Las «extrañas» feministas

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En 1938, ante la inminencia de una nueva guerra y en medio del ascenso del fascismo en Europa, Virginia Woolf escribe Tres Guineas, un ensayo que pasará a la historia del feminismo por la ecuación que traza entre fascismo, guerra y patriarcado. Con exquisita lucidez, la escritora británica contestará a la petición de un hombre eminente que le ha dirigido una carta preguntándole a ella, una mujer, “¿cómo podemos evitar la guerra?”. La ocasión le sirve para exponer por qué se niega a ingresar en una sociedad de hombres, aun compartiendo el mismo proyecto: la defensa de las libertades individuales, la lucha por las garantías universales y el rechazo de la guerra. La mujer, argumentará Woolf, no tiene ninguna razón para llamar a las armas en defensa de la patria, porque esa patria la ha tratado como una esclava. Incluso le ha negado la posibilidad de estudiar o tener propiedades. Ante semejante situación, la mujer se siente “extraña” y de ahí que termine afirmando que “en mi condición de mujer no tengo patria, no quiero patria, mi patria es el mundo entero”.

Mutatis mutandis, las mujeres feministas nos hallamos en una situación muy parecida a la que describía Woolf hace casi un siglo. La izquierda apela a nuestro voto ante el auge de la ultraderecha que amenaza los avances conseguidos en materia de derechos y libertades de las mujeres. Pero las feministas nos sentimos extrañas ante esta izquierda que no solo ha dejado en el cajón del olvido la agenda feminista. Además, ha tomado medidas y aprobado leyes que son contrarias a la misma.

Durante la última legislatura del gobierno de coalición, las feministas hemos asistido entre atónitas e impotentes a los embistes de una “izquierda” que compraba el relato neoliberal de la diversidad y abandonaba el que siempre ha sido su eje vertebrador: la igualdad. Una “izquierda” que blindaba como categoría jurídica la “identidad de género”, una vivencia puramente subjetiva que relega la condición de ser mujer a un sentimiento en una ley que prevé multas –e incluso inhabilitación profesional– a quienes se atrevan a defender el principio de realidad por lo que a la existencia de los sexos se refiere. Una “izquierda” que ha hecho caso omiso de las advertencias de asociaciones de juristas y feministas, que alertaban sobre los efectos de la llamada ley del “sí es sí”, rebajando las penas a miles de condenados por agresiones sexuales. Una “izquierda” que no ha anulado una simple instrucción que permite el registro de bebés, nacidos previo pago por vientres de alquiler en otros países. Una “izquierda” que no ha hecho el menor intento de sacar adelante la ley de abolición de la prostitución. Una “izquierda” que se ha limitado a publicar un tweet prefabricado cada vez que una mujer era asesinada por violencia machista, sin aclarar a qué estaban dedicando las partidas presupuestarias del Pacto contra la Violencia de Género. Una “izquierda” que ha desbancado la coeducación, dando vía libre para que en los centros de enseñanza penetre un perverso discurso cuya máxima es “no importa el sexo con el que has nacido. Lo que importa es cómo te sientes”. Una “izquierda” que ha mirado para otro lado cuando las que estaban en la primera línea del frente, combatiendo lo que se nos venía encima, recibían todo tipo de insultos, agresiones verbales y amenazas, incluso de entre sus propias filas. Una “izquierda” que parecía complacerse con la censura a quienes han analizado y revelado las nuevas trampas del patriarcado y el escenario al que nos arrojaba. En resumen, una “izquierda” que ha vilipendiado, ninguneado y expulsado a quienes en su día fueron sus “hijas predilectas”. Culpar a las feministas de contribuir al triunfo de la derecha por no votar a esta “izquierda”, además de injusto, es muy ruin.

Las feministas somos hoy en día esa “sociedad de las extrañas” de las que hablaba Woolf, huérfanas de aliados, solas, llamadas a recoger los escombros que nos han dejado y a construir una nueva casa en medio de un terreno desolador. No tenemos ninguna razón, salvo el temor a lo que pueda venir, para apelar al voto de esta “izquierda”. Nos jugamos mucho. Cierto. Pero un voto desde el miedo es un voto viciado. Costó mucho conseguir este derecho para ahora votar en pos de conformarnos con el mal menor y evitar un mal mayor. En este último caso, al menos conocemos al enemigo al que nos enfrentamos.

No queremos un gobierno de derechas. Pero tampoco queremos elegir entre quienes niegan la violencia machista y quienes defienden que ser mujer es una autopercepción o vivencia sentida. Lo que las feministas queremos es que nuestra casa vuelva a ser la que siempre fue. No es mucho exigir: tan solo pedimos no sentirnos traicionadas ni utilizadas ni extrañas.

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