Ciao, Sara: muere la histórica dirigente de las Brigadas Rojas

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Nos ha dejado Bárbara Balzerani, la «jefa» de las Brigadas Rojas.

En el río de palabras que se ha escrito ya al respecto, considero que falta la honestidad intelectual del reconocer lo que han sido los años 70 en Italia.

Nacida en 1949 en Colleferro (provincia de Roma), militante destacada de la guerrilla comunista de los años setenta, prisionera durante más de dos décadas, escritora de gran sensibilidad, esta mujer reconstruye una historia tabú con preguntas pesadas como mazos.

Su libro “Camarada luna”, de una musicalidad literaria remarcable que, sin ser una autobiografía ni un relato de la historia de la guerrilla comunista italiana, expone un recorrido vital bello, personal y brutalmente honesto en torno a los denominados años de plomo.

Para ella escribir fue «un último deber militante de restitución de una memoria partisana que defiendo con amor y a la que sigo muy unida».

Balzerani estuvo involucrada en algunas de las acciones más impactantes de las Brigadas Rojas, como el secuestro del general estadounidense de tres estrellas y comandante de la OTAN para Europa meridional, James Lee Dozier.

Durante el secuestro del líder de la Democracia Cristiana italiana, Aldo Moro, Balzerani ocupaba, junto a Mario Moretti, la principal base operativa de las Brigadas de Roma, en Vía Grandoli 96. Hasta que un escape de agua hizo que la Policía la descubriera.

Ella fue una de las últimas figuras históricas de las Brigadas Rojas en ser detenida. Ocurrió en 1985, y recuperó su libertad definitiva en 2011. La prensa oficial la tildó de «irreductible» –categoría que ella rechazaba de pleno–. Se calificó así a los militantes que rechazaron los «beneficios» de la Ley de Delación (la colaboración a cambio de las treinta monedas de Judas; es decir, pasaporte, dinero y una nueva identidad) o los de la más tardía Ley de Disociación (dividir por dos la condena si el preso mostraba arrepentimiento de su trayectoria, abjuraba de su identidad pasada y hacía apología del Estado).

No obstante, Barbara Balzerani reconoce con sinceridad «qué difícil fue encontrar un punto de equilibrio entre no caer en la lógica de un insensato continuismo y no ceder en lo esencial, rechazando firmemente hacer negocio con la identidad, la historia y los compañeros».

Se mostraba revolucionaria hasta en su autocrítica al añadir que «muchas veces el incremento en las filas de las Brigadas Rojas se había producido paralelamente al debilitamiento de su propuesta política. Estábamos fuera de juego, no conseguíamos justificar la presencia de una guerrilla que disimulaba su crisis detrás de su capacidad militar, eso sí, a veces espectacular».

En efecto, fue un fenómeno de masas, de amplio arraigo social, con una guerrilla comunista que en sus diferentes expresiones, llegó a tener más de 2.000 militantes a principios de los años 80 y más de 6.500 presos políticos.

Los obreros y las nuevas generaciones se habían despertado y luchaban por una Italia más justa. Se había puesto en marcha un amplio movimiento obrero y popular, que por desgracia el PCI no supo entender a fondo.

Balzerani se mostró muy crítica con lo que fue el Partido Comunista italiano, el más potente de toda Europa, y con ciertos intelectuales «de izquierda» como Antonio Tabucchi: «Taponaron cualquier posibilidad de analizar críticamente nuestra experiencia. Encima, luego vinieron los 20 años de Berlusconi».

Mientras tanto, el Estado ponía bombas, maquinaba atentados terroristas y estrategias de tensión, los sectores internos del Estado planificaban golpes militares para instaurar una dictadura en España, en Grecia o en Portugal.

Los patrones ya estaban armados y disparaban antes que nadie, cómo ocurrió en Reggio Emilia o en Piazza Fontana. En este contexto, un trozo de Italia eligió la lucha armada.

Lo hizo, en mi opinión, equivocándose en muchas valoraciones, partiendo de la fase histórica y política, eligiendo una estrategia que no era ganadora. Pero sigue siendo un pedazo de la historia de Italia.

El Estado ganó militarmente al «terrorismo» pero nunca tuvo voluntad ni coraje de asumir su responsabilidad para superar este episodio histórico. Su única solución fue el de la venganza infinita. Y paradojas de la vida, quienes ganaron la «guerra del plomo» resultaron luego ser todos unos corruptos: Giulio Andreotti, expresidente inoxidable del Consejo de Ministros de la República Italiana, tenía relación orgánica con la Cosa Nostra siciliana.

El país estaba plagado de organizaciones secretas, como la potente red Gladio de la OTAN en Europa y logias masónicas como la de P2 a la que pertenecían muchos generales del Ejército y los servicios secretos, incluso Il cavaliere Berlusconi.

En conflictos de ese tipo hay responsabilidades colectivas a las que no puede hacerse frente mediante el tráfico de indulgencias, declaraciones policiales arrancadas con la tortura mecanizada, sin interrogarse sobre sus orígenes políticos.

La lucha armada en Italia fue diferente a las otras experiencias en Europa en esos años. No estaba ligada a movimientos nacionalistas, como en Irlanda o en Pais Vasco; no estaba aislada de las masas como el oeste de Alemania.

Es una experiencia que no se puede separar del importante movimiento popular de los años 60-70, donde nació y de la cual fue parte integrante. Las simplificaciones y la utilización arbitraria de la categoría de «terrorismo», como ocurre a menudo en política (¿os recuerda algo Hamás?) sirven a alejar esta verdad de la conciencia colectiva. Sirven a no reconocer que en Italia hubo un conflicto social del cual la lucha armada fue una expresión; se reducen las acciones de quien eligió ese camino a simple criminalidad o a locura individual.

El reciente acoso judicial hacia las personas de 80 años, por su presunta participación en acciones armadas de hace 50 años son la enésima demostración de esa doctrina que el Estado italiano no ha abandonado nunca.

Hay que reconstruir en Italia una perspectiva comunista y un partido digno de ese nombre.

Para hacerlo es necesario hacer balance crítico de toda nuestra historia: del PCI y del movimiento comunista italiano, del cual me siento integrante y heredera, pero también de las amplia experiencia del movimiento obrero.

Las experiencias de las luchas armadas son parte de esta historia. Por eso hay que estudiarlas de manera crítica, rehuyendo del romanticismo, sin reticencias.

No obstante, en cada valoración crítica, hecha a posteriori, siempre habrá un punto fijo: como comunistas hay que pensar que el mundo se divide en clases y hay quien está con una clase y quien está con la otra. Existe un campo de los nuestros y otro de los otros.

En este sentido, a pesar de las diferencias, Barbara Balzerani era de los nuestros. Una camarada. Y como tal la recordaremos.

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