Re-visionando el comunismo

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Andrés Montero, editor.

En el prólogo a la edición publicada por la editorial Insensata de las ‘Cartas de Amor de un Comunista’, escritas por Isabel Pérez Montalbán, el dramaturgo y actor Alberto San Juan cita al Juan de Mairena de Antonio Machado para recordarnos la relación probablemente más clarificadora que hay entre el comunismo y el devenir de la historia, “la más” tal vez sólo tras el entrelazado nuclear, genuino, ontológico, que existe entre comunismo y la clase trabajadora: el comunismo como articulación de lo común.

Cuando el Partido Comunista de España cumple un siglo de existencia, tras ser fundado en una Casa del Pueblo en Madrid, en una época en donde el mundo todavía no se había inundado de esa especie de cinismo hiperindividualista que no deja espacio para el ideal de un pueblo en una casa común, ¿dónde está el comunismo? ¿Por qué tenemos la sensación de que su voz se escucha únicamente en las distancias mínimas, y se ahoga en lo colectivo?

Entendemos, o creemos hacerlo, lo que ha sucedido. A grandes rasgos, y sin ambages, el capitalismo ha prevalecido. Y, en esencia, el capitalismo es un prisma que se incrusta en la mente individual y colectiva, y distorsiona la luz necesaria para cualquier interpretación de la sociedad, y de las personas en el mundo. Es un aparato de manipulación no sólo psicológica sino existencial cuyo resultado es que una mayoría de personas (esclavas de sistemas de producción especulativos, acelerados, creados por y para el enriquecimiento exponencial en capital y privilegios del mismo grupo reducido de individuos que siglos atrás poseía a través de la violencia tierras, recursos y personas) llegan a alienarse de tal manera en conductas de consumo que terminan por creer que son propietarias, dueñas, sujetos autodeterminados que finalmente han conquistado su derecho a ser felices en un «sueño americano» (deberíamos decir «estadounidense») para cada cual, para cada cual el suyo: un título inmobiliario, un título académico, un título laboral, títulos acreditativos de inversiones y depósitos de capital, y una heredad propia que transmitir a la prole. El sistema perfecto para creerte que eres igual que cualquier propietario del capital pero, sobre todo, que ellos, los tenedores de privilegios, son iguales al resto. El ejercicio de enajenación colectiva más exitoso de la historia moderna, el capitalismo -antes de la modernidad lo fue la religión.

¿Por qué tendría que pedir disculpas el comunismo? ¿A causa de qué parece -a ojos profanos- sentirse tan avergonzado, minimizado ante unos medios de propaganda que dictaminaron, hace décadas en el siglo que ha pasado, que el comunismo había sido vencido, y que además era socialmente nocivo? ¿Por quién vencido? ¿Es el comunismo actualmente un concepto que hay que descifrar entre una sopa de letras, transfigurado entre siglas diferentes, que lo mantiene velado para una sociedad antes llamada pueblo?

No se trata aquí de debatir sobre las diversas configuraciones de partidos comunistas en el mundo, ni de poner por delante las decisivas implicaciones de mujeres y hombres con ideales comunistas que a lo largo de la historia han luchado contra toda forma de opresión ejercida desde una minoría casi siempre poniendo la violencia, la guerra y el hambre al servicio de los negocios de familia. Tampoco de señalar los fracasos de iniciativas comunistas en el mundo, ni las causas complejas de esas frustraciones. Al contrario, más bien conviene una reflexión en voz alta sobre el ideal para el cual los partidos comunistas no son más que instrumentos de acción. Porque si nos concentramos en el ideal, en las ideas, tal vez nos permitan vislumbrar mejor que la causa de lo común está más viva y es más necesaria que nunca.

De ese modo, nos desanclaremos de la transitoriedad, de la coyuntura, de las vicisitudes de las aritméticas electorales, de las tácticas de acumulación social, de las confluencias que, no por menos reales, a veces empañan la atención, confunden el todo por la parte. O el comunismo es un movimiento ideológico transformador, con independencia de los instrumentos que adopte en cada momento, o es un quiste alojado en el sistema. Expresado de otro modo más claro: un partido comunista puede estar afónico, pero la voz del comunismo, de lo común, tendría que oírse tan nítidamente como las innumerables reflexiones sobre lo social y el futuro que desde las alternativas teóricas ultraliberales nunca callan.

Es evidente que, en la defensa de lo público ante la depredación neoliberal, en la protección de aquello que en nuestras vidas sociales nos es común y debería gestionarse desde y para lo común, la militancia social no ha cesado de estar presente en multitud de compromisos individuales y colectivos. Puede que ese activismo se identifique con el comunismo o no, es lo de menos. En esos espacios, en la sanidad, en la educación, en los derechos a la vivienda y a condiciones de vida digna, en la consecución de la igualdad para las mujeres, son muy visibles, muy identificables, los colectivos que construyeron un muro ante las agresiones ultracapitalistas y llevan décadas consiguiendo mantener ese muro a salvo de los constantes asaltos de las fuerzas especulativas, las más de las veces resistiendo sus constantes envites, pero muchas, valiosas veces, haciendo avanzar el contorno de ese perímetro inclusivo para aumentar el bienestar y los derechos que al pueblo, a ese sujeto político que es el pueblo, le habían sido secuestrados. Llámese como se llame cada cual en las siglas que abandere, esas militancias son construcción y promoción de lo común. Eso es progreso. Aunque, desgraciadamente, nunca es suficiente, pues es patente la cantidad de personas cuyas vidas están desposeídas de lo común, excluidas de una sociedad en la que arraigar, con la que coexistir en libertad y dignidad.

