El nacimiento de nuestra era

El 5 de mayo de 1789, Luis XVI de Francia inició la sesión inaugural de los Estados Generales en Versalles. Tal y como establecía el protocolo, entró en la sala, saludó quitándose el sombrero, se sentó en el trono y se volvió a cubrir. Los estamentos privilegiados lo imitaron. Y los diputados del tercer estado, a los que correspondía despojarse de sus sombreros y quedar descubiertos de pie, a la espera, hicieron justamente lo mismo que los privilegiados, reivindicando una idea central en la historia contemporánea que comenzaba en aquellas jornadas francesas: la igualdad.

Aquello empezaba mal para Luis XVI, un rey piadoso, honesto y sin carácter, que se mostró incapaz de entender que aquel día, con aquel gesto, no se iniciaban las sesiones de los Estados Generales, sino una nueva era, una revolución que lo cambiaría todo. La convocatoria de los Estados Generales era una bomba de relojería que le estallaría al rey en sus propias manos. Muy pronto, los representantes del tercer estado abandonarían al rey, invitando a los privilegiados a unirse a ellos en una Asamblea Nacional en la que cada diputado tenía voz y voto. A partir de entonces, el destino de los franceses ya no dependería del vicario de Dios, Luis XVI, sino de una asamblea de representantes de la nación que, mediante el parlamento, con sus leyes, haría libres a los franceses. Una asamblea que, en enero de 1793, llevó al rey a la guillotina, certificando así el final del Antiguo Régimen y el comienzo de un nuevo tiempo histórico.

Ya en el verano de 1789 destacaba la personalidad carismática de Camille Desmoulins, el gran agitador que levantó las calles de París en julio de 1789, tomando la Bastilla y generando una situación de doble poder, el de las calles y el de los palacios. El partido cordelier, el de la izquierda y las clases populares, el de los grandes agitadores de masas como Desmoulins, Danton, Marat, exigía en las calles parisinas el sufragio universal, frente a la restricción del voto que imponían los defensores de la propiedad privada en la Asamblea Constituyente. Frente a la revolución de los propietarios impulsada desde Versalles, los cordeliers exigían democracia en las calles y en las páginas de sus periódicos, y defendían el programa de Jean-Jacques Rousseau, insistiendo en que, con el censo que se imponía desde la Constituyente, ni siquiera el filósofo habría tenido derecho a voto.

La destrucción del Antiguo Régimen permitía discutir cómo habría de ser el nuevo mundo que estaba naciendo. Ante el desprestigio de la monarquía, tras la fuga de Varennes, la guerra contra las potencias europeas y la carestía de productos básicos, los cordeliers desplegaron toda su audacia en el verano de 1792. Exigiendo pan y paz, organizaron el asalto de las clases populares, los sans-culottes, al Palacio de las Tullerías, donde se alojaban Luis XVI y María Antonieta. Era la revolución dentro de la revolución y así Georges Danton se convirtió en el héroe del 10 de agosto de 1792. Con los reyes en prisión, se hacía inevitable la proclamación de una república y la democratización de la revolución francesa. “Audacia, audacia, audacia”, repetía Lenin en abril de 1917, parafraseando al Danton del asalto a las Tullerías. Había que acabar con el Gobierno de los propietarios.

Así nació la Convención al mismo tiempo que la idea moderna de nación. En septiembre de 1792, en el molino de Valmy, cuando la caballería prusiana inició su carga contra los soldados franceses, estos se lanzaron al campo de batalla al grito de ¡viva la nación! Ya no se volverían a gritar vivas al rey. Entre tanto, en París, los comités populares se institucionalizaron en un nuevo parlamento que pasó a ser conocido como la Convención Nacional, cuyo principal objetivo sería promulgar una nueva constitución para la República recién instaurada.

Era el momento de los cordeliers. Los jacobinos, por su parte, volvieron a fracturarse, saliendo del partido los defensores de la burguesía mercantil, procedentes de los principales puertos franceses. Estos formaron el nuevo partido de los girondinos. A partir de entonces, jacobinos y cordeliers irían de la mano, formando el grupo de la montaña en la Convención Nacional. En junio de 1793 se publicaría la Constitución del año 1, plenamente democrática, una constitución que jamás se activaría, al quedar suspendida por el Comité de Salud Pública, el Gobierno revolucionario liderado por el jacobino Maximiliem Robespierre para desarrollar y proteger la revolución en una situación de excepcionalidad, en la que se encontraba amenazada por múltiples peligros exteriores e interiores. La izquierda siempre llega en el peor momento pero, si no fuera por el peor momento, jamás llegaría.

