¿Por qué no hemos quemado ya las calles? (II)

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En la entrada anterior de esta columna nos hicimos la pregunta del titular y llegamos a la conclusión de que, aunque existen condiciones objetivas más que sobradas para que se hubiera producido alguna protesta o, al menos, un movimiento contestatario y popular, en cambio predominan las actitudes que disuaden de la movilización.

¿Qué nos sucede para que nos someta la desidia? Podemos acercarnos a algunas respuestas sobre esta cuestión a través del enfoque de la Historia social denominada «Historia desde abajo».

Georges Rudé fue uno de los historiadores que observaron esta perspectiva. Movido por sus convicciones políticas -era comunista-, procuró en sus investigaciones poner en valor el papel histórico de los grupos sociales olvidados en los enfoques históricos tradicionales.

Rudé se preguntaba por las multitudes, por las masas que protagonizan los disturbios, los rostros de las revueltas, los lemas que se gritaban en los motines o el pensamiento de quienes formaban el tejido de las revoluciones.

«Aquellos historiadores para quienes las acciones de la multitud eran censurables -escribe Rudé (1)-, ésta parece ser impulsada por los más bajos motivos: la inclinación al pillaje, el dinero, la violación o sombríos instintos criminales. Para aquellos a quienes la multitud les resulta digna o les produce simpatía, son nobles ideales los que les impulsa, en especial los de inspiración liberal o de clase media».

Ambas versiones le parecían insatisfactorias, pues son visiones estereotipadas y carentes de base, realizadas desde arriba, desde la perspectiva política dominante.

De una forma semejante, en esa primera parte de esta entrada se intentó hacer, sobre la sociedad actual, un análisis similar:

El País (22 de mayo) nos explica que los europeos tendremos que malvivir por culpa del «desafío de Putin». La falsa conciencia es más que evidente en estos días de justificaciones imperialistas.
  • los estudios sobre intención política en la sociedad de hoy, aunque son formalmente correctos, son inexactos porque no describen la realidad completa, no contemplan (no les interesa contemplar) su totalidad dialéctica.
  • Al preguntar las causas, vimos que los expertos consideran que la sociedad española está polarizada. Pero observamos que se trata de una falsa polarización, una escenificación de un supuesto eje izquierda/derecha que es espuria, pues en lo que se refiere a los fundamentos del capitalismo todas las opciones políticas coinciden, o bien impiden la simiente de una ideología revolucionaria.
  • Apoyándonos en Lukács recordamos que esa forma de interpretar la realidad, aunque correcta dentro de los esquemas establecidos, no es más que un producto al gusto y medida de la ideología dominante. Esto es, una apología del orden existente, el capitalismo. Y que, aunque las personas realizan los procesos sociales con conciencia, ésta está imbuida de esa ideología dominante, de modo que es una conciencia falsa.

Profundizamos ahora un poco más en esos motivos de la desmovilización.

Durante el confinamiento tuvimos ocasión de entender -por las malas- que es mucho más avanzada una sociedad que posee sanidad y servicios públicos. Meses más tarde, continúan las privatizaciones en sanidad y en todo el campo público. ¿Qué ocurrió?

La sociedad que analiza Rudé es la del periodo preindustrial, entre el siglo XVIII y primera mitad del XIX, en Francia e Inglaterra. ¿Podrían compararse las conclusiones a las que llegó en sus estudios con la sociedad de hoy, dada la enorme diferencia?

Creo que, pese a esa disimilitud, es posible establecer una semejanza.

Rudé observó, al analizar las fuentes archivísticas sobre la procedencia de las personas que realizaban las protestas y revueltas, que estas no provenían de la turba de los barrios más bajos, sino que eran personas que, aunque lógicamente humildes, eran ciudadanos con un arraigo social y una ocupación estable (maestros de taller, artesanos, asalariados de pequeños comercios). La gente común.

(Podría recordarse aquí, de pasada, que los componentes de aquella liga que encargaron -y apremiaron- a unos jóvenes Marx y Engels la redacción del Manifiesto eran principalmente respetables sastres).

Sobre sus pensamientos, Rudé aprecia que poseen un cuerpo de ideas lógico y que está relacionado con el funcionamiento de la vida social. Es decir, no eran masas carentes de racionalidad. Eran personas sensatas, apoyadas por ideales justos de los que reivindicaban su defensa por las autoridades.

De ahí concluye que a las motivaciones coyunturales (subidas de precio, desempleo, carestía de alimentos) le precede un malestar social estructural y una cierta conciencia social que compone una mentalidad colectiva.

Pero para que esa mentalidad se desarrolle hacia una finalidad política, es precisa la intervención externa, de otros grupos sociales. Estas clases populares no adquieren una conciencia de tipo político si no es como resultado de una influencia ideológica externa.

En este punto es inevitable la conexión mental con Lenin.