Es tremendo porque, aunque las diferentes militancias estén logrando mantener una ciudadela colectiva, insuficiente hacia el futuro pero incomparable en justicia social respecto del pasado, el neoliberalismo capitalista está articulando nuevas estrategias para emponzoñar lo común. Continuando con el símil del muro y la ciudadela, esas estrategias capitalistas llevan tiempo armándose en tres direcciones: 1) impulsando el ultraindividualismo a través de medios digitales masivos de transmisión de contenidos para consumo constante y sistemático por medio de la tecnología; 2) diseñando, difundiendo e implantando  una idea capitalista del ecologismo, como si fuera un producto de consumo más; 3) virtualizando completamente esos títulos que hemos mencionado -inmobiliarios, académicos, laborales- que durante el siglo XX habían decantado en el pueblo desde los tenedores del capital para impulsar el consumismo, de manera que con la progresiva virtualización sea más sencillo que ante cualquier crisis (¿activada intencionadamente?) todo lo digitalizado desaparezca, como el humo, mientras los propietarios del capital están atrincherados ya no en áreas residenciales exclusivas, sino en mundos paralelos con sus propias reglas de juego, en las que el pueblo es completamente prescindible. Esas tres líneas de potenciación del capitalismo pueden llegar a un punto de no retorno, donde sean irreversibles. No nos cuesta trabajo imaginarlo en lo relativo al cambio climático. Atajarlas desde un comunismo que sea capaz de transcender sus coyunturas -desarraigándose de complejos inducidos y diseñados por el propio capitalismo- requerirá imaginación y determinación, pero sobre todo visibilidad de un comunismo público.

Lo primero que tenemos la mayoría de los seres humanos en común -esos humanos que no podrían escapar en vuelos espaciales privados a otra galaxia, y lo que más urgentemente demanda una respuesta colectiva, popular, es el planeta Tierra. Es cierto que se están haciendo ingentes esfuerzos para contrarrestar la propaganda pseudoecologista del capitalismo, pero también que la mayoría de la información que respecto de conductas ecológicas recibe el pueblo alienado en sus teléfonos móviles, la que se vierte sobre lo común, es consumismo pintado de verde. La militancia ecologista, cada una por su lado, llevan décadas haciendo un trabajo ímprobo de concienciación y de acción sobre el terreno, pero les falta lo que en el siglo XX logró el capitalismo: un discurso aglutinador común y una voz uniforme en un relato omnipresente. El comunismo logró ese poder aglutinador en las resistencias antifascistas de ese mismo siglo XX: no hay nada que invalide, al menos plantearse, lo mismo ahora, con las dificultades que es obvio que comporta el reto.

La verdad es que los desafíos para un ideario comunista en la época que nos ha tocado vivir son descomunales. En fin, como siempre ha sido. Porque el siguiente en la lista es la tecnología, tanto el software como el hardware o la propia infraestructura de transmisión de datos. En el punto en el que estamos, cuando esa tecnología, salvo excepciones heroicas en el campo del software libre, ha sido diseñada, programada y desplegada por y para hacer prevalecer una idea ultraliberal del capitalismo, y para que la propia tecnología sea un instrumento global al servicio de esa idea… en ese punto parece que ya no hay solución, que todo es imposible. Pudiera serlo, sí, pero también lo común parece lo imposible en una sociedad hipertrofiada por lo individual. Al comunismo nunca le han sido ajenas las utopías. Si nos ponemos a pensar en el tema, no sabríamos ni por dónde empezar. Tal vez por proponer un servicio público de micromensajería, un WhatsApp (disculpas por la mención) que no tenga a media población mundial dependiendo de los intereses corporativos de Facebook (disculpas por la mención). Ya, claro, ¿y cómo se comunicarían los usuarios de los servicios nacionales y/o regionales de micromensajería con los de otros países?: ése es el mismo problema inherente a la propia Internet, y está resuelto.

El planeta Tierra y la tecnología; dos vectores de entre muchos. Ese inabarcable -en esta reflexión- conjunto de desarrollos populares en los que un ideario de lo común debería dejar atrás el siglo XX, tienen, valga la expresión, algo en común: están intrínsecamente condicionados por la propaganda capitalista y su caudillaje cultural. Esto no es nuevo. La manera más eficiente de promover un cambio social es la cultura. Es un trabajo inmenso, que parece inabordable, que requeriría unos recursos tan extraordinarios que no obstante parecerían minúsculos con relación a aquellos de los que dispone el capitalismo. Sin embargo, si el comunismo se concentrara durante todo el siglo XXI únicamente en la contrapropaganda y en la acción cultural anticapitalista en esos nuevos pero antiguos vectores de transformación social, internacionalizando (en eso tiene experiencia) coordinadamente una estrategia a tal fin, tal vez cuando dentro de cien años alguien se disponga a celebrar otro centenario comunista no tenga que buscar el comunismo en una sopa de siglas pues, cualquiera que no sea un afiliado a un partido comunista, al encender su teléfono móvil le aparezca el comunismo en la pantalla.

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