Claustro

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CAPÍTULO 32

   El día en que Gronfgold se hizo dueño de todo el planeta Ovidio supo que le iba a costar sangre, sudor y lágrimas deshacer ese entuerto.

   Empezaron a aparecer por doquier grandes figuras totalmente cubiertas. De los pies a la cabeza no tenían nada al aire. No se sabía muy bien cómo veían, pero veían, vaya si veían. Se dedicaban a cobrar el único impuesto que Gronfgold exigía. 

   Una vez al año se reunían los togados, como se les llamó, en las plazas de los pueblos o en las grandes avenidas de las populosas ciudades. Un gran cadalso se construía para la ocasión. Multitud de mecanotubos constituían su base y según se iba ascendiendo se iba llegando a la cúspide donde un agrimensor de las culturas, vestido con un hábito rojo como la sangre depositaba las ofrendas en un agujero. Éstas caían por un tubo hasta ser depositadas en el volquete de un camión. ¿Pero qué constituía el grueso de ese impuesto? No era dinero, ni acciones, ni fuerza de trabajo, ni cualquier cosa que pudiera parecer valiosa, era, única y exclusivamente el peso de cada una de las personas en libros, en arte, en pinturas, en esculturas, en cualquier tipo de manifestación cultural que hablara de la historia del lugar en cuestión. 

   Al quinto año de su reinado no había ya en el mundo ningún hogar que dispusiera de libros. Los más orgullosos lectores de las ciudades y los pueblos apenas pudieron abastecer el impuesto uno o dos años a lo sumo, después cada cual fue cogiendo aquí y allá sobre todo estatuas. Pesaban mucho y al tercer año ya habían desaparecido de las calles y de las grandes avenidas. Después los edificios históricos fueron desmantelándose poco a poco para pagar el peso de los ciudadanos que, dicho sea de paso, se fue haciendo cada vez más liviano. 

   La efigie de Gronfgold lucía en cada calle en pequeños dispositivos que colgaban de las farolas y proyectaban una imagen del Gran Líder cada vez que una persona se cruzaba en su camino. Era pues omnisciente. ¿Pero qué pasó con todo lo demás? Por lo demás la vida siguió prácticamente igual. Los delitos descendieron hasta valores mínimos. Pareciera que nada hubiera cambiado pero dentro de cada ser comenzó a sentirse un vacío que era difícil de llenar. Los libros estaban ya prohibidos, el cine o el teatro estaban prohibidos, las manifestaciones de cualquier tipo o condición estaban prohibidas y la cultura había desaparecido. Sin embargo los dispositivos como los móviles habían tenido una revolución enorme. Nuevas aplicaciones divertidas y absurdas habían aparecido por todos los lugares del mundo. Imágenes de la vacuidad universal que se estaba difundiendo por todo el orbe. Pero había aún fanáticos de la lectura que se reunían en secreto para recitar poemas o para leer libros en petit comitè. Se jugaban la vida, literalmente.

   Ovidio no podía hacer gran cosa. Se pasó el tiempo tratando de buscar a las musas para intentar llevar a cabo algún tipo de plan pero, incluso con sus poderes, no pudo saber dónde estaban. La suerte estaba echada, poco a poco, la cultura varias veces milenaria de la tierra iba a ser olvidada. Ovidio miró los grandes proyectores de una calle de Paris y observó cómo se había desmantelado por completo el Coliseo de Roma. En su lugar un campo de fútbol de doscientos mil espectadores de capacidad lucía orgulloso pero sin gracia. Un gran aparcamiento había sido construido en el antiguo foro y Roma parecía ahora una ciudad sin memoria. Los transeúntes andaban por la calle mirando al suelo. Una sensación de vergüenza infinita reinaba sobre los italianos. No eran los únicos, los griegos se sentían igual, los españoles, los franceses, los mexicanos, los chinos, todos. Ovidio vio cómo él mismo sufría de esa sensación e incluso sus poderes comenzaron a desaparecer poco a poco. Se fue volviendo huraño y se volvió a trasladar a su hogar de siempre buscándose una ocupación de barrendero porque los colegios y las universidades cerraron pronto. Ya no eran necesarias. Los museos fueron desarticulados, en su lugar se levantaron bares, se construyeron aparcamientos, se habilitaron oficinas porque había que mantener ocupadas a las personas para que no pensaran. Ovidio creía que algo más había ocurrido con la gente, ¿Por qué eran tan mansos? ¿Por qué razón habían aceptado todo sin protestar? ¿Acaso el uso desproporcionado de la fuerza bruta había parado alguna vez a las mujeres y los hombres del mundo en la lucha por las causas justas? ¿Qué más había hecho Gronfgold a la gente para mantenerla así de tranquila?

   A menudo pensaba en los treinta y seis sabios del trono y en su sacrificio en vano. No había tenido noticias de ninguno, ¿Pero cómo las iba a tener si estaban en mundos distantes? Les había enviado a una muerte segura. ¿Estaban sentenciados desde el principio? ¿Había alguna manera de deshacer ese entuerto? ¿Cómo podría comunicarse con ellos? Si es que aún vivían. Olvido se apretujó en su sillón y los dispositivos de su hogar, obligatorios, se encendieron y proyectaron las noticias del día. Cosas absurdas y cotidianas. Casi se podría decir que eran repeticiones inconscientemente metidas a la fuerza en el subconsciente colectivo. Era una llamada a la calma. Ovidio podía sentir cómo su cuerpo se relajaba. Sus músculos se volvían fláccidos y su cerebro desconectaba de todo ansia y toda preocupación. Era como una droga. No obstante se dio cuenta de un detalle, hacía un tiempo que Gronfgold no se dejaba ver en público. ¿Dónde estaba? Se hablaba de una especie de corte itinerante como en la Edad Media. Ovidio trató de concentrarse para intentar observar el mundo y detectar a Gronfgold. Rompió el odioso proyector de irrealidades y se sentó en su sillón. Cerró los ojos y pensó en su enemigo. Se acordó del momento en el que le cortó la cabeza, se acordó de la sangre que derramó sobre el suelo entre un montón de libros y de cuadros antiguos y, entonces, pudo intuir tan solo una palabra que se repetía una y otra vez en su cerebro: Montecassino.

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