Los acontecimientos que se sucedieron en la Comuna de París han sido ampliamente analizados y estudiados, pero si algo ha caracterizado a este movimiento histórico revolucionario es que fue, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, una revolución del proletariado contra el capital: un proceso encaminado hacia el Estado socialista de dictadura del proletariado. «París en armas era la revolución en armas. El triunfo de París sobre el agresor prusiano habría sido el triunfo del obrero francés sobre el capitalista francés» (La guerra civil en Francia; Karl Marx, 1871).
Los proletarios de París manifestaron en el Comité Central del 18 de marzo que, tras las traiciones de un Gobierno formado bajo el control directo de las clases poseedoras, había llegado el momento de salvar la situación tomando en sus manos los asuntos públicos. Una situación atravesada por enormes deudas nacionales e impuestos asfixiantes que sepultaban a la clase trabajadora acompañada de un proceso de transformación económica en pleno advenimiento del desarrollo de la industria moderna que no hacía más que profundizar en el antagonismo de clases y en la contradicción inherente entre capital y trabajo. Marx catalogó la Comuna como «la antítesis directa del Imperio» y el vago anhelo de una república que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna traía consigo la temida abolición de la propiedad privada, la transformación de los medios de producción, la expropiación a los expropiadores; en definitiva, la práctica del comunismo, «¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo!».
La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos de la sociedad francesa y, por consiguiente, el auténtico Gobierno nacional y por extensión, un gobierno obrero de carácter internacional encaminado a la emancipación de todo el proletariado. La labor de la existencia de la Comuna se expresa en las líneas de su conducta: un gobierno del pueblo para el pueblo.
Qué difícil resulta no hacer un paralelismo con el contexto actual —salvando las distancias— y qué difícil es sustraerse de las lecturas marxistas al respecto; especialmente en España donde el intrusismo y la desaparición paulatina de la conciencia de clase, ha terminado aceptando un Gobierno en el que lejos de asaltar el cielo, resulta ser un asalto a los derechos de la clase trabajadora, actualmente sumergida en plena crisis sistémica capitalista e institucional. A medida que se agudiza la contradicción capital/trabajo, empeoran las condiciones económicas y laborales de los trabajadores; se agudiza, en definitiva, el antagonismo de clase y nos pilla desmantelados y sin capacidad de organización. Ante la inexistencia de una izquierda revolucionaria y transformadora, emergen con fuerza irracional los sentimientos nacionalistas, las creencias idealistas y el pensamiento acientífico; se eleva el espíritu identitario y el individualismo exacerbado ensancha un horizonte incierto, debilitante y opresivo que impide la emancipación de la clase trabajadora atrapada en cada vez más y más cadenas contradictorias; el independentismo catalán, la guerra cultural, la ebullición de las políticas identitarias, los regionalismos, el desgobierno de políticas sanitarias transferidas a las autonomías, el aumento en las tasas de desempleo, la represión policial —como la vivida en Linares hace apenas unas semanas y ya olvidada, de la manera que se olvida todo lo importante en el trasiego totalitario mediático—, las colas del hambre, el aumento de la prostitución y el consumo pornográfico, el descenso de la natalidad, los más de 70.000 fallecidos por coronavirus, la mediocridad política e intelectual de nuestros representantes, el insulto constante de las instituciones hacia las mujeres negando su propia biología, los desahucios, la externalización favorable a la empresa privada, el encarecimiento del suministro eléctrico, la pobreza infantil, la chapuza del Ingreso Mínimo Vital, la desindustrialización, despidos en fraude de ley, la naturalizada corrupción, el nepotismo, los escándalos monárquicos apoyados por el Gobierno y un largo etcétera que no hacen más que engordar y nutrirse con la masa trabajadora desorganizada y desarmada. No es el París de 1871; aquí llamamos democracia a la dictadura capitalista y, a los conatos de organización obrera y de la mujer trabajadora, fascismo y mojigatería. Llaman violentos a los violentados y demócratas a los que retuercen con sus manos de acero a los trabajadores y trabajadoras mientras riegan con fina agua de lluvia a la clase dominante para que florezca.
Engels señala que gracias al desarrollo económico y político de Francia desde 1789 y tras cincuenta años de verdaderos estragos, la situación en París no podía resolverse con otra revolución que no fuera de carácter proletario. Durante este breve proceso revolucionario, la Comuna decretó la separación de la Iglesia y el Estado, suspendió la venta de objetos empeñados en las casas municipales de préstamos, acordó el sueldo máximo que podría percibir un funcionario, ordenó que se abriese un registro estadístico de todas las fábricas clausuradas por los patronos, la supresión de todas las partidas consignadas en el presupuesto del Estado para fines religiosos, se ordenó la eliminación en las escuelas de todos los símbolos religiosos; en consecuencia, «todo lo que cae dentro de la órbita de la conciencia individual». No obstante, Engels alega que de la división dentro de la propia Comuna (mayoría integrada por los blanquistas, y una minoría compuesta por afiliados a la Asociación Internacional de los Trabajadores) solo unos pocos habían alcanzado con mayor claridad los principios del socialismo científico lo que, a su juicio, habría sido una rémora en la aplicación de medidas en el terreno económico.
Engels es una bofetada. Es admirable el pensamiento crítico de estos autores analizando a fuerza de bisturí los entresijos de la Comuna, señalando con dureza los errores y, a su vez, abrazando el espíritu proletario sobre el que se edifican las revoluciones en una lectura continua dialéctica de las condiciones objetivas y subjetivas. Si Engels somete a crítica con esta lucidez los hechos ocurridos en la Comuna y la importancia del conocimiento materialista científico para llevar a la acción la teoría marxista, sorprende el desapego anti-científico actual y el rechazo generalizado al materialismo histórico. No es de extrañar que lo que ellos veían como sujeto político revolucionario, la masa organizada del proletariado, haya sido sustituido por lamentables y esperpénticas identidades individuales contrarrevolucionarias que no conducen a nada salvo a la reacción.
Vladimir Lenin, al centrarse en las enseñanzas de la Comuna, especifica dos rasgos distintivos que caracterizaron al movimiento insurreccional: por un lado su condición nacional y por otro la de clase, cuyo objetivo final tenía como meta «liberar a Francia de la invasión alemana y lograr la emancipación socialista de los obreros del capitalismo». Para Lenin, la combinación de estos dos componentes daba como resultado una contradicción entre patriotismo y socialismo —no podría estar más de actualidad esta lectura leninista—, siendo este gatuperio un error que cegó con ilusiones patrióticas al proletariado. Tal y como apunta en la misma línea Marx, «la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como existe, y servirse de ella para sus propios fines», una clara alusión a la naturaleza anarquista y utópica que describía Lenin al definir el carácter de la Comuna que lo llevó finalmente a su derrota.
A pesar de los errores que se produjeron durante los sesenta días de gobierno proletario producto de esas divisiones, Lenin califica a la Comuna como «un ejemplo brillante de la unanimidad con la que el proletariado supo cumplir las tareas democráticas que la burguesía solo podía proclamar», resaltando la sencillez de sus legislaciones, la democratización del régimen social y la supresión de la burocracia constituyendo un magnífico ejemplo del más importante movimiento proletario del siglo XIX. Por mucho que pese a algunos y pese al miedo de otros, la lucha de clases lleva necesariamente a la Dictadura del Proletariado.