Un café y un colorao en el Niño Ríos

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La historiadora montillana Pepa Polonio Armada nos trae a «Historias para un Centenario», la historia del militante comunista de Montilla (Córdoba), Luis “el Niño Ríos”, conocido tabernero del pueblo y destacado luchador por la libertad.

En todos los pueblos, o casi, hay una taberna de guardia. Ese sitio donde siempre hay algo que beber y algo que comer, y si no, te fríen un par de huevos. Donde quedar para salir de viaje de madrugada. La parroquia, a esa hora, son trabajadores del campo que desayunan un café solo o con muy poca leche y un aguardiente de guindas que entran calentando cuerpo y ánimo. No sirve para llegar después de una noche de fiesta. Es el sitio donde empezar el día.

En Montilla la taberna de guardia es desde hace ya sesenta años la del Niño Ríos. Cuando su dueño la abrió ni era un niño ni era Ríos de apellido. Era Luis Pérez Baena, incansable trabajador con una lesión de espalda y una pensión que no le daba para vivir. Entonces abrió una tabernita en la salida de Montilla para la sierra, justo donde sale el sol, estación obligatoria de jornaleros y muleros que iban al tajo pero que admitía por igual a todo tipo de clientela. Se cuenta que una madrugada, a eso de las tres, se acercó por allí un guardia civil de nefasta memoria, el Corneta, con un tremendo dolor de barriga. Llamó y le pidió algo para aliviarlo, y después lo multó porque no se podía abrir antes de las seis de la mañana.

El Niño Ríos nació en 1923. En la Guerra Civil era poco más que un chiquillo, pero se marchó del pueblo para refugiarse en Arjonilla, junto con otro grupo de chavales lo bastante implicados como para tener miedo de represalias. Represalias que, en la Montilla de esos años, terminaban frente a las tapias del cementerio, en la fuente de la Higuera o en el Portichuelo. En Arjonilla, donde no conocían a nadie, fueron recogidos por un militar franquista, que fue oficial de la División Azul, y que les salvó la vida y los cuidó. Ese hecho lo marcó para siempre: más allá de ideologías, hay buenas personas y malos bichos en todos lados.

Acabada la guerra volvió al pueblo. Trabajó en el campo, en diferentes cortijos, tanto en Montilla como en Puente Genil. Caminante más allá de lo que hoy consideraríamos un gran deportista, volvía a dormir todas las noches a su casa desde los lugares donde trabajaba, aunque eso supusiera andar cinco o seis horas cada vez y robar tiempo al sueño.

Fue aperador de un cortijo de la sierra, y ese trabajo, para él, era un plus de responsabilidad y de trabajo. Más que un jefe tirano -como había tantos- era un compañero aventajado. En la cosecha de la aceituna hacía el picón para que los jornaleros se calentaran, aunque no fuera su obligación. Eso hacía la vida de los hombres, y sobre todo de las mujeres, algo más llevadera. Esta misma actitud lo llevó a ayudar a los hombres que recogían la basura cuando fue responsable de este servicio en el ayuntamiento.

Cuando abrió la taberna, su garito era un lugar de paso para las cuadrillas que iban a la sierra, a la fuente del Cubo, a la cañada del Mimbre, a la fuente del Álamo… Estaba en la acera de enfrente del Niño Ríos actual, en lo que hoy es el Bar Guerra. Los Guerra son la familia Tejada, la familia de su mujer. Si se hiciera una encuesta sobre familias con compromiso político, entre los cinco primeros estarían los Niño Ríos y los Guerra. Si hay una característica que lo distingue, además del mejor café del pueblo y del coloraíllo, es la de ser un lugar de acogida. Nadie que vaya por allí se siente desplazado, sea hombre, mujer, viejo, joven, forastero, gitano, inmigrante… o guardia civil.

Su filosofía -todos los taberneros tienen algo de confesores y de filósofos- era que hay que dar calidad, la mejor posible, a precios razonables, porque las ganancias tienen que estar repartidas y ser justas. A efectos prácticos, en su casa se come a precios asequibles para trabajadores un menú del día bien hecho, como si estuviera cocinado para amigos. En días en los que la lluvia impedía salir a trabajar, muchos jornaleros forasteros se quedaban a la espera de dar el día, y encontraban cobijo en sus instalaciones. Cobijo y, en muchos casos, alimento que ya pagarían cuando pudieran.