Robespierre, Saint-Just, Couthon y el resto de los miembros del Comité de Salud Pública desarrollaron toda una legislación social, para reforzar el carácter democrático de la revolución: ley del máximo para limitar los precios de los productos básicos, salario mínimo interprofesional, decretos de ventoso para el reparto de tierras, indemnización anual para la gente sin hogar…

Obsesionado con las transformaciones culturales del nuevo mundo que nacía, Robespierre se empeñó en el establecimiento del culto al Ser Supremo. En la primavera de 1794 propuso esto formalmente en la Convención y, con la ayuda del pintor David, se organizó una solemne puesta en escena en los Campos de Marte. En palabras de Robespierre: “El fundamento de la sociedad es la moral y la moral es vana si no está acompañada de sanciones. ¿Qué mejor sanción que la sanción divina? Sin el juicio secreto y omnisciente, triunfarán el egoísmo y los intereses de los más viles. El ateísmo es inmoral y aristocrático; la idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma es un recuerdo continuo de la justicia; es, por tanto, social y republicana”. A mediados de siglo XIX, el escritor ruso Fedor Dostoyevski se mostraba obsesionado por una idea parecida: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Los desastres del siglo XX acabarían con todas estas reticencias y, en octubre de 1945, el filósofo Jean-Paul Sartre lo celebraría diciendo que, precisamente porque Dios no existe, todo está permitido.

De hecho, los revolucionarios más radicales se opusieron al culto al Ser Supremo de Robespierre. Así Hébert y sus partidarios fueron llevados a la guillotina en marzo de 1794. Unos pocos días después, en el mes de abril del mismo año, Danton y Desmoulins también fueron ejecutados en la plaza de la Revolución, a causa de sus denuncias contra la política represiva desplegada por el Comité de Salud Pública. Saturno devora a sus hijos. La excepcionalidad sobre la que se construyó el Gobierno revolucionario del Comité de Salud Pública hacía tiempo que se había convertido en norma. En junio de 1794, se publicó la ley del 22 de pradial, por la que los “enemigos de la patria” serían juzgados sin necesidad de testimonios ni abogados, y con la pena de muerte como única condena posible. Los jacobinos llegaron a creer que estaban construyendo el paraíso en la tierra, dispuestos a acabar con cualquiera que supusiera algún obstáculo.

Esto fue lo que puso a todos los demás de acuerdo contra los jacobinos. Así nació la coalición de termidor, el reflujo de la revolución que devolvió el poder a los antiguos girondinos. La alta burguesía quedó acomodada en el nuevo aparato del Estado republicano. Se condenó a los jacobinos, se masacró a los sans-culottes y se sacaron del Panteón los restos mortales de Marat. El interés explícito de los termidorianos por terminar la revolución promocionó, en la administración del Estado, a una nueva generación de jóvenes políticos que, sin haber participado en las jornadas revolucionarias ni entender la trascendencia del momento histórico, pasó a conformar la nueva burocracia francesa. Era la llamada “juventud dorada”, que llenaba los elegantes salones y los bailes parisinos, siempre a las órdenes de Barras, el hombre fuerte del Directorio. León Trotski comparaba esta “juventud dorada” del termidor francés con la nueva generación de dirigentes soviéticos que, tras la muerte de Lenin, conformó la burocracia estalinista.

El 18 de brumario de 1799 se produjo el golpe de Estado de Napoleón, el general que personificaba el nuevo mundo que nacía. Ejemplo de cómo lograr una rápida ascensión social a través de la carrera militar, este hijo de una familia de propietarios corsos venida a menos había sido nacionalista en su isla natal, Córcega, después jacobino y, tras su 18 de brumario, se convirtió en cónsul. Más tarde emperador, intentando hacer compatible el Antiguo Régimen con el Nuevo. Mantener las tradiciones en un mundo ya sin estamentos, dividido en clases sociales.

Su afán de convertirse en el nuevo Carlomagno de la historia contemporánea, lo llevó a conquistar Europa difundiendo por todo el continente el ideario revolucionario. Precursor de la idea de comunidad europea en torno a los valores ilustrados, Bonaparte pretendía la paz entre los países del viejo continente que, hasta entonces, no habían dejado de enfrentarse. Y contra él se levantaron las nuevas naciones y también el pueblo en armas. Como en España, donde los patriotas tomaron las armas para echarse al monte formando las famosas partidas de guerrilleros. Las mismas que un siglo y medio después se formarían en toda Europa contra la tiranía fascista.

1 COMENTARIO

  1. Este tipo escribe para sí mismo.
    No se aclara, y no hay ni concesión ni rigor en su disertación.
    Debe aprender más a redactar un mensaje.

    Salud.

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