Vindicación de la violencia política

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   Si la violencia es algo malo, ¿Por qué es el poder quien la desea en patrimonio exclusivo? ¿Qué tiene la violencia para que sólo pueda usarse con el beneplácito del poder? ¿Acaso es un arma para cambiar las cosas? 

   Vivimos en un mundo donde la violencia estalla por doquier, pero es la violencia patrocinada la que se lleva los buenos titulares porque se asimila a la democracia. Exportar Democracia, nos dicen desde las poltronas de los principales informativos. Si un país se sale del redil, se exporta Democracia. Si es elegido un líder que no le conviene al poder, se exporta Democracia. Si se desean cortar los lazos que aseguran que un país siga esclavizado por occidente, se exporta Democracia. Y esta exportación ha adquirido cotas de esnobismo realmente deleznables, innovaciones considerables y modos extravagantes. Ya no se invade un país, basta con aislarlo internacionalmente, imponerle sanciones económicas, financieras, retenerle los activos desde los países que sí cumplen con su función de títeres del bárbaro americano. Y como última opción, las Revoluciones de Colores, que no son otra cosa que exportación de violencia edulcorada con grandes dosis de mentiras, maquillaje democrático y simulación de progresismo, y es ahí donde se esconde el fascismo más puro y maquiavélico que existe. Lo hemos visto en Ucrania en el 2014, en Venezuela durante más de una década, y, ahora, en Serbia. 

   Pero vayamos a quid de la cuestión: ¿Resulta pertinente usar la violencia para conseguir unos fines concretos o esa época de Revoluciones sangrientas ha tocado, definitivamente, a su fin? ¿Somos capaces de llevar a cabo una Revolución Popular o en las actuales circunstancias o eso resulta ya imposible? En mi artículo El humanismo en tiempos de Capitalismo Absoluto decía: “Esos poderes han conseguido conocernos más profundamente que nosotros mismos. Han usado la psicología y la sociología para evitar la revolución. Y lo han llevado a cabo de tal manera que lo hagamos nosotros mismos. Sin tener que sacar los tanques a la calle. La sociedad del optimismo superficial, del consumo de masas y de la industria del entretenimiento ha conseguido la disolución de la conciencia de clase. Y lo ha hecho sembrando el conformismo. Usando la educación para recortar las mentes del pueblo. Consiguiendo que sea mal vista la disidencia y que sea tomada como terrorismo la esencia del obrerismo: la huelga, la manifestación, la contestación social. El sistema crea ganado fácil de manejar. Extirpa de raíz la esencia de la utopía y el individuo sujeto a este sistema se deja conducir hacia el abismo antes, siquiera, de saber que va directo al matadero.”

   El uso de la violencia popular, de la gente de a pie, de las obreras y obreros, de las trabajadoras y trabajadores, de las mujeres y los hombres está justificado cuando las condiciones materiales no cumplen con el fin de justicia social inscrito en nuestra constitución. Ya decía Johan Galtung que existe un triangulo de la violencia. La violencia sería como un iceberg, lo visible es tan solo una pequeña parte del conflicto. Suprimir la violencia supondría, por lo tanto, actuar sobre los tres tipos de violencia, esto es: sobre la violencia directa que se concreta en lo visible, actos y comportamientos violentos; sobre la violencia estructural, que se centra en el conjunto de estructuras que no permiten la satisfacción de las necesidades materiales del colectivo, sería la negación de esas necesidades; y, por último, sobre la violencia cultural, la cual crearía un marco legitimador de la violencia y se concreta en actitudes. A menudo, las causas de la violencia directa están relacionadas con situaciones de violencia estructural o justificadas por la violencia cultural: muchas situaciones son consecuencia de un abuso de poder que recae sobre un grupo oprimido, o de una situación de desigualdad social (económica, sanitaria, racial, etc.) y reciben el espaldarazo de discursos que justifican estas violencias. En relación a esto tenemos el concepto de violencia simbólica propuesto por Pierre Bourdieu, se utiliza para describir una relación social asimétrica donde el «dominador» ejerce violencia indirecta y no físicamente directa en contra de los «dominados», los cuales no la distinguen claramente o son inconscientes de dichas prácticas en su contra, por lo cual son «cómplices de la dominación a la que están sometidos.” 

   De todas formas la comprensión del uso político de la violencia está, y lo estará siempre, comprometida por las estructuras ideológicas que median dicha comprensión. Para, por ejemplo, un nacionalista español el nacionalismo vasco y su extensión violenta, ETA, están condicionadas por su etnicismo, su propensión a la militancia en organizaciones armadas y la existencia de factores de tipo psicológico como la desesperación, la rabia o la venganza y su asociación al radicalismo juvenil, la frustración y el odio. Para un fascista español la ideología radical vasca es propensa a la exclusión, la intolerancia y la violencia, en resumen, se trataría de un fenómeno patológico. Este reduccionismo no resulta nada académico, pero es el imperante desde el fin del terrorismo tanto dentro de la izquierda woke como en todo el arco de organizaciones parapacíficas ligadas al poder. Estos calificativos que usan constantemente los medios de comunicación no son más que la negación de la violencia y de su explicación racional en cada contexto y así se nos impide comprender esa violencia concreta. Nos queda un largo proceso, pues, de análisis de la violencia política de tipo revolucionario, que, por otra parte, es la que nos interesa en estos momentos tan críticos.

