El archipiélago de la mafia

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El pasado lunes detuvieron al último capo de la mafia, o eso dicen.

El concepto de libertad es efímero, difícil de cristalizar y, por contra, adaptable a las exigencias de todo buen orador, cómoda almohada sobre la cual dejar reposar las buenas intenciones, pero arma sin punta, inofensiva si la quieres utilizar para encontrar certezas y sistemas de valor.

Con este propósito, para evitar equívocos, quiero proponer una definición bien precisa de libertad, del filósofo catalán Antoni Domenech:
«Pensemos por un momento en la solubilidad de la sal, es una propiedad que la sal mantiene aun cuando no está materialmente disuelta en un líquido (concepto filosófico de disposicional).
Cuando nos aprestamos a definir el concepto de libertad podremos utilizar el mismo concepto: no es suficiente estar libre de otra interferencia en un momento determinado, es necesario que la sociedad en la que vivimos esté estructurada de tal manera que se pueda impedir en todo momento y a todo aquel que tenga esa intención, de interferir arbitrariamente en nuestros planes de vida. Por esta razón, el esclavo más afortunado no será nunca libre en sentido pleno, en tanto en cuanto estará siempre expuesto al capricho arbitrario de su amo».

Creo que una definición así pueda constituir un punto de vista interesante para medir el éxito de la acción de combate de la criminalidad organizada.

Me preguntan a menudo en qué punto está la mafia y mi respuesta gira en torno a: «la mafia ya no mata», «la mafia sumergida», «desmilitarización», pero es cierto que con estas expresiones se hace referencia continuamente a una metamorfosis no permanente, de futuro incierto, dictado por las contingencias.

La mafia podría empezar de nuevo a matar si fuera necesario, si esto fuera útil para satisfacer la» cruel vocación por la riqueza», de la que hablaba Rocco Chinnici.

Rocco Chinnici, magistrado antimafia, fue asesinado el 29 de julio de 1983 a las 8 de la mañana, con una autobomba (método en aquel entonces definido como libanés), en el portal donde vivía, mientras iba a trabajar. Con él asesinaron a dos escoltas, Mario Trapassi y Salvatore Bertolotta. Murió también el portero del edificio, Stefano Li Sacchi.
El magistrado Chinnici había sido una figura incómoda. Era incómodo por su empeño, por su inteligencia, por su honestidad, por su capacidad organizativa. Era incómodo, sobre todo, por su independencia, a pesar de ser conocido como el bolchevique.

Su acercamiento al PCI no era debido a una orientación política que, como magistrado y juez, no se habría permitido jamás, al menos públicamente, ni a aspiraciones políticas, sino a la necesidad de apoyar y de ser a su vez apoyado por la única fuerza política que en aquel entonces intentaba contrastar el poder de la criminalidad mafiosa.

En ese contraste, se podría decretar el fracaso definitivo solo cuando la veríamos (a la mafia) relegada, impotente, en las condiciones de no ser nociva, y las adulaciones del voto de cambio, del enchufe y de la falsa competencia no surtieran efecto alguno en el conjunto de la sociedad siciliana.

Hace casi 200 años que arrastramos este fenómeno mortal nacido básicamente de la necesidad de defender la propiedad, y por ende el privilegio, contra cualquier cambio brusco de la sociedad.

La mafia ha sido siempre reacción, conservación y defensa y también acumulación de riqueza. Antes había que defender el feudo, ahora los concursos y las licitaciones públicas, los concontrabandos que recurren el mundo entero.

La mafia es trágica, a veces confusa y cruel vocación por la riqueza.

Rocco eligió uno por uno a sus hombres, a sus jueces: Paolo Borsellino y Giovanni Falcone. El trio de la lucha antimafia, el objetivo de Matteo Messina Denaro, el último capo.

Podría ser la revolución copernicana tan deseada por Rocco, Paolo y Giovanni. Cosa nostra existe y obra a la luz del sol, pero la burguesía italiana es como si no la viera. Y es que, afianzados hombres de honor son también abogados, médicos, empresarios, exponentes de partidos políticos. Éstos viven en una doble identidad, en un doble régimen de vida. Pero nadie se da cuenta. O mejor dicho, nadie se quiere dar cuenta porque gran parte de esos ciudadanos prefiere vivir parasitariamente en una posición en la que el silencio y la condescendencia se pagan con pequeños o grandes privilegios, con pequeñas o grandes «comodidades».

Los empresarios ganan los concursos públicos, gracias a sus amigos mafiosos, recibiendo créditos y fondos fuera de cualesquiera regla bancaria; las ventanillas de los bancos recogen ríos de dinero, acelerando las carreras de directores y funcionarios; algunos periodistas salen a cenar y juegan a las cartas con los capos de las barriadas, mientras otros escriben de la mafia como si de la árabe-fenicia se tratase y hasta se complacen de su reticencia y de su retórica, celebrando la cualidad de su periodismo anglosajón.

Y luego está la gente de los barrios obreros que siempre puede contar con el capomafia del lugar para un enchufe, un trabajo, una reivindicación más o menos lícita, a cambio de un voto.

El Estado debe intervenir concretamente y con espíritu moderno incluso en la estructura técnica de esta lucha.

Vivimos en una sociedad enferma, de la cual desconocemos las proporciones de la enfermedad, la gravedad, las dimensiones del contagio.

Yo no creo en el arrepentimiento de un mafioso. El mafioso es un personaje diferente al terrorista. El mafioso es un individuo que lleva consigo mismo la vocación de la violencia y el crimen. No tiene sentido de la moralidad, por tanto no puede tener arrepentimiento. Todavía puede existir un mafioso que, sabiendo que ha sido condenado a muerte por su adversario, para huir de la condena, se agarre a la única fuerza posible que pueda protegerlo. La justicia es su última bala, irónicamente.

Yo creo en los jóvenes, a los muchos que ayer celebraron, como yo, la detención de «U siccu» (así apodaban a Matteo Messina denaro). Creo también que no existe, a día de hoy una fuerza de roca para luchar contra la mafia, ese muro de tres lápidas que eran Rocco, Paolo y Giovanni que nunca se rendían. Nunca hablaron con resignación o miedo. Por los que, por cada uno que caía, siempre había otros diez dispuestos a seguir con mayor compromiso, coraje y determinación.

Nunca hicieron sentir que un juez siciliano en Sicilia siempre fue y es un hombre solo. Orgullosamente solo.

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