El nuevo anillo de Giges o el sexo sentido

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En el libro II de La República Platón nos presenta el mito de Giges, uno de los mejores experimentos mentales que puede realizarse en clase de Filosofía. Para quien desconozca la fábula, Giges es un pastor al servicio de un rey. Un día, tras un fuerte temblor, una grieta se abre en la tierra y en su interior halla un anillo que le concede el poder de hacerse invisible. De repente, aquel hombre sencillo toma conciencia de que puede matar, robar y quebrantar las leyes con total impunidad porque nadie lo puede ver ni demostrar su culpabilidad. ¿Y qué va a hacer Giges teniendo la certeza de que nunca va a ser acusado por injusta que sea la acción que acometa? Pues «llegó a Palacio, sedujo a su esposa, atacó y mató con su ayuda al soberano y se apoderó del reino».

Este mito, que tiene diferentes relecturas y versiones en la actualidad, nos enfrenta a un dilema ante el que resulta imposible permanecer indiferente: ¿Qué haríamos si tuviéramos un anillo como el de Giges? ¿Es descabellado pensar que habría personas que cometerían todo tipo de delitos sabiéndose impunes de antemano? ¿Acaso hemos alcanzado el ideal socrático de una ciudadanía justa que, aun poseyendo el anillo, va a obrar siempre conforme a la ley? El motivo por el que cumplimos las leyes ¿es el respeto a las mismas o es el miedo a sufrir un castigo por incumplirlas?

Vayamos ahora a casos concretos. Recientemente se ha aprobado un anteproyecto de ley que eleva a derecho “la autodeterminación de género”, esto es, el cambio registral del sexo sin más requisito que la mera declaración del demandante. No importa el sexo constatado con el que se haya nacido. Lo que importa es cómo se siente esa persona o, para precisar más, lo que esa persona dice que es. ¿Por qué? Porque nadie puede cuestionar lo que alguien “siente que es”, algo que deja de ser una perogrullada en el momento en que un sentimiento pasa a tener de manera automática efectos jurídicos plenos.

De esta forma un varón que, pongamos por caso, no pueda acceder a los cuerpos de seguridad del Estado porque su altura está por debajo de la media exigida para los hombres, podría –¿por qué no?– autodeterminarse como “mujer”. Estaría ejerciendo su pleno derecho a la identidad de género. No le hace falta cumplir ningún requisito ni aportar informe alguno y ni siquiera cambiar el nombre. Solo tiene que declarar que se siente mujer. Como tal, su altura sí estaría dentro de la media exigida pudiendo competir por una plaza con el resto de las aspirantes, pero ¿lo hace en igualdad de condiciones? Extrapolemos este ejemplo a casos reales que se están dando en el deporte femenino, con las cuotas de discriminación positiva, con las listas cremalleras, con las medidas paritarias, con el acceso a espacios reservados para mujeres (vestuarios, aseos, centros penitenciarios, casas de acogidas…), con la ley de violencia de género… y se verá cómo se puede trampear con total impunidad cualquier medida política encaminada a corregir la brecha por sexos para conseguir la igualdad.

La nueva versión del mito de Giges cobra realidad así de la mano de una ley que permite el ficcionado de un dato registral, el sexo, sin necesidad de que se acredite lo que lo motiva. Lo que hasta ahora se hacia de manera excepcional y con garantías se convierte en general y libre de requisitos, abriendo de este modo las puertas para que se cometa el fraude de ley. Es la consecuencia directa de despojar al sexo registral de un fundamento material, objetivo e inmutable – el sexo con el que se nace – que ahora pasa a depender de un sentimiento. Pero ¿qué significa «sentirse mujer»? ¿Cómo demostrar los sentimientos? ¿Cómo tener la certeza de que es una persona trans la que está solicitando el cambio de sexo registral si lo puede hacer cualquiera con su sola manifestación?

Podría pensarse que estos casos fraudulentos son minoritarios, marginales o insignificantes y que no afectan a los logros del feminismo ni a la lucha por la igualdad real. Se equivocan quienes piensan así porque esta no es una cuestión cuantitativa. Las conquistas del feminismo se ven amenazadas desde el momento en que una sola mujer pueda ver pisoteados sus derechos. Y lo que es peor: al amparo de una ley que garantiza la impunidad de quien usurpa una identidad sin más base que la de una declaración. ¿Realmente pensamos que es imposible que alguien pueda aprovecharse de una ley para obtener un beneficio que de otra forma no conseguiría? Si no hay garantía o mecanismo alguno para evitar un posible fraude ¿es inconcebible que pueda darse? ¿Es que acaso no existen “Giges” en nuestra sociedad? Esta es la cuestión. Y, por el momento, lo que sabemos es que lo que no iba a pasar, hace ya tiempo que está pasando.

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