No lograrán imponer el silencio.

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El castigo como estrategia de persuasión coercitiva y lavado de cerebro.

Hace casi dos años que saltó la polémica en Twitter sobre unos tuits que escribí. Era verano, los días eran largos y hacía mucho calor. Son momentos de piscina y tiempo con los más pequeños. Mientras cuidaba a mis criaturas me permitía expresar mis opiniones e ideas en contra de la ley trans que se estaba tramitando. ¿Qué iba a temer? Twitter es una red social que a mí me gusta porque es práctica, puedes leer sobre temas muy dispares y te mantiene en la actualidad. Pero a veces, en algunos momentos, parece un bar del lejano oeste virtual, con sus puñetazos y sillas voladoras típicas.

Lo que yo no me podía imaginar es que dos asociaciones del colectivo LGTBIQ+ iban a poner una denuncia en la administración, no en el juzgado, por mis opiniones en una red social. ¿Qué alcance iba a tener yo en mi cuentita de poco más de 1000 seguidoras? Esa denuncia a la extinta Consejería de Igualdad de la Junta de Andalucía (que hicieron llegar a otras consejerías también) recogía que yo hacía terapia de conversión a través de Twitter, que obligaba a la gente a aceptar sus cuerpos y deconstruía los estereotipos de género. También me acusaban de odiar a las personas trans, de discriminación y, aunque que no lo pusieron, seguro que también pensaron que era culpable de matar a Manolete. En febrero me llegó por carta el expediente, aunque me enteré por la prensa días antes.

Lo que pedían era un castigo de cinco años de inhabilitación en mi profesión y ciento veinte mil euros de multa, veinte millones de las antiguas pesetas. Casi “ná”, como se dice por mi tierra.

Esa denuncia trascendió a casi todos los medios contando que en Andalucía se hacía terapia de conversión a las personas “trans”. En otros directamente se asoció mi nombre a la “transfobia”. Todos afines a los partidos políticos de Podemos, IU y PSOE. Recuerdo cómo en agosto, seis meses después del inicio del expediente, parlamentarias políticas compartían, con indignación, un panfleto que anunciaba que la Junta de Andalucía había archivado el expediente, y que claro, eso era “¡transfobia!”. Mientras tanto, el PP autonómico callaba. El PP nacional se posicionaba en contra de la ley trans de Irene Montero, pero por la puerta de atrás firmaba nuevas leyes o mantenía las que ya existían en las autonomías.

Esta denuncia, a una servidora, que no soy más que una psicóloga y madre de una niña con discapacidad que apenas tiene tiempo para sí misma, pretendía servir de ejemplo para el resto. Buscaron aplicar un castigo desproporcionado para imponer el silencio a las mujeres y profesionales de la salud. El apoyo de las mujeres de a pie fue un bálsamo, creando una red, un sostén que me permitió pensar con calma, dentro de la que se puede tener cuando tu vida, la económica, social y laboral, pende de un hilo. A todas ellas aprovecho este espacio para darles las gracias. He visto que otras mujeres han sido atacadas con la misma estrategia, coaccionadas por pensar y escribir en contra de una ley que borra jurídicamente las categorías sexuales e impone sus propias reglas y valores, que rompe los principios fundamentales democráticos y que pone en peligro a la infancia.

Como resultado de esta experiencia tan desagradable, ha nacido un libro que yo no tenía previsto escribir: “La Secta. El activismo trans y cómo nos manipulan”. Intentaron castigarme por opinar diferente, me llevaron a pasar momentos de miedo y ansiedad por las acusaciones falsas, me hicieron perder dinero y tiempo e intentaron que me autocensurase. Mi respuesta es un libro que os ayude a estar prevenidas de esta manipulación y no caer en sus trampas psicológicas. No lograrán imponer el silencio.

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