Jóvenes, prietas y duras

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Ya han comenzado los Juegos Olímpicos de Tokio y con ellos los comentarios y actos que nos demuestran, una vez más, que en la sociedad en la que vivimos hombres y mujeres no somos iguales. Los comentarios misóginos y sexistas han sido una constante en la intimidad de cada hogar desde siempre pero, ahora, gracias a nuestras queridas y odiadas redes sociales se han vuelto una cosa mucho más pública y, con ello, comienza a surgir una cínica indignación social de la población que se hace la sorprendida ante lo que todos y todas llevamos viendo toda nuestra vida de una forma u otra. Así han comenzado a surgir imágenes de grabaciones de las atletas realizando estiramientos, en una perspectiva de la cámara particularmente interesada, acompañándose estas imágenes con comentarios casposos y asquerosos sobre las mismas. Una clara pornificación del cuerpo de las mujeres y, concretamente en este caso, de las mujeres en el deporte.

Resulta interesante ver cómo el deporte femenino toma importancia casi únicamente cuando este puede resultar en algún interés sexual para el público masculino. No es nada secreto que la brecha salarial en el deporte entre los sexos es una cuestión flagrante. Podemos resaltar el ámbito del fútbol, baloncesto, tenis… donde los sueldos de las deportistas, así como la atención que se obtiene por parte de los medios y del gran público, es claramente desigual.

El deporte es una cuestión que culturalmente se reserva para el género masculino. El deporte es concebido como un ámbito de demostración de poder masculino físico en el que se reivindica el propio concepto de hombría y en el que se desarrolla de manera especialmente patente la fratría. No es un ámbito en el que las mujeres deban estar más que para validar la potencia masculina. Es por ello que estamos tan acostumbrados y acostumbradas a presenciar a mujeres en actos deportivos como trofeos que acompañan a los ganadores. Véase el caso de las azafatas de carreras de diversos tipos o las clásicas animadoras en el baloncesto o fútbol americano. Mujeres que, además, deben cumplir con los cánones sexuales determinados culturalmente como deseables para los hombres.

En este contexto, parece que las únicas disciplinas en las que las mujeres pueden llamar más la atención son aquellas calificadas como «femeninas», donde se busca demostrar acciones más estéticas como pueden ser el patinaje artístico, la natación sincronizada… deportes que tradicionalmente, además, han llevado implicados un cuestionamiento de la sexualidad de los hombres que han participado en ellos.

Una mujer que compite en un deporte masculinizado está condenada a la ignorancia, las mujeres que no hacen «cosas de mujeres», es decir, no resultan bellas y deseables en sus actuaciones, son tremendamente aburridas, carecen de interés y por ello se ven abocadas al desprecio, a las comparaciones… ¿Cuántas veces hemos escuchado o leído comentarios del sexo masculino manifestando que si las jugadoras de un equipo de futbol, luchadoras… o cualquier otro deporte masculinizado, jugasen desnudas, en barro, en biquini… lo verían con sumo interés?

Esta terrible realidad de cosificación de las mujeres, de reducción de nuestras vidas e importancia humana a meros objetos sexuales, nos marca en cada ámbito de nuestra vida y es lo que determina el fracaso de las mujeres en el deporte principalmente. Es lo que implica que las mujeres elijan no practicar deportes que impliquen demasiada fuerza, porque no es un elemento positivo en una mujer, es lo que supone que se frustren antes y abandonen el deporte en el que se encuentran, es lo que implica una menor retribución y una mayor dependencia.

Todas estas realidades son las que provocan que las atletas sigan siendo tratadas como cachos de carne en unos juegos olímpicos en los que se debería valorar exclusivamente su destreza y profesionalidad. Y esto NO es un simple «qué atractiva es fulanita», es una reducción estructural de nuestro valor humano a lo sexual y para el placer del sexo opuesto. No tiene nada que ver con un comentario adulador del cuerpo de una persona. Es una situación de desprecio por medio de lo sexual que implica una desigualdad estructural entre hombres y mujeres.

El deporte femenino vale lo mismo que el de los hombres, aunque la sociedad se empeñe en hacernos creer lo contrario.

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