1914

El desarrollo del capitalismo financiero a nivel global ha conectado a todas las economías del mundo, multiplicando las fuerzas productivas y ampliando el desarrollo del comercio mundial. Ello ha generado grandes conflictos de intereses, que han precipitado la formación de nuevas alianzas internacionales enfrentadas en lo económico, lo diplomático, indirectamente también en lo militar… Rebrotan con fuerza los nacionalismos en el seno de las grandes potencias económicas. Un nacionalismo que reaparece con mucha fuerza en China, frente a unas potencias occidentales ensimismadas en planteamientos cada vez más reaccionarios, con la obsesión de la existencia de una minoría a la que se utiliza como chivo expiatorio, de la que se supone que está aquí para derribar las bases culturales de Occidente desde el interior. Se multiplican los pseudointelectuales que toman los elementos de la realidad que más les convienen, para difundir retorcidas teorías conspiratorias contra una nación en peligro, para presentarse como víctimas de una supuesta dictadura encubierta… Una izquierda que ha estallado en mil pedazos, dividida en el marco de los Estados-nación y sin capacidad para desarrollar un análisis y una acción de carácter global. Estoy hablando de 1914, pero también del siglo XXI.

El actual capitalismo globalizado, que tanto ha promovido el desarrollo de una industria de tipo toyotista y deslocalizada, ha generado enormes brechas de desigualdad, como en los tiempos del fordismo y la Segunda Revolución Industrial. Al mismo tiempo, el enfrentamiento diplomático entre las distintas potencias económicas, en su lucha por lograr espacios de influencia a nivel global, ha resucitado al nacionalismo como sujeto político de primer orden, al igual que en los años de la Belle Époque. Las izquierdas, encorsetadas en el marco de los Estados-nación, se muestran incapaces de realizar un análisis global de la situación y, por tanto, incapaces de lanzar grandes programas de impugnación frente a la globalización neoliberal. Parece imposible hacer despertar la ilusión por el humanismo, que es la fuente de todo programa transformación social y que, ahora más aún, debe expresarse en términos internacionalistas. El único internacionalismo hoy, por tanto, es el del neoliberalismo. Como a principios del pasado siglo, el capitalismo se muestra más global, más conectado internacionalmente que la clase trabajadora. La globalización que solo responde a los intereses de las élites de las finanzas, las industrias y el comercio, en su búsqueda de más espacios de poder. ¿Nos arrastrarán a todos de nuevo?

En un mundo en el que el humanismo retrocede, todos hablan de identidades sin que nadie explique exactamente qué es eso. Es el placebo para quienes habitamos un mundo cada vez más deshumanizado, donde lo universal se asocia exclusivamente a la competencia de intereses. El pasado siglo XX nos demostró que la más peligrosa de todas las identidades es el nacionalismo, capaz de arrastrar a millones de personas tras la estela de personalidades que simplifican la realidad, hablando de supuestas conspiraciones internacionales contra la patria, de traidores a la nación y de minorías inadaptadas. Estos discursos victimistas, cada vez más escuchados en España, Francia y todo Occidente, son extraordinariamente parecidos a los discursos nacionalistas de principios de siglo XX. En Francia, se generaliza el término “islamo-gauchisme” en referencia a una supuesta coalición de las izquierdas con los musulmanes, para acabar con la cultura occidental. Como hace un siglo se hablaba de la supuesta conspiración internacional judeomasónica (después bolchevique). Es decir, la minoría europea, hoy musulmana, señalada a causa de un supuesto complot internacional que pretende acabar con la civilización, y en el que, como se decía hace un siglo, anda también la izquierda.

Éric Zemmour tiene razón en una cosa: esta época se parece a la de principios de siglo XX. La solución que propone este exitoso precandidato a las presidenciales francesas es que nos despeñemos por un abismo parecido al de 1914. El victimismo, el espíritu de agravio y revancha, embarga a sus portadores y, en situaciones como la actual, arrastra a millones de personas. La insistencia en sus principios democráticos es constante en Zemmour, también en Vox, Trump y tantos otros. Sin embargo, parece que deja de existir la libertad de prensa cuando desde los medios se les critica, parece que deja de existir la separación de poderes cuando desde las instancias judiciales se reclama a Zemmour por incitar al odio… Mostramos cada vez más dificultades a la hora de comprender que, en una democracia, la expresión de ideas es libre pero no gratuita. Tenemos libertad para expresar nuestras ideas, pero ello no significa que no seamos responsables de lo que decimos. Quien se expresa públicamente debe soportar que sus ideas sean confrontadas en un debate libre y democrático, más allá de la corrección o incorrección política de adversarios y medios de comunicación. Y quien acusa a un determinado grupo social de ser ladrones, asesinos y violadores, obviamente, debe asumir las consecuencias de este atentado a la dignidad de las personas y a la convivencia democrática.

Muchos franceses añoran la integración que lograba la población inmigrante en Francia durante la segunda posguerra, comparando aquello con la situación actual, en la que es cierto que hay barrios enteros de población inmigrante desafecta a la República. Esto es muy relativo, todavía podemos preguntar a muchos franceses de origen español cómo se sintieron, cómo fueron allí acogidos. En todo caso, es cierto que la situación ha cambiado considerablemente. Esos barrios desafectos, ubicados en las periferias de las grandes capitales francesas, han sufrido décadas de crisis económicas, deterioro de los servicios públicos y desempleo. Son la consecuencia del final de los Treinta Gloriosos, de la crisis del Estado del bienestar. El problema de esos barrios, como el de toda Europa, es una brecha social que no deja de crecer, son las enormes desigualdades de los últimos cuarenta años, y no un complot internacional que quiera acabar con Occidente a través de las migraciones, como repiten los partidarios de la nueva extrema derecha. Hay que poner la diana en el trabajo y el reparto de la riqueza, esta es la verdadera batalla cultural.

Es inevitable pensar en Montmartre, en el café du Croissant, en aquella tarde de julio en la que mataron a Jean Jaurès. El único europeo que parecía capaz de parar la guerra en el verano de 1914, el patriota que nos enseñó a entender nuestro país en clave internacionalista. El republicano que unió a todas las familias del socialismo francés, porque entendió que la república, la democracia, no era posible sin justicia social. Inevitable pensar en el artículo que pensaba escribir aquella tarde y en todo lo que le quedó por decir, al profesor de Filosofía que tanto defendió los ideales de igualdad, justicia y amor.

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