Luis el Niño Ríos era un hombre que se implicaba en los problemas de su alrededor, y ese alrededor era casi tan grande como el mundo. Cerca de la taberna, que también estaba cerca de su casa, construyeron a finales de los años 70 uno de esos barrios que, con la intención de acabar con la infravivienda, adquirió características de gueto y la mala fama que se da a los lugares donde se amontona la gente pobre. Se acabó con la mayoría de las casas de vecinos y se facilitó la adquisición de viviendas dignas a doscientas familias. Pero el barrio de las 200 viviendas se empezó a llamar el Planeta de los Simios y conservó el nombre durante muchos años.

Muchos de los parroquianos del Niño Ríos confesaban al tabernero sus dificultades para poder amueblar siquiera con un mínimo de digna pobreza la casa nueva. Ni pensar en pedir un préstamo, o en contar con la ayuda de familiares y amigos, tan precarios como ellos. Sus hijos cuentan que el padre prestó dinero sin pensar en que se lo fueran a devolver, pero que los vecinos, hombres y mujeres cabales, devolvieron hasta la última peseta al ritmo que le permitieron sus exiguos ingresos. Y tomaron el bar como centro social, sobre todo, cuando las cosas empezaron a ir mejor y se pudieron mudar a la esquina de enfrente, a un local mucho más grande, de dos plantas, donde se puede tomar el sol de la mañana en invierno y el fresco de la noche en verano.

La generosidad de Luis, discreta y callada, le ayudó a mejorar también su situación económica. Raro es el día que no hay bulla a la hora del café, a la hora del medio de vino antes de comer o de la cervecita de después de la jornada laboral. O que no se llena el comedor de la planta alta de trabajadores de todos los talleres de alrededor. Es así desde siempre. Las caras envejecen y los hijos de los primeros habitantes de los pisos peinan canas junto a los viejos jornaleros, que siguen teniendo en el Niño Ríos su punto de encuentro bajo la atenta mirada del Ché Guevara y el cuadro de Las Herramientas, hoz y martillo que cantan alto y claro quién está detrás de la barra.

Militante comunista desde siempre, se reunía en la clandestinidad con otros camaradas de pueblos vecinos en un lugar alejado de la población, pero muy bien situado para estos fines. Ahora hay un hotel, La Atalaya, en el lugar donde hubo una casilla, en el cruce de carreteras de La Rambla, Montemayor y Montilla. Es un punto elevado, que permite ver si llega la guardia civil por alguno de los caminos que confluyen en él, y también un lugar muy significado en los aciagos años de la guerra civil. Allí fueron fusilados hombres de todos los pueblos de los alrededores, por lo que su carga simbólica es muy intensa. No llegaba allí en coche o en moto. Llegaba caminando, por el Mesto, Descansavacas y la vereda del Chorrillo, caminos solitarios que lo resguardaban de malos encuentros. Son unos siete kilómetros desde su casa, pero eso es nada para un militante comprometido. El Mundo Obrero se escondía bajo la camisa, y servía también de abrigo en las noches frías.

Cuando el partido se legalizó pudo desarrollar públicamente su actividad. Lo hizo siempre desde la discreción, colaborando en todo aquello que sentía como un deber, desde la compra de la sede del partido a las diferentes verbenas que se celebraban. Poca gente sabe de su colaboración en la fundación de la Cooperativa La Unión, pero fue uno de los pilares en los que se apoyó su inicio, que salvó de la ruina a tantos pequeños agricultores. Hoy es una de las principales empresas agrarias andaluzas. Tampoco se dio mucha publicidad a su apoyo a la huelga del campo de 1976, terrible, violentamente reprimida. Pero los que intentaron tomar algo en su casa, siempre tan acogedora, se encontraron con una respuesta inesperada: tengo abierto, pero no sirvo nada a nadie.

Su significación política no sólo no lo privó de la confianza que depositaban en él algunos empresarios de la zona, sino que de alguna manera se vio acentuada. Desde guardar copias de llaves para casos de pérdida a recoger recados de todo tipo que eran entregados con puntualidad. Además, ha trascendido las fronteras, porque en Cuba circulan algunos vehículos que ayudó a comprar, con su propio dinero y con la fiabilidad que daba su presencia a los diferentes proyectos que apoyaba.

Enseñó a sus hijos su amor al trabajo, su honradez y su militancia. Los Niños Ríos, los tres hermanos, han estado presentes en todos los momentos importantes de la historia reciente de Montilla. Rafael ya no está, pero todos lo recordamos. José y Luis siguen en la brecha, honrando la memoria de su padre.

Luis Pérez Baena murió una madrugada de finales de noviembre de 1987 cuando iba desde su casa a la taberna para abrirla. Fue atropellado y abandonado en la cuneta. Hasta el día de hoy no se sabe quién fue, ni en qué circunstancias. Si fue un accidente o fue otra cosa. Es uno de esos sucesos sin resolver que se llevó por delante a un hombre querido y respetado.

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