Podría resumirse la inquietud de Lenin por la conciencia de clase en una frase axiomática del famoso panfleto de las Tres fuentes: «Las personas, en política, han sido siempre víctimas del engaño y lo seguirán siendo mientras no aprendan a descubrir detrás de todas las frases, declaraciones y promesas, los intereses de una u otra clase«.

«Sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario», dictaminó Lenin. Y en una de sus obras (2), sobre la espontaneidad de las masas, escribe: «En las huelgas o motines primitivos se reflejaba un cierto despertar de la conciencia: los obreros perdían la fe tradicional en la inmutabilidad del orden de las cosas que los oprimía. Pero esto era más que lucha una manifestación de desesperación y venganza. Los obreros no podían tener conciencia de la oposición irreconciliable de sus intereses con el régimen político, esa conciencia sólo podía venir desde fuera».

Los medios de masas tienen el poder de dar la vuelta a la verdad. En este caso, la propaganda que justifica el envío de armas a Ucrania alcanza límites vergonzantes. En la imagen, el periodista Roberto Saviano cae en la trampa de compartir (como actual y por culpa de Rusia) la imagen de un niño mutilado por una granada ucraniana en 2015.

Pero ¿eso quiere decir que las personas comunes somos tontas? Los dependientes, limpiadores, administrativos, técnicos, operarios, ¿somos personas ignorantes o incapaces?

No es así. Nos aclara el propio Lenin, en la obra citada: ¿por qué el movimiento espontáneo conduce al predominio de la ideología burguesa? Porque ésta es más antigua, está establecida en la sociedad y posee medios de difusión incomparablemente mayores. La clase obrera tiende al socialismo de manera espontánea, es cierto, pero al ser la ideología burguesa la más extendida es la que se acaba imponiendo entre los obreros. 

El error del culto a la espontaneidad -afirma Lenin literalmente- no comprende que la espontaneidad de las masas exige una elevada conciencia.

Sobre esta cuestión, es explícito Lukács: «una vez inaugurada la crisis económica definitiva del capitalismo, el destino de la revolución (y con él, el de la humanidad) depende de la madurez ideológica del proletariado, de su conciencia de clase» (3).

Para los trabajadores -insiste Lukács- la ideología no es una bandera bajo la cual luchar, ni una capa disimuladora de sus objetivos, sino la finalidad y el arma mismas. Toda táctica del proletariado que no obedezca a principios o carezca de ellos, impone un método de lucha burgués o pequeño-burgués y le arrebata sus mejores fuerzas.

El lector perspicaz podría argumentar que todo esto quizás sea válido para el indignado artesano sans-culotte objeto de estudio de Rudé, o para el marinero de la Armada zarista con simpatías soviéticas que lee una octavilla impresa por Lenin. Pero en el caso del ciudadano actual de la Era de la Información, con todo el saber al alcance de un clic y miles de followers, ¿cómo puede ser falsa su conciencia?

Sometamos a experimento al ciudadano actual en un simple ejemplo de la actualidad.

Responsables de Podemos e Izquierda Unida han tratado de promover un republicanismo a través de la denuncia de los escándalos de corrupción; su análisis rara vez profundiza en la estructura de grupos sociales y el papel que en ella desempeña la Monarquía, ni en la relación histórica del franquismo con los grupos de poder económicos actuales, ni la influencia de la Alianza Atlántica.

La reciente visita del rey emérito ha causado el natural escándalo en la izquierda española. Una infamia lanzada a la cara de los trabajadores, en tiempos de enorme crisis.

Nosotros, los súbditos, disponemos como principal referencia sobre este asunto precisamente esa indignación de los representantes parlamentarios. Nuestra conciencia del problema está alimentada principalmente por la información que proviene de ellos y de los medios afines.

Pero ocurre que esa indignación se dirige hacia los escándalos de corrupción. Las comisiones, las cuentas en paraísos fiscales, los exorbitantes gastos en sus amantes, etc. Lógico que esto mueva al enojo, pero ¿aplica en su análisis la totalidad dialéctica?

No realmente. Se enfoca el aspecto superficial y se deja en segundo plano el trasfondo, tanto el histórico (el paso «modélico» del fascismo a la democracia, el papel de EEUU en el proceso, la estructura de grupos de poder económico en España) como el social (una democracia fundada en una estructura de poderes jurídicos o legales atravesada por poderes económicos que sucedieron al franquismo, el alineamiento geopolítico).

El periódico inglés The Economist, poco sospechoso de izquierdista, es más atrevido en sus calificativos al rey emérito («payasadas») que la mayoría de prensa española; aun así, considera que el problema es sólo un «un dolor de cabeza» para el hijo.

