Dos finales, dos parlamentarias y un año por delante

Al inicio del primer debate de las parlamentarias andaluzas, Macarena Olona afirmó que la diferencia entre Seine-Saint-Denis y Andalucía es que aquí no se ha celebrado la final de la Champions, porque, si así hubiera sido, los inmigrantes magrebíes habrían asaltado a los aficionados como en París. Creo que nadie le dijo que, si bien aquí no tuvo lugar la final de la Champions, sí que se celebró la final de la Europa League. Durante la misma, se produjeron numerosos altercados violentos que (supongo) se hicieron virales en las redes sociales. Mobiliario urbano destrozado, veladores de terrazas reventados, mesas volando, sevillanos aterrados, combates de boxeo entre hooligans que paralizaban el tráfico rodado… ¡Y no eran magrebíes! Eran blancos, británicos y alemanes. Blancos que tienen por costumbre perder los papeles con el alcohol y liarse a torta limpia cada vez que salen de sus países. ¿Qué se diría de ellos si fueran los hijos de la inmigración?

¿Por qué ocurrió aquello en Seine-Saint-Denis? ¿Por qué alguna gente de procedencia magrebí asaltó a los aficionados de la final de la Champions, aprovechando el caos organizativo en torno al Stade de France? Me cuesta imaginar que alguien en su sano juicio pueda pensar que aquello se produjo debido al origen étnico o religioso de los asaltantes. ¿Acaso hay nacionalidades más proclives a cometer actos delictivos y violentos? ¿Qué decir entonces de los británicos y alemanes que arreglaron sus diferencias a mamporro limpio en Sevilla, durante la final de la Europa League?

El distrito parisino de Seine-Saint-Denis, tan llorado por el malogrado Éric Zemmour (ay, lágrimas de cocodrilo), forma parte de lo que los franceses llaman la banlieue de París, es decir el extrarradio parisino. Barrios obreros en los que tradicionalmente el nivel de rentas ha sido de los más bajos. Estos barrios estuvieron bien cuidados hasta los años setenta, con una población autóctona que se mezclaba fácilmente con los inmigrantes que allí llegaban. Los niveles de desempleo eran bajos, la economía crecía y el Estado se encargaba de compensar las desigualdades sociales más graves, por lo que las familias de la banlieue, trabajadores de rentas bajas, se sentían integradas dentro y fuera de sus barrios. Sin embargo, a partir de los años setenta, se desarrolló la Crisis del Petróleo, terminaron los treinta gloriosos y el Estado del bienestar comenzó a desmantelarse. Así la República, a partir de entonces, fue desatendiendo a la población de la banlieue parisina, que a su vez fue la primera en caer víctima del desempleo. El deterioro de estos barrios obreros ha sido manifiesto durante los últimos cuarenta años, barrios que han caído en la marginalidad. Si el Estado se muestra incapaz de compensar las peores desigualdades, si el mercado laboral no ofrece posibilidades más allá de la precariedad, las familias actúan como salvaguarda generando un repliegue identitario alrededor de lo que les une: la procedencia, la etnia, la religión… Y a continuación llegan los nacionalistas como Zemmour diciendo que los problemas de Seine-Saint-Denis se deben a que la población de origen magrebí no quiere integrarse. La falta de integración, el enfrentamiento identitario entre nacionalistas e islamistas en Francia se debe a la degradación sufrida por las capas más bajas de la sociedad en los últimos cuarenta años, al deterioro de unos barrios en los que, en efecto, hasta los años setenta, la integración, la interculturalidad republicana, funcionaba. El aumento de las desigualdades sociales ha generado enormes bolsas de marginalidad, que evidentemente son foco de conflicto. ¡La República les ha fallado!

Esto es lo que trata de explicar Jean-Luc Mélenchon y la gente de la NUPES, la gran coalición de izquierdas que se ha convertido en la primera fuerza de oposición en Francia tras la segunda vuelta de las parlamentarias. Sin embargo, desde el Gobierno de Emmanuel Macron se les llama “islamogauchistes”, por creer que la integración pasa por entender a los hijos de la inmigración y que la República debe imponer con la misma contundencia igualdad y laicidad.

Alrededor de sesenta circunscripciones pasaron a la segunda vuelta de las parlamentarias francesas con un candidato de la NUPES enfrentado a un lepenista. Pues bien, por primera vez en la historia de la Quinta República, el presidente no movilizó a sus votantes contra la extrema derecha. Sencillamente porque temía perder la segunda vuelta de las parlamentarias y que se produjera así un escenario de cohabitación con Mélenchon como primer ministro. Parece ser que, a Macron, tan moderado de puertas hacia afuera, esta posibilidad le pareció peor que el enorme incremento de diputados obtenido por la extrema derecha en la Asamblea Nacional. Prefirió iniciar una campaña, que aún se desarrolla en los medios macronistas (es decir, casi todos en Francia), en la que se insiste repetidamente en que las izquierdas de la NUPES son tan extremas como los lepenistas de extrema derecha. Tal cual, hoy en Europa parece que defender los consensos de la segunda mitad del siglo XX en materia social y democrática, defender que el Estado nos protege en el marco de una economía de mercado, es cosa de extremistas. Pues este es el programa de la NUPES y de toda la izquierda europea más allá de los partidos socialistas volcados en soluciones neoliberales.

Es el programa del Gobierno de España. Tras la victoria de la derecha en las parlamentarias andaluzas, al Gobierno de coalición de izquierdas no le queda más que ser quien es. Debe seguir recorriendo el camino emprendido hace tres años, un camino terriblemente difícil con la pandemia, la Guerra de Ucrania… Pero un camino en el que el Gobierno de izquierdas ha demostrado el porqué de su existencia: reforma laboral, subida del salario mínimo, ERTE que salvaron millones de empleos durante la pandemia, revalorización de las pensiones, ingreso mínimo vital…

Los resultados en las elecciones autonómicas celebradas hasta la fecha (Madrid, Castilla y León, Andalucía) no auguran un futuro a favor de las izquierdas en las próximas generales. La inflación lo determina todo. Con los precios disparados, difícilmente puede hablarse de las conquistas sociales logradas con este Gobierno de coalición de izquierdas. Un Gobierno al que le queda un año para lograr reducir la inflación y poder hacer valer sus logros. En el Consejo de Ministros del pasado 25 de junio, se profundizó en las medidas sociales frente a la crisis y la inflación: ayudas a los hogares con rentas más bajas, aumento de las pensiones no contributivas, reducción del precio de los transportes, bajada del IVA de la electricidad, prórroga hasta fin de año de las ayudas del decreto de primavera… Pero el Gobierno no debe quedarse en el auxilio social a quienes más padecen esta situación. Un Gobierno de izquierdas debe desarrollar una política económica de izquierdas, en la línea de algunas de las medidas ya emprendidas, como la excepción ibérica para limitar el precio del gas y la electricidad, la congelación del precio de la bombona de butano, el nuevo impuesto a las empresas energéticas… La situación actual requiere que se vaya más allá, interviniendo en un mercado energético que está obteniendo beneficios aprovechando la situación precaria que viven millones de personas y las ayudas sociales del Estado. Es momento de replantear la necesidad de crear grandes empresas energéticas públicas, precisamente en este escenario en el que tan necesario resulta garantizar el acceso de todos a la energía. Es ahora cuando la ciudadanía puede entender mejor la trascendencia de las privatizaciones de empresas energéticas como Endesa durante los años noventa del pasado siglo.

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