El relativismo trans: una anomalía democrática

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Imaginemos por un momento que existe un colectivo de personas que sienten que su edad no se corresponde con la fecha de nacimiento que figura en su DNI. Pensemos que siempre han llevado una vida distinta a la que se presupone que tienen que vivir de acuerdo con sus años cumplidos. Nunca han encajado en las normas vigentes o, por precisar más, no se han ajustado a la normatividad impuesta por quienes sí están conformes con su edad oficial. De repente, este grupo de personas empieza a reclamar un nuevo derecho, el derecho a que sean legalmente reconocidos según la edad que ellos sienten y que este sea un derecho humano más. El siguiente paso es que ciertos grupos de poder empiecen a reclamar el derecho a la autodeterminación de la edad, basándose en estudios más que discutibles y amparándose en doctrinas teóricas afines a sus demandas. Finalmente, vamos a suponer que algunos partidos políticos atienden a esta reclamación en nombre de la diversidad y presentan una ley donde se eleva a derecho la autodeterminación de la edad, de forma que aquellos que sienten que su edad sentida no se corresponde con la registrada puedan cambiarla sin más requisito que una simple declaración. Nos resulta increíble, ¿no? Pues sigamos.

Todos aquellos que están a favor de la autodeterminación de la edad repiten de forma rapsódica las mismas consignas ante todo razonamiento en contra: “¿quiénes somos para cuestionar cómo se sienten los demás?”, “que cada cual sea lo que desee y quiera ser, joven o mayor”, “¿por qué alguien tiene que demostrar lo que siente que es?”, “ningún informe tiene que certificar lo que alguien siente que es”, etc. Todo este pretendido argumentario aparece además aderezado con dosis extra de emotividad sin faltar la acusación de alguna palabra que termine en “fobia” para intentar tapar bocas a quienes cuestionen los peligros que conlleva convertir una vivencia interna en un derecho.

Pues bien, vamos a cambiar la edad por el sexo, ambos datos objetivos e incontestables, y se entenderá el disparate jurídico que supone la llamada Ley Trans. Lo que ha venido a llamarse “derecho a la autodeterminación del género” permite, nada más ni nada menos, que el cambio registral del sexo con la sola manifestación de la voluntad del sujeto. Y solo el feminismo está advirtiendo de los peligros y de la amenaza que este reconocimiento implica para las políticas encaminadas a corregir la brecha por sexo presente en todas las esferas sociales. Se ha explicado hasta la saciedad.

El dislate sin precedentes al que nos enfrentamos se ha evidenciado de forma clara y distinta en los discursos de los diputados que han defendido esta propuesta. Es inútil buscar en sus palabras razonamientos sólidos o argumentos bien trabados desde la racionalidad y el bons sens. Por el contrario, asistimos a un repertorio de tópicos prefabricados, más característicos de una tasca que de un parlamento, desde el “imaginen ustedes que tienen un hijo trans…” hasta el “ustedes creen en serpientes que hablan”. Y como colofón el cuento del niño-hada narrado por el portavoz de Compromís. Para el representante de este partido político, que está a favor de la regularización de la prostitución y de los vientres de alquiler, un niño que se disfraza y juega a ser un hada madrina, en realidad, es una niña, no un niño que juega con una varita mágica a hacer conjuros y hechizos.

El debate parlamentario sobre la admisión a trámite de la Ley Trans ha servido así para levantar acta de los problemas a los que se enfrentan las feministas en la arena política. Y no son pocos. En primer lugar, se ha medido el pulso entre el movimiento feminista y los distintos partidos a falta de una alternativa política feminista, específica y con presencia parlamentaria. En segundo lugar, se ha constatado la traición por parte de los partidos políticos que siempre se han servido del feminismo como cantera de propuestas encaminadas a la defensa y consolidación de los derechos de las mujeres, ahora amenazados por los llamados “derechos trans”. Paradójicamente ese hueco ha sido ocupado por los partidos de derecha que se han apropiado de los argumentos y las razones esgrimidas por las feministas, pero no porque estén comprometidos con su agenda, sino porque intentan a toda costa desestabilizar al gobierno actual. Pero quizá lo más alarmante sea cómo ha dejado al descubierto el síntoma de una enfermedad mortal para todo Estado de Derecho. Es una anomalía democrática que la apelación a las emociones y a los sentimientos expulse de la tribuna de oradores a la argumentación crítica y racional sobre hechos y datos constatados. Se abre así la puerta al peor y más peligroso enemigo de la democracia: el relativismo. Hasta ahora solo el feminismo lo está combatiendo, aunque –mucho nos tememos– la guerra solo acaba de comenzar.

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