En defensa del amor libre y recíprocamente exigente

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Últimamente, al amor sólo le salen enemigos. Lo culpan de cosas que él no ha hecho. Tal vez se hayan perpetrado en su nombre, pero le son del todo ajenas. ¿Qué culpa tendrá el amor de que se le suponga el móvil de acciones y convicciones execrables que no sólo no motiva, sino que su esencia misma las repele e impide radicalmente? Si el amor está presente, no cabe la violencia, ni la posesión, ni el control, ni los celos, ni la exigencia de renuncia y anulación del otro. El amor impide desear el sometimiento de la otra, impide disfrutar o exigir la inferioridad de la otra. Donde puede comparecer el sometimiento, el amor no está. Si llamamos amor a lo que la mayoría hace en nombre del amor sin que lo sea, la culpa es nuestra y del sistema que permite esa suplantación, no del amor mismo.

Sin embargo, está de moda renegar de él, relativizarlo, ridiculizarlo, considerarlo vetusto, anacrónico en el hoy, rancio, oscuro e indeseable. Se le supone capaz de falsear nuestras vidas, de cegarnos, de confundirnos más que el genio maligno de la hipótesis cartesiana, de hacernos torpes, débiles, alienadas, irracionales, irascibles y posesivos. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si tan sólo ocurriese que el amor es otra cosa y no lo que nos hemos empeñado en decir que es? ¿Y si mucho de lo que identificamos como amor sencillamente no lo fuera?

El feminismo la emprendió con el amor romántico. E hizo bien, –¡muy, muy bien!– si por amor romántico entendemos una relación basada en los celos, en la posesión, en entregarse de forma autómata al otro aun cuando ese otro arruine nuestra dignidad, nuestra integridad, nuestra tranquilidad, nuestra felicidad y nuestra libertad. Pero si el otro hace eso, entonces el otro no ama; el otro somete, aliena, domina y explota con toda su vileza. Y la que cree amar al que somete, la aliena y la explota, tampoco ama por convencida que esté de ello. Se encuentra alienada, pero no por el amor, sino por el patriarcado y por el opresor concreto que mantiene su sometimiento. El patriarcado repele al amor porque el amor sólo puede darse genuinamente entre iguales, por eso amor patriarcal es un oxímoron. El amor no es sometimiento y si alguien llama sometimiento al amor, el ruin es quien introduce la confusión, no el amor mismo, asediado y colonizado por quienes ilegítima pero deliberadamente usan su nombre para justificar sus actos.

Pero esta disquisición no parece tener demasiados partidarios. Al contrario, está de moda el discurso que banaliza “el amor”.  Por eso, hoy por amor se entiende cualquier cosa, sin que nadie o muy pocos tengan la delicadeza de intentar separar la paja del trigo; lo lamentable de lo genuino; lo que auténticamente corresponde al amor de lo que lo suplanta, convirtiéndose en su propio cáncer. Por eso, se le llama “amor” a una relación donde el uno somete y la otra es sometida. También se le llama “amor” a una relación homosexual que reproduce la lógica de dominación patriarcal. Igualmente, se califica como “amor” a una apetencia fortuita y superficial que lleva a consumir a alguien un rato para después desecharla, culpabilizándola si desarrolla sentimientos cuando se supone que no debe. Se define como (poli)amor a las deslealtades descaradas, al consumo de personas como chocolatinas (eso sí, como la “libre elección” hoy lo santifica todo, se hace de común “acuerdo” informando a las víctimas previamente de que van a ser consumidas y desechadas). Poliamor no son sino deslealtades anotadas en un calendario de acceso abierto a todas las víctimas de un mismo opresor. (Considero que, entre personas del mismo sexo, la práctica replica igualmente el mismo sistema que consiente al opresor disponer de cuantos trofeos sexuales reclame su despotismo. Igual de ruin. Igual de mísero).

Y, casi milagrosamente, en este mundo al revés aún hay quien sabe que se llama amor al sentimiento que se profesan dos personas entre sí, adultas, libres e iguales que –precisamente porque se aman– se desean, se respetan, se cuidan y velan por la dignidad y la integridad total de la otra y también de lo que constituyen como pareja, respetando la individualidad de la otra, sin renunciar a un proyecto común que exige compromiso y presencia. Sin embargo, a este amor, a mi juicio, al único amor que existe, al verdadero amor, al auténtico, se le da por perdido. Aun peor, una actitud pusilánime y descreída invita a que abandonemos cualquier expectativa que pronostique que pueda darse, mucho menos, mantenerse exitosamente en el tiempo. No hablo de un amor perfecto, ni de uno que lo pueda todo, ni de uno que en su camino no surjan baches, errores y desilusiones. No hablo de un amor sobrehumano imposible por perfecto. Hablo del que intenten dos personas respetándose, teniéndose en consideración, escuchándose, deseándose, cuidándose mutuamente, rectificando, solventando discrepancias con una actitud abierta y dialogante e intentando que una vida juntas les sea feliz, apacible y deseable, en libertad y armonía pese a no ser infalibles, aunque sí irreductibles en evitar la posesión de la otra. Ese amor sí es fortaleza y liberación. Ese amor sí fortalece la autoestima, la seguridad en una misma y la libertad para actuar, opinar y expresar lo que se desea sin temer ninguna coacción. Evitar la posesión de la otra poco o nada tiene que ver con celebrar que en su vida haya espacio para cinco compañeros/as sexuales más, sino en ser escrupulosamente respetuoso/a con sus necesidades, sus percepciones, su individualidad y su libertad.

¿Acaso ese discurso cínico y descreído de que un amor sano y pleno sea posible no es uno que disfraza el desinterés por realizar el esfuerzo y la autocrítica que requiere lograrlo? ¿Acaso instar a relaciones fortuitas, breves e idealmente simultáneas, elegidas a la carta Tinder en mano, no es sino un sucedáneo con el que se conforma quien aspiraría a otra cosa mejor, pero pensar en la madurez y el (feliz) esfuerzo que eso requiere termina por contentarlo con algo peor?

Defiendo (por supuesto, para quien lo desee) un amor libre, monógamo, recíprocamente exigente (que exija bondad, honestidad e integridad con uno mismo/a y con la persona amada), en estricta igualdad, mantenido por inconfundible deseo conjunto, pleno y equilibrado a nivel afectivo y sexual, y que dure el tiempo que haga feliz a quien lo experimenta y que termine, si ha de terminar, con cordialidad y con armonía y respeto a lo vivido. Defiendo un amor entre iguales que no renuncian a sí mismos, sino que deciden construir una vida mejor en compañía, sin posesión, ni consumo compulsivo, sin ataduras, pero sí con compromisos voluntariamente mantenidos, y con la vocación de aprendizaje conjunto. De que se llame amor a otra cosa, el amor no tiene culpa. Y de que se haya tirado el agua de la bañera con el niño dentro, tampoco. Por eso, defiendo, en síntesis, lo que firmaría la anarquista Federica Montseny o la comunista Hildergard Rodríguez y que, sin embargo, hoy –en esta distopía cutre que se nos está quedando– algunos denominarían una concepción «neorrancia». Neorrancios serán ellos, los que sucumben a opresiones viejas con nombres nuevos.

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