La educación ya estaba en crisis

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Llevo mucho queriendo escribir con algo de calma sobre todo lo que está ocurriendo en torno a la enseñanza. Ya no se habla del pin parental, ni de la LOMLOE, ni del decretazo de Imbroda, ni de qué narices iba a pasar al final con la religión —cuyos maestros envían tareas online de lo más inefables, a propósito—. Pero es que ese todo ha saltado por los aires desde el confinamiento, y uno no sabe ya ni por dónde empezar… Bueno, supongo que lo mejor es que comience por el principio.

Los primeros días fueron de una tremenda confusión. Aún resuena en nuestras cabezas la inmediata acusación de García-Page: al parecer, los funcionarios solo queríamos dos semanas de vacaciones. Días antes se habían cancelado las clases ya en Madrid, pero aún parecía que iba a ser solo una cuestión local y transitoria. Al final, en todas las comunidades se anunció, desde ese jueves, la próxima aunque no inmediata suspensión de las clases presenciales, que ese viernes aún las hubo.

La Semana Santa seguía en proyecto, y parecía casi intocable, dejándonos por el camino declaraciones para la historia. Recordemos que, comoquiera que solo somos laicos a medias, nuestro calendario escolar y sus antipedagógicos desequilibrios trimestrales dependen de las caprichosas lunas llenas de pascua. A lo que voy es que si las bullas todavía podían tener su momento y su lugar, el mensaje que se daba con eso es que, tras las procesiones, volvíamos a las aulas.

De hecho, aún ni siquiera se había decretado el estado de alarma. En el ínterin, las instrucciones que las respectivas administraciones enviaron fueron decididamente ambiguas, y se resistían a poner por escrito de forma meridiana que docentes y PAS dejásemos de acudir a los centros, papel que al final recayó en las directivas sensatas; no desde luego en las que propusieron claustros ese mismo lunes, al final solo desconvocados ya de facto por el comunicado gubernamental del sábado.

Entonces, llegó el mantra, el maldito mantra, hasta la saciedad lo escuchamos, que ese “no estamos de vacaciones” también se les decía constantemente a padres y madres, con insistencia ya grosera, y muchos docentes también somos padres o madres. Lo de transmitir normalidad dejó de ser un argumento válido enseguida: la imagen que se pretendía era la de una fortaleza organizativa impecable, aun a costa de, tras hablar por nosotros, endosarnos una excusatio non petita de manual para engordar, una vez más, los prejuicios que parte de la sociedad tiene con el profesorado; y que revelaba, una vez más, la desconfianza que las administraciones demuestran hacia sus propios maestros y maestras.

Con tanta normalidad forzada, y sin ser aún conscientes de la que se nos venía encima, o eso quiero pensar, algunos profetubers no esperaron ni al lunes para, con más ganas que nunca, promocionar sus canales cierto toque sobrante de frivolidad inoportuna. Por su parte, muchas empresas de aplicaciones y editoriales con plataformas educativas anunciaron la gratuidad temporal de sus productos, en campañas de solidaridad muy oportunas para luego ampliar sus mercados, que no somos tontos y sabemos reconocer a los buitres. Hasta la ministra seleccionó una antología en su primer comunicado, que las ministras están para esas cosas.

Maldita sea, que casi parecíamos estar de fiesta con el tema, y en esto que parió la burra, es decir, los telediarios, y qué bien quedaban en pantalla en la tele esos niños sonrientes con sus tablets y portátiles de alta gama. Mientras tanto, los servidores nativos de las diversas consejerías se caían y los programas de comunicación con las familias fallaban más que los Gemeliers en Pasapalabra, la teledocencia seguía presentándose como la gran solución para todos los problemas que se pusieran por delante.

La “solución final”, diría, que el interés en mostrarla como panacea no es nuevo: cuanto más se extienda como modelo último en vez de como complemento útil y democratizado, más dinero público para las multinacionales tecnológicas; y más ahorro —lo llaman ahorro— a la hora de contratar profesorado, que cuantas más aulas virtuales vaya habiendo, menos físicas harán falta.

Que se lo digan a los interinos, que ya lo han sufrido en sus carnes estas semanas: ¿para qué cubrir bajas, si los demás docentes del claustro se pueden ocupar de sus grupos? ¿Es que creía alguien que esto de la docencia a distancia era para promover la docencia cercana, la atención personalizada, la igualdad de oportunidades? No me hagáis reír…

El caso es que, así las cosas, pues muchos profesores, sintiéndose amenazados y, como siempre, juzgados, y sin más instrucción que la  explícita de no creerse en vacaciones y la implícita de demostrar que debían ser más teledocentes que nadie, se lanzaron a enviar tareas demostrables al peso, y por peso léanse horas de elaboración y de corrección, y a seguir impartiendo desde el siguiente lunes los nuevos contenidos previstos de antemano, aunque tuviesen que ser por videollamadas.