¿Por qué se ofrece a los trabajadores españoles un análisis sesgado y en cambio se les escamotea el que les permitiría abrir los ojos y evadirse de su falsa conciencia? Como escribe Lidia Falcón en una entrada anterior de este mismo medio, parece que a los españoles les indigna más un elefante de Botswana que los niños que hayan muerto bajo las bombas de las monarquías del Golfo Pérsico, con las que España negocia a través del mensajero y comisionista borbónico.

Serviría para aplacar la indignación social, simplemente, dejar que el tiempo pase y se produzca la sucesión de las manos, ya limpias, de Felipe a Leonor de Todos los Santos. Para ello la clase dominante somete con su ideología, pero ésta no es rígida, puede adaptarse a las circunstancias. Si un país mantiene una anacrónica estructura de reyes, nobleza y burguesía, como en España, se dirá que para eso existe la separación de poderes.

De esta forma, el urbanita de nuestros días, pese a sus miles de seguidores en redes, absorbe y propaga una ideología que no es la que conviene a sus intereses de clase. Si el sans-culotte o el marinero soviético corrían el riesgo de ser engañados por la falta de información, nuestro sofisticado ciudadano tecnológico lo es también pero por exceso. El bombardeo de informaciones de televisiones, prensa, radios (ahora podcasts y directos en streaming), le darán una visión uniforme y monocolor.

Nuestro usuario de las redes considerará que otro gallo cantaría si hubiese más diputados de izquierdas, pese a que ya existan representantes que poseen el altavoz más potente para advertirle de los engaños de la ideología dominante, las carteras ministeriales, y no lo hacen.

Para terminar propongo tres puntos para el debate sobre el problema de la desmovilización:

  • El capitalismo ha sabido adaptar con gran astucia los avances tecnológicos a la dominación de las masas. El individualismo tiene un poderoso aliado en las redes sociales, que dan una sensación de movilización irreal. De igual modo se fomenta un tipo de comunicación cada vez más empobrecida, no hay lugar a la lectura extensa ni al razonamiento. Los mensajes han de ser breves o serán ignorados, y deben apelar a los sentimientos, que no precisan de un gran análisis y son impulsivos, en lugar de a los argumentos.
  • La ausencia de un referente socialista ha conducido a las generaciones siguientes al estado del bienestar a la aceptación resignada del capitalismo como algo inevitable. Observemos que hemos aceptado, aún fresco el horror de la pandemia, un nuevo Plan Marshall para la recuperación de la UE, que no es discutido (incluso es apoyado) por la izquierda parlamentaria: un nuevo parche para mitigar las preocupaciones de los trabajadores. Analicemos la ocultación premeditada que en Europa se ha hecho del ejemplo cubano para superar la pandemia, la producción de su propia vacuna (no solo producción a pesar del bloqueo criminal, sino el ofrecimiento de la colaboración científica internacional y la solidaridad a otros pueblos de sus brigadas médicas), mientras que aquí nadie se inmutaba por los enormes beneficios de las grandes farmacéuticas y nuestro Gobierno firmaba contratos opacos por miles de millones.
  • La degradación ideológica que ha supuesto el conformismo de la «política útil», una vulgarización o relajación de los mensajes marxistas (incluso la negación del marxismo desde partidos supuestamente marxistas) que elogia la capacidad de la «política realista», en vez del enfrentamiento directo con las cuestiones últimas del proceso económico. Al separarnos de los métodos que promueven la conciencia de la clase trabajadora, nos ponemos del lado de la conciencia de la clase dominante. Vemos cómo los mensajes políticos actuales (todos dirigidos a lo electoral, por supuesto) tienden a ser cada vez menos beligerantes, y se apela a la cordialidad, al diálogo, al acuerdo.

No hace falta explicar que, para los trabajadores, la capacidad del capitalismo para prolongar esa falsa conciencia es enormemente perjudicial, pues cae sobre su propio perjuicio; para el pequeño burgués, la conciencia construida sobre la fe en las instituciones, en el individualismo y en la política útil, será falsa, será incompleta, se limitará a una practicidad insuficiente, pero redundará siempre en beneficio de los de su misma clase.


1. Georges Rudé, La multitud en la historia, ed. S.XXI, pág 255
2. Lenin, ¿Qué hacer?, ed. Progreso, obras escogidas, pág 139
3. György Lukács, Historia y conciencia de clase, ed. s.XXI, pág 136

1 COMENTARIO

  1. Buen análisis del contexto comunicacional.
    El problema de la clase obrera en España radica en la debilidad del PCE como «estado mayor» de un proceso de comunicación alternativo. Un proceso que no deberá pivotar sobre la tecnología, donde luchamos en desventaja, sino que debe asentarse en una accion comunicativa de las masas para las masas. Esto requiere un sistema organizativo del Partido centrado en dicha tarea y menos en la acción institucional de carácter elitista que basa su transmisión a las masas en los medios burgueses.

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