Abandonar las redes sociales

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Existe un tipo de exfumador que resulta igualmente ridículo tanto para quienes fuman como para quienes no hemos encendido nunca un cigarro. Es ese que, tras treinta años fumando una media de dos cajetillas diarias, deja de hacerlo y a las dos semanas de conseguirlo abronca a cualquiera que ose llevarse un cigarro a la boca. Lo hace listando con mayor solvencia que el mejor neumólogo todas las consecuencias de dicho acto y la irresponsabilidad, cierta en cualquier caso, que conlleva. Supongo que, respecto a las redes sociales, a más de uno, y no sin razón, yo no podría parecerle muy distinta a esta clase de exfumadores. De hecho, sólo uno de los más plastas publicaría un artículo sobre su particular y reciente conversión.

Después de darme cuenta de que me consumían más tiempo, concentración, energía y buen humor de los debidos, imaginé una situación que ahora escribo y que me hizo sentir lo suficientemente ridícula como para tomar la buena decisión de abandonar las redes: Imagínese que se encuentra una plaza con miles de personas y un escenario vacío con un micrófono. Entonces usted, sin saber muy bien cómo, ni por qué, sube y expone en dos o tres frases la primera idea que se le ocurra, tanto da si es una opinión política, una interpretación de un hecho histórico o un consejo médico. Es del todo irrelevante si usted tiene o no formación en la materia sobre la que ha decidido pronunciarse o si su aseveración surge de la mera bilis y a saber de qué filia o fobia subjetiva y privada que esos miles que le escuchan, por suerte para ellos y para usted, desconocen por completo.

Imagínese además que, no contento con su hazaña, y decidido a no abandonar el escenario, espera pacientemente –o agresivamente, depende del ejemplar particular– la opinión de esos miles que le han escuchado y acepta que, uno a uno, vayan subiendo a espetársela, generalmente con un reguero previo de exabruptos e insultos contra usted y su familia, precedentes a la mejor o peor refutación que, tan osados e idiotas como usted, se atreven a hacer pública ante la misma muchedumbre. Imagine que está entre sus pretensiones responder a todos y cada uno de los exabruptos, según como tenga el día, rebajándose a su nivel o, mucho peor, creyéndose superior por no abandonar un tono falsamente educado y amistoso incluso con aquel que le ha ofrecido, literalmente, unas hostias como modo sintético de hacer constar su rotundo desacuerdo. Todo ante el mismo número de personas y todos los que se unen a esa rocambolesca ágora en cuanto han olido un poco de espectáculo. Imagínese, además, que esto lo hiciese todos los días, e incluso varias veces al día. Por si fuera poco, mientras todo ocurre, suponga que en la pantalla gigante de ese escenario, usted ha decidido proyectar centenas de sus fotografías personales: las de su boda, las de la paella del domingo pasado, los selfies besando a su pareja o a su abuela, las de su hijo en la playa, las de usted y su perro, la de este verano atrapando con los dedos la torre Eiffel y la otra también: la de sujetar la torre de Pisa, para evitar que se caiga… ideas que, por supuesto, antes que a usted, no se le habían ocurrido nunca a nadie.

Imagínese que, en medio de ese espectáculo, usted creyera que, si sostiene una afirmación acertada y justa, que las hay, y consigue que la misma sea suscrita por algunos pocos miles de personas, está poco menos que cambiando el mundo de manera cierta, tangible, objetiva, inminente, duradera. Imagínese que por ello usted toma por cierto el cuento de la lechera y cree que de esa suerte de activismo online en medio de semejante fango, sin orden ni concierto, surgirá una revolución que Lenin –pobre aficionado– envidiaría, congregando a sujetos con una solvencia intelectual que Marx –pobre bobo– ni siquiera atisbó.

No me río de usted que sigue en las redes. Me río de mí. Porque es sano y porque yo fui esa, la que no soltaba el micro. No niego, siquiera, que tengan cierta utilidad y admiro la paciencia de quien aguanta el chaparrón para colocar un miligramo de cordura entre esta tonelada de estupidez. Sin embargo, no es menos cierto que la repercusión determinante es, precisamente, la que trasciende el tinglado y logra poner sus objetivos en la agenda política: es decir, la que llega a las asociaciones, a los sindicatos, a los partidos, a la producción teórica, a los medios de comunicación, a la organización concreta. Es decir: la que asume las estrategias clásicas, las de toda la vida. Y para eso hace falta más que espetar ocurrencias. Todo lo demás es ruido. Un ruido que no escucho desde hace un tiempo y que, por suerte para el resto, he dejado de generar. Ese ruido que Azaña fantaseaba con silenciar proponiendo que “si cada español hablara solo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar.”

Tal vez, si Azaña hubiera conocido estas aplicaciones, afirmaría que, si cada persona se pronunciase sólo de lo que sabe, nadie tendría perfil en Twitter. Mucho menos yo. Por eso he dejado de dar la brasa.

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