Todo eso para desesperación de muchos niños y niñas, es evidente, de repente confinados doblemente en sus cuartos. Y de muchas familias, que primero quisieron tener claras esas tareas para hacer valer la consigna antivacacional, pero que pronto se sintieron sobrepasadas conforme esto dejó de ser un simple fin de semana metidos en casa.

El mismo agobio que los mismos docentes sufrimos cuando nos encontramos con la avalancha incesante de correos y notificaciones de los siguientes días. Y agobio por las horas echadas, insuficientes siempre, desde nuestros propios confinamientos, con nuestras familias al lado, o lejos, con nuestros propios medios informáticos, no necesariamente potentes, creando materiales exprés y respondiendo al ritmo que podíamos a todos esos alumnos que desbordaban ya mucho antes nuestra ratio inasumible, y a sus padres y madres, intentando personalizar de nuevo lo que antes tampoco podíamos en una sola sesión de aula. Aunque ahora, eso sí, sin un timbre sonando a las tres de la tarde. Y sabiendo ya entonces que, acabase como acabase esto, hiciésemos lo que hiciésemos, la culpa de no obrar milagros será otra vez nuestra.

Y agobio sobre todo porque otros muchos chavales ni siquiera se conectaban o ni se han conectado aún, unos por falta de medios informáticos decentes, otros por falta de hábitos de estudio, la mayoría por ambas cosas. La brecha digital es solo el síntoma de una brecha social que ahora solo se ha hecho más evidente, pero que ya existía desde mucho antes, como cuando ese mismo alumno se dormía a primera y a segunda hora, como cuando dejaba de venir durante semanas, como cuando te respondía con violencia pidiendo a gritos ayuda, como cuando evidenciaba necesidades nunca cubiertas por ese profesorado de refuerzo que se quedó en paro y nunca llegó a conocerle. No nos hagamos ahora los sorprendidos: hay chicos y chicas completamente desatendidos para cuyas carencias académicas y económicas no podemos inventar ahora el remedio que les faltó cuando aún podíamos atenderles físicamente.

Miles y miles. Y para el día que les lleguen por correo nuestras malditas tareas, algunos de ellos ya estarán en eso que llaman riesgo de pobreza, si no están en ella ya, con ambos padres en paro, acaso entre muros de pisos sin luz ni terraza, pasando hambre. Tampoco nos hagamos los sorprendidos por eso.

Llevamos décadas con un sistema haciendo aguas que ha sufrido recortes bestiales, en paralelo a unos servicios sociales también cercenados, en medio de un desempleo brutal, o de empleos absolutamente precarios; un sistema que lejos de eliminarlas, reproduce y perpetúa las clases sociales que hijos e hijas heredan de sus padres y madres, incluso en la pública, pero no digamos ya en la privada o en la concertada.

Aquellas que precisamente fueron las primeras en exhibir músculo y glamour en sus redes con la manida teledocencia, dicho sea de paso, pero en torno a las que luego bien que se les ha visto el plumero a los del elitismo subvencionado: padres y madres de la privada exigiendo dinero al Estado en vez de a su iglesia; padres y madres de la mimada denunciando las famosas cuotas que antes “no existían”, pero que ahora, por mucha atención online que reciban, de repente son abusivas. Y para rizar el rizo, en esto que aparece de nuevo el ministro más ridículo y decepcionante de la historia, ese al que de comunista ya le queda lo que a mí de creyente, avalando su existencia y hasta protegiéndolasEste que aquí escribe no lo piensa olvidar nunca.

Este que escribe es otro de tantos que tampoco se tomó en serio a tiempo que el coronavirus pudiese hacer tanto daño aquí como el que estaba haciendo en China, y aprovecha para reconocerlo, y dicho queda. Pero lo que sí he defendido siempre es que un sistema educativo debería estar diseñado a prueba de bombas. O de pandemias.

Pero cuando digo eso, ojo, no me refiero a poder seguir dando clases como sea, obsesionados con los contenidos, las programaciones y, sobre todo, las malditas evaluaciones. Me refiero a tener al fin los medios —para más señas, económicos— con los que no dejar de lado a nadie, a nadie, y eso lo digo con crisis sanitaria o sin crisis sanitaria; me refiero a que nos sobren los recursos si hace falta, a conseguir la confianza de que estamos sobre unos buenos cimientos a partir de los que siempre podremos reconstruirnos.

