Relato: La prosperidad

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Por Enrique Madrazo Gutiérrez

El señor Laza Chacón perdió su ojo derecho en una intervención quirúrgica habilitada para tal fin. A cambio, le entregaron un elegante parche marrón y la cantidad de dinero suficiente para acabar con todas sus deudas.

La noticia llegó a primera plana en periódicos y fue tan comentada en tertulias de televisión que terminó dando el salto al plano político. Por una vez, se pusieron todos de acuerdo. Resultaba inadmisible, intolerable que, a día de hoy, salgan a la luz noticias tan deshumanizadoras. Había que depurar responsabilidades. De esta manera, se obligó a que interviniera la justicia.

El empresario M. R. y el ojo derecho de Laza Chacón fueron llevados a los tribunales, acusados de atentar contra la salud pública, tráfico de órganos y demás barbaridades. Sin embargo, en el transcurso del juicio, la defensa del empresario presentó como prueba un contrato escrito, firmado y sellado ante notario donde el propio Laza Chacón ejercía de promotor, favorecedor, facilitador y publicitador de dicho intercambio, autor per se de los actos delictivos y castigables, lo cual eximía al empresario, al no ser el sujeto de dicha acción, de cualquier responsabilidad jurídica. A su vez, el señor Chacón, como único responsable, quedaba a su vez excluido de cualquier delito amparándose en su condición de donante. Dicho de otro modo, el señor Laza Chacón había tenido la idea de sacarse el ojo y buscar a alguien que lo necesitara a cambio de una cantidad de dinero fijada por él mismo. El juez no tuvo más remedio que desestimar el caso y el ojo del señor Laza Chancón y el empresario se fueron por un lado y el señor Chacón y su dinero por otro.

Aquel caso, todavía por conocer, promovió y reformuló las bases del tráfico de órganos. En muy poco tiempo, casos como el del señor Chacón fueron de nuevo titular. Riñones, brazos, próstatas, dedos…, cualquier órgano no prescindible fue susceptible de tráfico. Naturalmente, todo se hacía bajo la máxima confidencialidad. Un día aparecía un nuevo caso en la contraportada de algún periódico, otro día a la charcutera le faltaban dos dedos y al siguiente era un amigo el que había perdido una oreja.

Muy pronto aquel nicho de mercado fue aprovechado con inusitada rapidez y las clínicas privadas se multiplicaron por todo el país. Se produjeron grandes avances en medicina, fármacos que reducían el riesgo a que el cuerpo rechazara el órgano donado, grandes especialistas en trasplantes que llegaban de cualquier parte del mundo para abrir en el país una franquicia. Desde luego, hubo infinidad de detractores, activistas pro derechos humanos que lucharon por ilegalizar aquellas prácticas. Sin éxito, por supuesto. Todos los recursos y denuncias fueron ahogándose en el mar de la burocracia, naufragios promovidos por el momento álgido, el boom económico que vivía el país. La deuda privada decrecía al tiempo que la renta y el empleo alcanzaban su máximo nivel.

Lo que sí hizo el gobierno fue intentar aquel flujo de dinero. Surgió de esta manera el impuesto TUO, o Tarificación Única de Órganos, una tabla donde se establecía el valor máximo mercantilizable para cada órgano en concreto, del cual un veinte por ciento eran impuestos.

Durante algún tiempo la fórmula siguió funcionando. Llegaban al país gente de cualquier parte del mundo con la única pretensión de encontrar un donante. Surgió así el turismo de permuta, paquetes vacacionales que incluían el asesoramiento y la rehabilitación del paciente. En la ecuación sólo había dos incógnitas: el donante y el receptor. Hasta que, desde alguna oficina de análisis financiero, se dieron cuenta de un detalle. Casi el cincuenta por ciento de los individuos donantes invertían el dinero de la transacción en amortizar sus hipotecas.

Surgieron así las hipotecas Chacón, en homenaje al primer promotor/donante, quien había muerto años atrás de una necrosis ocular. De esta manera, el banco comenzó a ofrecer hipotecas por el valor máximo con que el TUO había grabado a cada órgano en particular y que el futuro donante debía devolver en cómodas cuotas mensuales. Se le daba la posibilidad, al futuro donante, de pagar su deuda sin perder ningún órgano.

