La historia de Francisco Lucena Moreno

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La historiadora Pepa Polonio nos trae la historia del comunista Francisco Lucena Moreno, de Aguilar de la Frontera, aunque residente en Montilla (Córdoba), pachandero de profesión, que sufrió en su piel las garras del franquismo por su compromiso político.

En tiempos de clandestinidad hay oficios que facilitan particularmente la militancia activa. Otros la dificultan, qué duda cabe. El maestro se la juega. Cualquier comentario que los chiquillos hagan en casa sobre lo que ha dicho en clase puede costar un disgusto serio. El contacto directo con la autoridad tiránica provoca gestos que, si se interpretan correctamente, la liamos. Un funcionario, un escribiente municipal, no suele complicarse la vida.

En cambio, un fotógrafo ambulante tiene permiso para llevar materiales en cajas que no pueden ser abiertas. Unas llevan películas. Otras, propaganda o documentos que no deben caer en manos enemigas. El tabernero escucha y cuenta. O escucha y mira para otro lado. A quién escuche y a quién cuente delimita al héroe o al canalla. El esquilador de animales va de cortijo en cortijo trayendo y llevando.

Y luego está el pachandero. En algunos lugares le llaman ditero. Vende a pequeños plazos -algunos, minúsculos- útiles de cocina, loza de diario, sábanas baratas, telas para vestidos que harán las mujeres de la familia, hilos, botones. Va de casa en casa con medios de transporte rudimentarios: carrillos de mano o a pedales si hay buena suerte. Una banasta de mimbre y la compañía de un chiquillo como ayudante, las más de las veces. Sirve a mujeres con las que acuerda precios y formas de pago sin más documentos que la palabra dada. Lleva las cuentas en una libreta en la que, en cada hoja, se anota la deuda de la cliente y los pagos que va haciendo, mediante un sello. En general, son unas cuantas pesetas arrancadas con muchísimo esfuerzo a jornales diminutos que cuestan al pachandero incontables paseos para cobrar.

La libreta de Francisco tenía tapas de cuero marrón, que sujetaban con palometas metálicas y una banda elástica las hojas en las que se iban poniendo los sellos correspondientes a cada pago. Llamaba a la puerta entreabierta de la casa. “Pachandero”. Había veces que no le abrían, por la vergüenza de no poder pagar y no tener alientos para dar la cara. Entonces salían los chiquillos a darle el recado de que su madre decía que no estaba, y él, a veces, entraba a decirle que no se preocupara, que otro día volvía. O le ofrecía tela para un vestido que ya le iría pagando.

Era un oficio para un hombre con conciencia, que sufría con las injusticias que le rodeaban. ¿Quién era Francisco Lucena Moreno? Un comunista en el sentido más amplio de la palabra. Un hombre excelente, querido por las personas que lo conocieron y que ha dejado un rastro de buen hacer en el pueblo.

Aunque vivió muchos años en Montilla, no nació aquí. Vino al mundo en Aguilar de la Frontera, casi a la vez que se fundaba el partido en el que militó toda su vida. Allí se inició su vida escolar, en el parvulario. Con cinco años entra en la escuela de D. Juan, escuela pública en la que está hasta 1928. Mucho tiempo después todavía se acordaba de su primer maestro. De ahí se mudó la familia a Benamejí, donde su padre se dedicaba a vender pescado. Va a la escuela hasta que, a los once años, el maestro D. Enrique Martos Santos le dice a su padre que ya no tiene nada más que enseñarle. Tenía una letra muy bonita, con una caligrafía cuidada y clara, y una inteligencia despierta.

Su padre lo pone a vender pescado por los cortijos. No es un niño, es un hombrecito de once años. Iba a Antequera a por la mercancía, en burro, y luego, de cortijo en cortijo. Todo el día caminando para llegar a casa, al final del día, con ganancias de 14 ó 15 pts. Llevaba consigo una báscula de dos platos dorados con pesas de color negro, de uno, medio y un cuarto de kilo. No mucha precisión, pero lo suficiente para el avío.

Los trabajadores con inquietudes iban a clases nocturnas. Empezaban a las 7 de la tarde, después de toda la jornada en el tajo, a adquirir conocimientos que les iban a servir en el día a día. El maestro, D. Manuel Ruiz, daba clase a cuatro km de Benamejí. De ideas libertarias, militante de la FAI, enseñaba a sus alumnos a entender el mundo en el que vivían. Con él empezó su aprendizaje político, poco tiempo antes de que llegara la guerra civil y lo alterara todo.

La guerra obliga a la familia a desplazarse. Primero, a Alcaudete, a la aceituna. Después, a Castro del Río y a Espejo, a vender pescado para un pariente afincado en Montilla. O a intentarlo. En estos pueblos los montillanos son vistos como fascistas. En Espejo, en particular, nadie le compra: los montillanos entraron con los moros a saquear el pueblo republicano, y eso no se olvida fácilmente.

Tras la guerra viene el servicio militar. Harto de pasar hambre en Córdoba se va voluntario a Guinea, donde al menos va a comer todos los días. A su vuelta se establece en Montilla, como cobrador de pachanda de un hombre que controla todo este modelo de mercado. Además, lleva las cuentas de su pariente empresario pescadero.

En el oficio por el que es recordado se encuentra con una situación de profunda injusticia, que va a tratar de paliar en la medida de sus posibilidades. Hay mujeres que cocinan en una lata de conservas de gran tamaño, rescatada de un basurero y fregada prolijamente con lejía hecha de cenizas, a las que da una olla de porcelana. Hecha de metal esmaltado, limpia y saludable, que no espera cobrar, pero que termina cobrando con mil esfuerzos, porque la dignidad supera a la pobreza. Y ancianos hambrientos a los que abastece de alimento en la tienda de un amigo que se niega a cobrarle. Su paciencia y su comprensión con las dificultades de los vecinos es inmensa.

En 1961 hay una redada en Montilla que lleva a la cárcel a varios comunistas clandestinos. Francisco cae, y pasa dieciocho días preso, entre torturas y palizas, hasta que un pariente paga la fianza para que lo dejen en libertad. Años después confesará que, a pesar de los palos, lo que más le dolió fue que lo esposaran y se lo llevaran delante de sus hijos. Tampoco habló ni delató a nadie. Ni su buen nombre sufrió menoscabo.

Cuando vuelve a la calle sigue teniendo la misma clientela, y el mismo crédito en las grandes tiendas que lo proveen de mercancía. La ferretería más importante del pueblo le deja fiado ollas, sartenes, loza barata… y las tiendas de tejidos, cortes de vestido, de faldas, de camisas, ropa interior, calcetines… que llevará a las casas para que se las paguen en los minúsculos plazos que puedan aportar. Siempre sin presionar, siempre sin aprovecharse de las necesidades ajenas.

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