A día de hoy no tengo esa confianza, como tampoco la tengo en todos esos hipócritas que aplauden tanto pero que después no votarán en defensa de lo público. Si ni el sistema sanitario estaba preparado, aquel del que puede pender nuestra vida de un día para otro —con pandemia o sin pandemia, insisto—, tras años también de recortes de plantillas, sin respiradores para sus pacientes o sin seguridad para sus trabajadores y trabajadoras, ¿qué se puede esperar que se invierta al fin en la enseñanza, aquella cuya ausencia no mata, al menos no de forma inmediata, por más que de ella dependa el futuro de millones de chavales y chavalas, en especial de quienes no lo tienen ya resuelto al nacer?

Hay precedentes muy esclarecedores donde las clases presenciales hubieron de pararse en seco: tras el Katrina en Nueva Orleans o durante el Ébola en algunos estados del oeste de África, por citar ejemplos recientes, y por no hablar de zonas en guerra, que esto no es una guerra, a pesar de las ansias que tienen muchos en militarizar esto. En todos los casos se ha podido comprobar que quienes más perdieron en preparación académica y posteriores oportunidades en la vida fueron, siempre, quienes habían comenzado la situación transitoria de teledocencia desde un peor punto de partida socioeconómico. Oh, qué sorpresa, quién lo podría haber imaginado.

Podemos, debemos poner medios concretos para minimizar la actual desigualdad para el acceso a la educación a distancia de tantos chicos y chicas, pero la clave no está en buscar únicamente parches temporales, que esto no se va a arreglar de la noche a la mañana entregando un móvil con datos a los niños y niñas más pobres para que hagan tus cuatro tareas con sus pulgares, ni enviándoles correos convencionales, mediante teledocencia decimonónica, proponiéndoles actividades que no hacían antes en clase ni van a poder hacer ahora sin la ayuda apropiada, la misma que les volverá a faltar cuando volvamos a las aulas.

¿Acaso después de la crisis bajará la ratio, como no dejaremos de reclamar los docentes, que sabemos bien que esa es la forma de recuperar el tiempo perdido, y me refiero al perdido desde mucho antes de esta crisis? ¿Podemos imaginar una vuelta a clase hacinada de hasta treinta y nueve chicos y chicas en un primero de Bachillerato sin que al fin nos tomemos en serio la cuestión, y no solo por cuestiones de sanidad? ¿Invertiremos de verdad en atención a la diversidad, en un país con inquisidores en los balcones gritando a niños autistas y a sus padres y madres? ¿Eliminaremos la concertada? ¿Conseguiremos superar las polémicas desviatorias del pin parental, para avanzar sin manos atadas en ciencia, humanidades y humanidad, y colaborar con eficiencia en que cada vez haya menos desalmados de los que ponen cartelitos invitando a sus vecinas cajeras a marcharse del edificio? Pues la respuesta a todas esas preguntas, y a otras que podría poner, sigue siendo un no, me temo. Y todo lo demás será tirita tardía, o algo peor: una simple pose de mierda.

Ha pasado un mes —¡un mes!— y aún nadie nos ha dado ni tan siquiera unas instrucciones claras. En Andalucía, por ejemplo, nos enviaron un texto en el que nos recomendaban a los docentes darnos baños relajantes, no es broma. Ah, y otro ya menos gracioso en el que se nos recordaba que no dejásemos de lado el papeleo pertinente a la hora de adaptar nuestras programaciones y metodologías, que tamaña e incontestable urgencia era justo lo que más necesitábamos leer. De en qué sentido las debíamos adaptar era ya mucho pedir, sobre todo en dos cuestiones: la del avance o no de contenidos nuevos y la de la evaluación, que para colmo ya nos los la estaban volviendo más abstrusa y burocrática que nunca.

Molesta un tanto que en lugar de buscar consensos sobre temas tan delicados, nuestros jefes y jefas sigan todavía igual que al principio, con la autocomplacencia y los falseamientos de la realidad, obviando las brechas sin suturar. Y que, por más que presuman hipócritas de una teledocencia desequilibrada y sin guías claras ante este futuro incierto, para nosotros y nosotras, para los chavales, para sus familias, para nuestras familias; a pesar de haberles salvado los muebles hasta donde hemos podido, mejor o peor, pero currando y sudando tanto o más que antes; a pesar de ejercer no ya de docentes sino de investigadores a la búsqueda de tantos alumnos desconectados, supure aún de ellos la obsesión con lo de que no nos creamos de vacaciones, que ya tenemos las primeras insinuaciones para que los docentes volvamos a los centros, aunque tenga que ser sin niños. Sin más motivo que recordarnos nuestra sumisión.

Aparte de buenas decisiones, a estas alturas se necesitan decisiones rápidas, aunque sean para varios escenarios diferentes. El más esperable de estos es aquel en el que el confinamiento, al menos el del alumnado, acabe después de que acabe el curso.

