La gran estafa trans

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De un tiempo a esta parte cierto sector de la ciudadanía, con la ministra de Igualdad a la cabeza, sostiene sin el menor atisbo de duda que “las mujeres trans son mujeres”. Esta afirmación se ha admitido, aceptado e interiorizado sin que medie aclaración previa alguna, como si de un dogma de fe se tratase. Sus acérrimos defensores zanjan todo posible debate al respecto: las mujeres trans son mujeres y punto. No hay nada más que aclarar y mucho menos argumentar. Ningún punto que se preste a un intercambio de ideas. No se acepta ninguna opinión contraria. Nada que discutir o sobre lo que reflexionar. Hay que admitirlo porque sí. Sin embargo, no son pocas las voces disonantes que ponen en entredicho esta nueva verdad revelada. Para empezar, si realmente las mujeres trans son mujeres ¿es necesaria una ley que las reconozca como tales a todos los efectos? Si son indiscutiblemente mujeres, ¿qué sentido tienen las leyes trans que permiten la autodeterminación del género, es decir, la libre autodeterminación del sexo registral? ¿Desde cuándo el sexo con el que nacemos se puede cambiar? ¿Qué es, en realidad, una mujer trans?

Hasta el momento, la argucia teórica para justificar que las mujeres trans son mujeres ha consistido en diferenciar entre “mujeres trans” y “mujeres cisgénero”. Si en estas su “identidad de género” coincide con el sexo “asignado” al nacer, no ocurre lo mismo con las mujeres trans. Esto es, se pretende justificar que las mujeres trans son mujeres mediante una falacia conceptual: el sexo no se asigna, se constata –salvo escasas excepciones– como realidad objetiva y empírica que es. Al mismo tiempo, se desliza una nueva y sutil forma de violencia simbólica contra la mitad de la humanidad. Si durante siglos de androcentrismo a las mujeres se nos han considerado la “otredad”, ahora somos recategorizadas como “cis” para diferenciarnos, esta vez, de los varones que afirman ser mujeres.

Pero volvamos al meollo de la cuestión: ¿qué es una mujer trans? Sucede que al intentar responder a esta cuestión nos adentramos en un laberinto epistemológico que va creciendo, como en aquellos viejos videojuegos de comecocos, a medida que intentamos encontrar una relación entre significado y significante. O entre el concepto y el conjunto de impresiones sensibles que percibimos. Y es que “mujer trans” puede ser tanto un nacido varón que ha comenzado a edad temprana un proceso de transición (toma de bloqueadores hormonales, cirugías de reasignación, operaciones estéticas…), como un señor que en plena madurez se pone una peluca, se calza unos tacones o se maquilla y dice que es una mujer. Otras veces no hay forma humana de saber que estamos ante una “mujer trans” a no ser que el sujeto en cuestión lo manifieste, exigiendo que se lo trate en femenino, como mujer. “Mujer trans” es, pues, todo hombre que diga que es una mujer.  Basta su sola palabra para ello.

Esto último es sumamente revelador y curioso porque, casualidad o no, el hecho es que todos los hombres trans que adquieren cierta notoriedad (Elliot Page, Alex Blue Davis, Paul B. Preciado…) han pasado por un proceso de transición total. El de Burgos propone incluso la ingesta de testosterona como herramienta política para combatir y acabar con el patriarcado. Es más, alardea de llevar siempre consigo sobres de Textogel que reparte como si fueran caramelos. Si no me creen, echen un vistazo a la obra que lo consagró como filósofo: Texto Yonqui (2008).

Mientras tanto, el principio de realidad nos pone sobre la pista de que ser mujer no se reduce a un simple constructo cultural ni es el resultado de una serie de actos performativos, tesis de fondo que defiende el transactivismo según los postulados de la “teoría” queer. Tampoco es un sentimiento, una creencia o una vivencia íntima y personal. Ser mujer, por el contrario, es una realidad material radicada en un cuerpo sexuado con el que se nace y sobre el que pivota, no exenta de violencia, la forma de opresión más antigua y universal que existe: la opresión por sexo. Por eso, es inconcebible que se recurra a “mujeres trans” para los vientres de alquiler. O que haya dudas sobre si son o no mujeres las que se ocultan bajo los burkas. Mucho menos se podrá negar que la violencia machista en sus distintas formas se ceba en todas partes del mundo con nosotras, las mujeres, por el simple hecho de pertenecer al sexo femenino.  

Siendo así, no es de extrañar que los defensores de la “cosa trans” se resistan a dar definiciones, se pierdan en marañas terminológicas, confundan deliberadamente “sexo” con “género”, sostengan pseudotautologías (“las mujeres trans son mujeres”) y cuestionen la ciencia biológica al tiempo que usan conceptos biológicos (personas “menstruantes o “gestantes”) para referirse a las mujeres. Finalmente, cuando se ven acorralados y sin argumentos, echan mano de la acusación de “transfobia” para intentar imponer por vía de la coacción lo que son incapaces de sostener por vía de la razón. Lo bueno es que su incoherente discurso cuela cada vez menos. La gran estafa trans está ya al descubierto.

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