Generación X (o historia de dos anomalías)

Les sanglots longs
Des violons
Del l´automne
Blessent mon coeur
D´une langueur
Monotone.

Con estos versos de Paul Verlaine, se inició el desembarco de las tropas aliadas en Normandía el 6 de junio de 1944. Los ejércitos de EE UU, Canadá, Gran Bretaña, entre los que iban los soldados españoles de La Nueve, integrados en la División Leclerc, entraban por el norte de Francia para liberar Europa occidental del fascismo. Al mismo tiempo, los republicanos españoles exiliados en el sur de Francia, que habían contribuido a organizar la Resistencia francesa, estaban liberando pueblos y ciudades, obligando a los nazis a retirarse. En agosto de 1944, unos días antes de que los soldados españoles de Amado Granell entraran en París, los guerrilleros republicanos organizados por el Partido Comunista de España entraron en la ciudad de Toulouse, la capital del exilio republicano español.

En España, sin embargo, el resultado de la guerra sería muy distinto. Apoyado por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, Franco llevaba años consolidando su dictadura. El pluralismo político había desaparecido, la gran mayoría de los intelectuales y artistas de primera línea estaban en el exilio o en las abarrotadas cárceles de una España bastante triste, en la que el final de la guerra mundial no supuso ninguna fiesta. Al tiempo que las fuerzas libertadoras avanzaban desde las playas francesas hacia Alemania, se publicaba en Madrid Hijos de la ira, obra de clara influencia existencialista, en la que su autor, Dámaso Alonso, confesaba:

A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma…

Quienes ganaron la guerra mundial en Europa, la perdieron en España. Aquí era impensable un existencialismo de carácter vitalista y orientado a la acción, como el de Sartre o Camus en el París de posguerra. En España, la guerra no solo la perdió la República. También la perdió la cultura democrática, promovida hasta entonces por el movimiento republicano. La posibilidad de que izquierdas y derechas compartieran amplios espacios de encuentro, en los que resolver cada conflicto político mediante la negociación, mediante la transacción. En la guerra, España perdió la modernidad que, desde el siglo XIX, intentaba abrirse paso entre los grandes bloques de poder herederos del Antiguo Régimen: los latifundistas, la Iglesia, la monarquía…

En contraste con lo que acontecía en Francia, el año 1944 supuso la confirmación de la gran anomalía del siglo XX español, cuando los soldados de la Unión Nacional Española tuvieron que retirarse del valle de Arán a finales del mes de octubre de aquel año. La audacia de aquella operación militar ideada por Jesús Monzón, el hombre que reorganizó a los comunistas españoles en Francia y en España, mientras el continente europeo era dominado por el nazismo, fue el último intento de ganar la guerra en nuestro país. El general Riquelme y el doctor Negrín no pudieron establecer el Gobierno provisional republicano en Viella, la capital del valle de Arán, y aquellas personalidades del movimiento democrático español quedaron olvidadas. Monzón, León Trilla, Riquelme, Negrín… En su lugar, una dictadura de casi cuarenta años mientras Europa se reconstruía en clave democrática y social.

La historia realmente no ha pasado. Está siempre con nosotros. Tras más de cuarenta años de experiencia democrática, nuestras carencias históricas se manifiestan en la cultura política de la llamada generación X, la generación de la que depende la altura del actual debate político español. La polarización política que nos hace caer en el maniqueísmo de los buenos y los malos, el odio que se normaliza a través de bulos y descalificaciones que se sueltan hasta en la tribuna del Congreso de los Diputados, el uso de las nuevas tecnologías y las redes sociales a modo de escupidera. Son elementos sin los que no se entiende la realidad política actual y reflejan esas carencias democráticas de nuestra historia.

¿Es concebible que, en una democracia, se discuta el traslado de los restos mortales del máximo responsable de una dictadura represiva, sacándolos de un monumento para llevarlos a la tumba en la que, por cierto, quiso ser enterrado? Se ha dicho que esto es devolver a Franco a la primera línea del debate político, cuando se trata precisamente de lo contrario: sacar los restos mortales del dictador de un monumento, que es algo esencialmente político, supone apartar a Franco de la política para quede definitivamente en el ámbito de la historia, que es donde debe estar.

¿Son asumibles el nivel y la agresividad de las críticas que recibe el actual Gobierno a cuenta de la crisis de la COVID-19? ¿Somos conscientes de cómo está actuando la oposición en el resto de países democráticos? ¿Acaso el resto del mundo no está experimentando una situación tan difícil y dramática como la nuestra?

A nuestro anómalo siglo XX, se une el hecho de que es la generación X la primera en más de sesenta años que se enfrenta a grandes retrocesos en materia económica y social. Retrocesos a causa de la Gran Recesión de 2008 y la crisis de la deuda europea, en primer lugar, y ahora a causa del coronavirus. Nuestra anomalía generacional en un mundo concebido en clave de progreso, en el que cada generación debe vivir mejor que la anterior. Parece como si, en lugar de enfrentarnos a los nuevos retos, analizando las posibles opciones, que las hay, prefiriéramos el bucle del odio virtual, que ya no es tan virtual.

Esta incapacidad política manifiesta se corresponde con la veneración de nuestra actual generación hacia los técnicos, los expertos, por los que muchos pretenden sustituir a los políticos. Una veneración comparable con la que, en los años treinta del pasado siglo, sentía una parte considerable de la población europea hacia aquellos que, en nombre de la patria, se convirtieron en dictadores para salvar al pueblo de la palabra de los políticos. Hace dos siglos, Tocqueville intentó enseñarnos que la democracia funciona solo si el pueblo tiene fe en ella.

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