El camelo de la enseñanza reflexiva

Hace ya muchas décadas que, en el discurso educativo, se impone la falsa dicotomía entre enseñanza reflexiva y enseñanza memorística. Falsa porque la una no es posible sin la otra. Es obvio que toda enseñanza debe desarrollarse en términos reflexivos, pero la reflexión no es posible si no se memorizan datos y conceptos. Vacía de contenidos, la reflexión se degrada y se reduce a simples ocurrencias. No es posible pensar sin datos en la cabeza. Esto resulta especialmente evidente en el caso de la enseñanza de Historia en Secundaria.

La Lomloe y sus reales decretos avanzan considerablemente hacia una enseñanza más reflexiva, en la que se propone al alumnado pensar a partir de los contenidos adquiridos. Lo que ocurre es que una enseñanza decididamente volcada hacia la reflexión resulta mucho más dura para el alumnado, pues los niveles de exigencia van más allá de la adquisición de contenidos. Plantear al alumnado la necesidad de producir pensamientos propios de carácter reflexivo, supone obligarle a memorizar los contenidos necesarios para después ir más allá y reflexionar sobre ellos. Como digo, esto eleva considerablemente el nivel de exigencia en la evaluación. Es decir, hace más difícil el aprobado para un alumnado adolescente que no tiene por qué haber adquirido aún la madurez intelectual que se requiere para lograr ciertas reflexiones. Si las enseñanzas se vuelcan en lo reflexivo, el alumnado potenciará sus competencias correspondientes, acelerándose su madurez intelectual, por supuesto, pero el grado de dificultad no dejará de ser alto, pues, insisto, un estudiante de Secundaria está en pleno proceso madurativo, proceso que se desarrolla a un ritmo diferente en cada individuo.

Pese a ello, el reto merece la pena. Si se imponen unas enseñanzas volcadas en la reflexión desde la Educación Infantil y Primaria, podrá lograrse en un futuro próximo mayor nivel en la Secundaria y una entrada de estudiantes mejor formados en la Universidad. El problema es que nos hacemos trampas en el solitario. Unas enseñanzas reflexivas, por todo lo dicho arriba, son más duras que las enseñanzas a las que hoy estamos acostumbrados. Malicio que por eso la carga reflexiva va acompañada de los llamados estándares de aprendizaje, es decir de una lista interminable de valores con los que se pretende medir absolutamente todo lo que hace cada alumno dentro y fuera del aula. La obsesión por cuantificar todo lo que ocurre en el proceso de enseñanza-aprendizaje destroza al propio proceso. De manera que, para responder a las exigencias de la interminable lista de estándares de aprendizaje, el docente debe cuantificar cada cosa que ocurre en el aula, evaluar constantemente y, por tanto, olvidarse de impartir la materia. En nombre de una evaluación objetiva, se hace imposible que el docente pueda instruir al alumnado para que este logre aprendizajes que después tendrían que ser evaluados. Con la puesta en práctica de los estándares de aprendizaje, el protagonista del proceso educativo deja de ser el conocimiento y la relación entre profesor y alumno en torno al mismo, para dar paso a unas tablas indescifrables de estándares de aprendizaje, en las que se supone que competencias y criterios de evaluación de todo tipo están perfectamente conectados. Cuando uno logra descifrarlas, lo último que le apetece es pasar a trabajar la construcción de la democracia en España o la Guerra de Independencia. Esos estándares de aprendizaje, y no la enseñanza reflexiva, son los auténticos protagonistas del sistema educativo actual. Con ellos, resulta realmente difícil enseñar y, más aún, suspender alguna materia.

Se habla de enseñanza reflexiva cuando realmente de lo que se trata es de reducir la enseñanza a unos pocos procedimientos. La naturaleza esencialmente pragmática de esta nueva enseñanza que se impone en España y en toda Europa elimina todo horizonte reflexivo, pues se trata de una enseñanza cada vez más desprovista de contenidos. Así tenemos una sociedad cada vez menos reflexiva, el utilitarismo hecho realidad en la peor de sus versiones. Una ciudadanía cada vez más vulnerable e inerme ante los bulos, las falacias y la manipulación que hoy, en las redes sociales, acaban determinando la opinión pública y los resultados electorales.

El pedagogo Javier Valle, un defensor del aprendizaje por competencias y la enseñanza orientada hacia el pragmatismo, lo explicaba claramente al inicio de una entrevista publicada el pasado 8 de noviembre en El País: “Una de las razones por las que cuesta que permeabilice el modelo competencial es que nuestra tradición educativa, por ser latina, napoleónica y mediterránea, es una tradición academicista, ilustrada y muy basada en la memoria. Nuestro sistema educativo, que fundamentalmente arranca con la Constitución de 1812 y se consolida con la Ley Moyano de 1857, es hijo del sistema educativo napoleónico francés. Es un sistema muy ilustrado, muy enciclopedista, basado en transmitir una información academicista de manera memorística. Ese no es el hilo conductor de la tradición educativa sajona y nórdica, que parte más de los gremios profesionales y está mucho más orientada a transmitir la práctica de la acción educativa.”

No se puede decir más claro. ¿Es compatible esto que plantea el pedagogo con la enseñanza reflexiva de la historia para generar ciudadanos conscientes de una sociedad democrática? Pues yo me quedo con Napoleón y los enciclopedistas.

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