Un fondo de inversión compra el descampado donde se situaba la izquierda

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Pensiones, empleo, vivienda, servicios públicos, igualdad, paz… Parece que no queda ninguno de los ejes políticos en los que la izquierda no haya renunciado a sus tradicionales principios. Quienes ocupan los espacios que antes eran de la izquierda acaban siendo los mejores defensores de los intereses de la derecha, y en cambio la derecha, para medrar políticamente, esgrime argumentos populistas. Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida, decía el tango.

Leo una noticia de esta semana con el titular: «la ultraderecha xenófoba y prorrusa podría gobernar en dos Estados de Alemania». Es en referencia a las elecciones regionales alemanas, pero en el contenido se habla principalmente del partido de Sahra Wagenknecht y un poco del partido que sí es ultraconservador, Alternativa para Alemania.

Otro artículo reciente atribuye los malos resultados alemanes a la guerra de Ucrania, en difuso, como si se tratara de una cuestión de coste electoral inevitable, un desgaste o factura debida a las circunstancias, o quién sabe, a los elementos.

Cuesta encontrar algún medio que se pregunte si esos resultados se deben a una simple cuestión: que quienes deberían preguntar qué pasó con los gasoductos que surtían a Alemania, no lo hacen. Esas tuberías cuyo sabotage (o como lo llama la prensa progresista, «aparente sabotaje», por ejemplo, en Público) ha ido derribando como piezas de dominó a la economía europea.

Tampoco se discute qué parte de la población europea rechaza la guerra con Ucrania, aunque sea porque el inmenso gasto militar socava sus servicios públicos. ¡Ni mucho menos! Al contrario. Observen que son las coaliciones progresistas europeas, entre ellas varias con Gobierno, las primeras que se ofrecen a alimentar la guerra con más armas y más compromiso e incluso más tropas.

Y así nos vemos en una Europa paradójica, en la que la derecha dice las cosas que debería decir la izquierda (aunque lo haga de boquilla y luego, una vez votados, ejecuten las políticas exigidas por la UE igual que los progresistas, véase Meloni, dado que son las políticas que favorecen a los capitalistas). Y una «izquierda» que es el mejor apoyo de la guerra, pero a la vez protesta por la sanidad o la educación. Pero estos sí cumplen su programa, venden y compran las armas, envían y entrenan tropas, al tiempo que nos procuran cavilosas políticas útiles para paliar el expolio en la Sanidad o la Educación. Y de paso mantienen como figuras de cera a sus sindicatos.

Si a algún lector se le viene a la cabeza un calificativo que defina con más propiedad que los que se me ocurren a mí, como cínico o hipócrita, al hecho de pedir el fin del exterminio del pueblo palestino y, al mismo tiempo, comerciar en armas con sus ejecutores, le ruego lo anote en los comentarios.

El mundo al revés. ¡Qué tiempos tan interesantes nos tocó vivir!

El lector habitual de esta columna sabrá que su nombre, Casa tomada, viene del relato de Cortázar en la que dos hermanos van abandonando espacios de su propia casa, por miedo a un temor desconocido, hasta que se ven en la calle. Me pareció, entonces, hace tres años, una buena metáfora de lo que venía pasando.

Y no es porque los responsables de lo que era la izquierda sean tolerantes y se les hayan colado conspradores. Para nada, antes bien escudriñan hasta el menor detalle de cualquier opción alternativa. Y así colocan etiquetas, como sambenitos, a todo aquel que les incomode para sus fines electorales: son rojipardos, prorrusos, o lo contrario, izquierdistas, dogmaticos, aventureros, etcétera.

Cualquier aspecto les parecerá bueno para colocar en la picota a quien ose criticar. Hace unos meses las protestas de agricultores, o las recurrentes contradicciones derivadas de las cuestiones trans. Otras veces es el problema ecológico y nuestra culpa como consumidores. Hoy está en el candelero el tema migratorio, de modo que tocar ese tema enreda en un profuso berenjenal (sin explicar sus verdaderas causas, como se habló hace días aquí en La espiral de hipocresía en la migración circular).

Cualquier cosa menos tocar el asunto fundamental, la contradicción entre capital y trabajo (también hablamos de esto hace poco en Tras las pistas de la dialéctica revolucionaria en el Ludwig Feuerbach de Engels). La que debería ser la principal tarea del analista de los movimientos sociales, el discernimiento de los condicionantes económicos, pasa a un discreto plano muy lejano y secundario, de modo que la clase trabajadora ni toma conciencia en sí como clase, ni lógicamente organiza su capacidad de lucha.

Pensar lo justo, es el objetivo. Sentimientos e identidades a cambio de razonamientos. Todo se queda en una peculiar agenda de efemérides rojas, que eso sí lo llevan a rajatabla, pues les permite mantener su finísima pátina de comunismo.

En definitiva, un terreno baldío predispuesto a que prolifere la ultraderecha, por no decir directamente el fascismo, o sea esos señores que salen a relucir cuando el capitalismo está urgido. Como ahora.

Todo ese terreno ideológico, el más amplio porque es el que más población acoge, está en venta al mejor postor. Y lo van a comprar fondos de inversión para construir hoteles, que hay muy pocos en España, (permítanme que insista, como se explica en Por qué no cambiaron el «paradigma de la vivienda» ni lo van a hacer) o en bloques de pisos que nos van a alquilar a precio de resort, y además por habitaciones sueltas.

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