Lo de las notas es muy delicado, sobre todo en cursos avanzados, y cualquier solución será parte del problema, pero se puede consensuar de una vez la opción menos mala para cada uno de los niveles, y así podríamos trabajar menos a ciegas y el alumnado podría afrontar una cosa u otra con más tiempo por delante. Lo que desde luego no es de recibo es que piquemos en el juego de pensar que ese será el último problema que tendremos.

Lo que ya está claro es que aprobaremos más que nunca, atendiendo a la flexibilidad que se espera de nosotros y que solemos tener, tampoco hace falta ninguna orden ministerial para eso. Y está claro que eso tendrá unas consecuencias que habrá que afrontar, pero no mucho más allá a lo que ya estamos acostumbrados, que no me creo que nada baje tanto el nivel académico como todo lo que podría subir si pusiéramos el foco en cubrir otras necesidades con más dinero que palabras. Y los chicos y chicas que ya aprobaban por imperativo legal seguirán aprobando por imperativo legal y seguirán dándose de bruces con nuevos suspensos y seguirán desmotivándose el curso que viene.

No pienso, como piensa bastante gente que aprecio, y con argumentos muy razonables, que haya que dar el curso académico por acabado, y menos después del esfuerzo realizado hasta ahora, el nuestro y el de tantos alumnos y alumnas, y menos después de lo que significamos para muchas familias, a pesar de las saturaciones, a pesar de los errores, que para sus hijos e hijas somos una poderosa vía de contacto, tras sus desayunos, si la despensa lo permite ese día, con ese mundo que aún no conocen bien y al que ahora ni siquiera pueden salir. Un mundo vacío, pero que aún les espera. Un mundo cruel, pero también hermoso, y en el que la escuela aún puede ser ese lugar de confluencia y de comunidad.

De momento, en la pública seguiremos haciendo lo que mejor se nos da a los docentes: improvisar con los medios de los que disponemos y de los que disponen nuestros alumnos y alumnas, que en eso estamos bien curtidos. Y jodidos, añado, que lo último que quiero es alimentar en positivo la manida retórica del heroísmo gremial, que solo sirve para repartir culpas y ahorrar recursos. Pero sin esos recursos, hagamos lo que hagamos a corto plazo, seguiremos sin salir de esta porque los malos cimientos seguirán resquebrajándose en favor de lo privado, porque buena parte de nuestros alumnos y alumnas ya estaban segregados desde mucho antes del maldito virus.

NOTA DEL AUTOR:

Pocas horas después de publicar este artículo, la ministra Isabel Celaá ha comparecido en rueda de prensa para confirmar que el curso escolar no se va a dar por finalizado hasta junio; y para insistir en que solo propongamos la repetición en casos “muy excepcionales”, remarcando el “muy” para diferenciarlos de los repetidores de cualquier año anterior, que excepcionales siempre han sido. Se ha hablado de plena confianza en el profesorado, incluso de liberarlo de trabas en sus decisiones, aunque se deduce entre líneas que, para gestionar esos casos “muy excepcionales”, tendremos el doble de papeleo de lo habitual, por no decir que se deducen otras cosas.

Bien, un poco concreción al fin, lo que ya es algo; aunque llegue muy tarde, aunque aún haya muchas ambigüedades por pulir, aunque la mitad del tiempo haya sido para repetir perogrulladas sobre la evaluación que ya conocíamos de sobra, aunque aún deban pronunciarse las comunidades autónomas, aunque sigamos sin tener nada por escrito. Pero tenemos ya clara una directriz: planteemos como planteemos las clases virtuales a partir de ahora, su no aprovechamiento no implicará en ningún caso bajar la nota que les habríamos puesto hace un mes.

Es una lástima la de alumnos y alumnas que no iban a suspender curso ni por asomo y que estaban al fin y al cabo aprovechando todo esto, pero que ahora se desconectarán, sabedores de que pasar, pasan, aunque sea con suspensos, por más que tratemos de motivarlos para el aprendizaje sus maestros y maestras, o sus propias familias.

Con todo, he de reconocer que otras opciones no me habrían gustado más, aunque sigo echando de menos medidas más ambiciosas a largo plazo que blinden de una vez la educación; la pública, claro. Y ojalá me equivoque, pero lejos de bajar la ratio o de aumentar las plantillas, lo único seguro es que el próximo curso se perfila como el más burocrático de nuestras vidas.

1 COMENTARIO

  1. magnífico articulo y perfecto resumen de la actualidad. debería tener gran difusion…
    deberían participar en este tema muchos profesores y alumnos y sus padres…

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