad más absoluta, a la impresión de dopamina en el cerebro, al ansia perpetua de lo novedoso nos ha impedido desentrañar lo difícil, buscar una vocación para lograr la felicidad, ocupar más tiempo en lo que importa, desarrollar un hábito, un trabajo cotidiano hacia el descubrimiento y asimilación de cualquier materia. El cerebro estaba ya destruido, era imposible volver a recomponerlo. Gronfgold había triunfado sin necesidad de mucho esfuerzo. Ovidio pensaba que era eso lo que había ocurrido, Gronfgold había introducido sus dispositivos tecnológicos de una manera tan universal que dominaba el pensamiento de la gente y por eso prohibía todo aquello que nos puede hacer pensar en la emancipación, en la futilidad de la vida, en la necesidad de trascendencia. Muchos preferían lo injusto antes que rebelarse porque lo injusto les llevaba a un mundo sin necesidad, sin angustia ni desesperación donde todas sus demandas básicas estaban cubiertas si es que no sentías la exigencia de cuestionar el sistema. Un sistema que, por lo demás, te proporcionaba tranquilidad como una droga, parsimonia como una necesidad y variación de contenidos eterna como un deseo satisfecho y así el conocimiento, aquello que es capaz de cambiar el mundo, no puede asimilarse y esa ausencia de asimilación en el conocimiento no conduce a la emancipación del individuo. Este se somete voluntariamente. Borra sus sueños y ya solo tiene necesidades, ciega el horizonte y sólo existe el ahora, comparte con el otro porque no existe un yo. El ser humano se acaba difuminando y ya sólo existe la máquina.

   Así recapacitaba Ovidio mientras se trasladaba en tren hacia Montecassino. Desde hacía unos días, cuando había decidido desenchufarse y destruir esos dispositivos del diablo, pensaba con mayor claridad. Sentía que se llenaba de energía y podía intuir que sus poderes le esperaban a la vuelta de la esquina. 

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