   Grandes pensadores han hablado sobre el uso legítimo de la violencia, como Maquiavelo en su obra, “El Príncipe” (1513) o Carl Von Clausewitz en “De la guerra” (1832). Pero lo hicieron desde la legalidad vigente, desde el mismo poder. La violencia está, desde entonces, integrada en el análisis de los procesos sociales dado que el uso de la violencia constituye una racionalidad factual, un instrumento para una acción y un medio para un fin.

   Dicho lo cual, ¿Qué capacidad tenemos ahora para acumular fuerzas con el fin y el propósito de utilizarlas para el bien común? En nuestro caso, el conflicto social deriva de una condición estructural de la sociedad capitalista, la enorme, y cada vez mayor, brecha social entre los que poseen y los que son poseídos; entre los que se luchan vendiendo y los que se desesperan comprando; entre los que sólo poseen su deseo y los que construyen ese deseo. La exclusión social es cada vez mayor y el antagonismo de clases no hace sino aumentar cada día, ¿Por qué entonces no nos rebelamos? ¿Qué nos sucede? ¿Por qué razón nos mantienen sujetos y frustrados? 

   La razón hay que buscarla en la criminalización cada vez mayor de las formas contestatarias de protesta. Históricamente hay que buscar el origen en diversos hechos europeos, la sentencia de febrero de 1954 del Tribunal de Casación de la RFA que atribuía a la huelga un carácter violento hasta el proceso 7 aprile de 1979 contra la autonomía obrera italiana; desde la ilegalización de la KPD en 1956 a la proscripción de la práctica totalidad de organizaciones de izquierda revolucionaria francesas en junio de 1968; desde el “programa de fidelidad” de la segunda posguerra mundial en el Reino Unido a las interdicciones profesionales (el llamado Berufsverbot) para ejercer empleos públicos en la RFA; desde la introducción de la responsabilidad penal colectiva por la loi anticasseurs francesa de junio de 1970 hasta el acoso a los abogados de la Fracción del Ejército Rojo en la Alemania Occidental, la segunda mitad del siglo XX estuvo colmada por una larga lista de medidas represivas en la línea de una concentración de la legitimidad en la legalidad. El caso español es paradójico con la llamada “Ley Mordaza”, Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana y su reforma del Código Penal y la Ley Antiyihadista que entraron en vigor en 2015 y que han sido ampliadas últimamente. 

   Pero si existe un término que está viciando las ansias de manifestación pública ese es el término “Terrorismo”. Se trata de un término claramente sesgado por la instrumentalización política que se ha hecho de él en el siglo XX. Así se subvierte su significado originario, vinculado al denominado régimen del Terror (1793-1794) de la Revolución Francesa. Documentado desde 1794, el empleo de la voz terrorismo se limitaba entonces únicamente al sentido de “sistema, régimen de terror”. A finales del siglo XIX la expresión empezó a designar, por extensión, el uso sistemático de medidas violentas con un objetivo político, significado que no se extendió hasta 1920, aproximadamente. Se cambia, efectivamente, su significado, ya que de ser referido para el uso de la violencia por parte del estado se acaba refiriendo a formas de violencia ejercidas contra el poder legalmente constituido. Y eso nos lleva a que la voz del conflicto social es acallada por la eficiencia lingüística del sistema político en curso. Hegemonía cultural, que diría Gramsci. Se usan todos los medios para desprestigiar la lucha social y transformarla en terrorismo, se usan términos como algaradas, quema de contenedores (como si los contenedores tuvieran derechos), número de policías heridos, destrozos y su cuantía económica, etc. 

   No obstante ya Walter Benjamin escribió en 1921 sobre la función de la violencia en su texto “Zur Kritik der Gewalt”. En él, el crítico alemán hace referencia a la doble función de la violencia, como fundadora y como conservadora de derecho: la primera legitima la victoria, la segunda impide que sean fijados nuevos objetivos. El derecho natural legitima la violencia cuando se utiliza para la consecución de objetivos justos. La violencia es un hecho natural anterior al contrato social entre individuos; la renuncia a ella en favor del Estado descansa en este último presupuesto, el del contrato social. Lo que legitima su uso cuando se considera que el contrato social ha sido vulnerado por parte del poder. En cambio, el derecho positivo no atiende a la justicia de los objetivos, sino a la legitimidad de los medios. Si el derecho natural justificaba los medios en base a la justicia de los objetivos, el derecho positivo quiere garantizar la justicia de los objetivos mediante la legitimación de los medios. Para ello, identifica el origen histórico de las formas de violencia que son legitimadas, cuyo reconocimiento implica la “sumisión” a sus objetivos. En consecuencia, para Benjamin la violencia forma parte de manera latente de toda institución de derecho. Por lo tanto no podemos excluir el uso legítimo de la violencia política de la misma política porque ambas son la misma cosa. Aquellos que pretendan negar la evidencia tan solo están ejerciendo su derecho único a la violencia mientras los demás no tenemos más remedio que no usarla si no queremos ser considerados Terroristas por hacerlo, y al no hacerlo postergamos el momento de la consecución de la justicia que nos merecemos y la Democracia que deseamos, Democracia Popular, por supuesto.

Fuentes:

—Violencia política: entre legitimidad y legalidad. “Terrorismo” y estigmatización de la contestación. PAU CASANELLAS

—Legitimación de la violencia política. Paramilitarismo y estado. HENRY BORJA OROZCO

—La violencia como herramienta de la política. PATRICIO ESCOBAR

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