El éxito fue abrumador. Se solicitaron y se concedieron miles y miles de estas hipotecas, sin más aval que un certificado médico que legitimara la óptima salud del órgano en cuestión. Y, a pesar de que las donaciones descendieron a niveles pre Chacón, la salud bancaria creció desmesuradamente, cotizando en bolsa en máximos históricos.

Hasta que sucedió lo inevitable. Por un lado, desde la aparición de este tipo de hipotecas, los ingresos logrados con el impuesto TUO fueron mermando drásticamente. A su vez, el descenso drástico en las donaciones llevó a la quiebra a gran parte de las clínicas privadas, que a su vez habían contraído grandes deudas imposibles de sufragar. Una pieza de dominó que fue arrastrando a muchas otras en su caída, extinguiendo casi por completo el turismo de permuta. Se perdieron de repente miles de puestos de trabajo que, en su gran mayoría, todavía endeudados, optaban por la opción más sencilla: pedían y se les concedían créditos Chacón, lo cual no hacía más que aumentar su deuda. Y cuando no podían hacer frente a sus cuotas, muchos optaban por pedir hipotecas de cualquier otro órgano. La gran mayoría no tuvo más remedio que pagar con la donación. Se quedaban sin una oreja, medio pulmón, una pierna, pero sí con la factura de la operación, que había de sufragar el donante. Los bancos, a su vez, reclamaban el valor del producto al gobierno, quien previamente había garantizado legalmente su valor gracias al impuesto TUO. De esta manera, tanto los unos como los otros continuaban contrayendo más deuda. Y como cada vez había más impagos, los productos financieros sustentados por esta modalidad de hipoteca fueron devaluándose drásticamente.

Por otro lado, el gobierno, ante el considerable aumento de incapacidades y jubilaciones parciales derivadas de estas donaciones, tomó la drástica decisión de desvincularlas del servicio de salud pública, entendiendo que eran donaciones voluntarias y con ánimo de lucro que deberían ser cubiertas en el ámbito del sector privado. Es decir, animaba a los donantes a contratar un seguro privado antes de hacer dicha donación que les amparara de futuras secuelas. Algo que muy pocos pudieron elegir y que dejó sin amparo a miles de tullidos que, además de la salud, terminaban por perder su trabajo y la posibilidad de encontrar ningún otro.

Las calles fueron llenándose de enfermos mientras los bancos les desahuciaban de sus hogares y sus órganos no vitales. El gobierno, como no pudo ser de otra manera, se vio obligado a intervenir y comenzó a rescatar de la quiebra a los bancos y las compañías de seguro, imprescindibles para que el dinero siguiera fluyendo y llegando a quien lo pudiera pagar. Por su puesto, hubo protestas, manifestaciones, sentadas, desfiles, huelgas, en fin, pacíficas reivindicaciones que obligaron a instituciones y dirigentes políticos a reaccionar. Hablaron, propusieron, garantizaron, prometieron. Es decir, dejaron que transcurriera el tiempo, que todo lo amansa, esperando tiempos mejores.

En los televisores se multiplicaron los debates, con expertos que insistían que no había una solución fácil. Que la solución era el problema. Decían, si no es posible encontrar una solución entonces es que el problema está mal planteado. Y todos se fijaban en las consecuencias.

—Vamos a necesitar una generación entera para llegar a donde estábamos antes. Toda una generación perdida…

Y la audiencia crecía, protestando con firmes brazos cruzados.

Sin embargo, aquello de la generación perdida no cayó en saco roto. Desde algún despacho, un ingeniero financiero encontró una solución. Con el interés del dinero en mínimos históricos, habían intentado conceder líneas de crédito a devolver a largo plazo, sin éxito. Hasta que encontraron la fórmula. La idea era muy sencilla: conceder grandes cantidades de dinero a familias. Una línea de crédito que involucraba al núcleo familiar sin excepción. El único requisito, tener hijos. Se denominaban hipotecas futuro. A pagar en cómodas cuotas por los descendientes.

Y llegó la prosperidad.

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