Cultura del esfuerzo. Revisión desde la izquierda

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“Meritocracia” y “cultura del esfuerzo” son dos mitos neoliberales. Basta con que alguien los pronuncie y crea en ellos para saber de qué pie cojea: un leído marxiano, curtido en mil huelgas, no va a ser. El sueño americano, según el cual cualquier individuo, sea cuales sean sus circunstancias y condiciones de partida, puede acabar siendo un absoluto triunfador, haciéndose a sí mismo, saliendo del fango hasta conquistar, solo y contra todos, la cima del éxito es, en efecto, no sólo un sueño sino un dogma peligroso que condena y juzga a los individuos como válidos e inválidos sin atender en absoluto a las condiciones materiales, sociales, familiares y políticas que disfruta (y en la mayoría de los casos, padece) y que son las responsables casi absolutas de frustrar sus posibilidades por más que brillantes sean sus cualidades o de permitirle el éxito, billetes mediante, al más tremendo zote pusilánime.

Parece obvio que si una persona nace en un país rico, en una familia acomodada y recibe la mejor educación con un sinfín de recursos a su alcance (libros, material escolar, ordenador, habitación cómoda, silenciosa y cálida para estudiar, tiempo libre y de descanso con la única obligación de estudiar, vestido, alimento, atención médica, afecto, etc.) tendrá mucho más fácil estudiar y desarrollar una carrera exitosa, tanto académica como laboral, que una persona que carezca de recursos, que trabaje desde edades muy tempranas, sin apoyo material ni humano para formarse y ser exitosa.

Ahora bien, ¿la cultura del esfuerzo tiene una única lectura neoliberal? ¿Debe considerarse que cualquier exigencia de disciplina y constancia para progresar, particularmente a nivel académico, se acerca al neoliberal y hediondo mito de la meritocracia? No parece que inculcar las nociones de disciplina, esfuerzo, constancia, responsabilidad y el deber de cumplir con la obligación de cultivarse y formarse con tanto éxito como sea posible sea una mala enseñanza. De hecho, es imprescindible no sólo para la vida buena sino para la mera supervivencia. Y, además, civiliza.

Haber abandonado las redes sociales me permite declarar, sin temor a represalias, mi pleno acuerdo con el artículo de Pérez-Reverte, publicado hace unos meses, y titulado “Ahora somos un país de genios” en el que evidencia cómo el sistema educativo se degrada año a año hasta hacer de la Universidad un parvulario donde aprobar es la norma y aprender la excepción, con un nivel de exigencia ínfimo, algo que corrobora el catedrático Daniel Arias-Aranda en su artículo “Querido alumno de Grado: te estamos engañando” o  los siempre certeros artículos del docente de Historia en la  enseñanza secundaria Pascual Gil. Los tres, con semejanzas y matices propios, señalan una deriva de la academia, desde sus etapas obligatorias hasta el último ciclo universitario, hacia la mediocridad y la laxitud, siendo cada vez menor tanto el esfuerzo como, en consecuencia, el conocimiento exigido para culminar con éxito tan altas etapas educativas que, precisamente por ser las más elevadas, deberían ser las más exigentes y excelentes.

No veo por qué la izquierda debe despreciar la cultura del esfuerzo y la exigencia siempre que se asegure la igualdad material y la abundancia y gratuidad de recursos al servicio del estudiantado, con el justo refuerzo para aquellos que cuenten con condiciones más adversas. Una vez asegurado este apoyo material y humano, la exigencia ha de ser máxima porque lo contrario supone una devaluación sin precedentes de la academia y su función social, que no debe ser otra que hacer progresar a la humanidad en un sentido científico y económico, pero tambien ético y humanista. Hoy la Universidad expide títulos, que sirven para alcanzar la obtención de otros más altos y, se supone, desembocar en el ámbito laboral, a veces dentro de la academia misma. Si alguien recorre ese camino y en el trayecto aprende algo, será pura coincidencia, o puro empeño, pues no serán pocas las tentaciones para evitarlo (que van desde la imposición a los docentes de que regalen aprobados, hasta un temario exiguo, pasando, de nuevo, por obligar a los docentes de que prevean métodos de evaluación superables hasta por el más negado en la materia).

A diferencia de lo que sostiene Reverte, yo no creo que de este hecho tengan culpa los docentes, ni universitarios ni de la enseñanza secundaria. No los considero colaboradores necesarios, ni siquiera indirectos. Al menos, no a la mayoría. La administración ya ha previsto enterrarlos en toneladas de exigencias burocráticas que en absoluto sirven para su mejoramiento, ni de su tarea docente ni investigadora, ni, por supuesto, redundan en el mejor aprovechamiento de su trabajo por parte del alumnado; al contrario, lo frustran a propósito, robándoles tiempo y energía para ser buen profesorado y buen personal investigador. Y con todo, la inmensa mayoría se empeña en serlo y lo son, en contra de lo deseado por los gobiernos de aparentemente distinto signo.

Lo peor es que denunciar este hecho no es visto como una posición ética que pone en valor al conocimiento, el intelecto y el aprendizaje como palanca de progreso humano, social, científico y humanístico, lo que siempre ha sido una causa íntegramente ilustrada y radicalmente marxista, sino como un mantra neoliberal, neorrancio y facha, propio de profesores o escritores acartonados, chapados a la antigua, y otras lindezas que pronto se escupen a quienes osan señalar lo evidente.  Esto sólo prueba que la distopía postmoderna es ya nuestra realidad: el oprimido aplaudiendo que el amo le hurte las herramientas de las que con sangre y sudor se había provisto -como la educación universal y gratuita- para emanciparse, sin consciencia de ello, convencido, por el contrario, de que la mediocridad será un terreno más sencillo en el que progresar. Sin embargo, si uno es sincero/a consigo mismo/a, se descubre en el desengaño que advierten los autores citados. Ese sí que se aprende sin esfuerzo, pues se hace tanto más evidente y presente cuanto más pasa el tiempo y más oportunidades hay de revisar el camino con perspectiva.

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