¿Qué se hizo de las primarias?

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Nunca he sido partidario de la crítica personal a los personajes políticos, ni he considerado que fuese beneficioso para nuestros intereses, los de la clase trabajadora, el ataque directo a los aspectos particulares de los representantes de los partidos. Por la sencilla razón de que ese estilo tiende a favorecer a la ideología conservadora, pues fomenta el desapego de las personas más sencillas, que bastante tienen con ocuparse de sus problemas cotidianos, y allana el camino para que los cargos sean ocupados por una élite social.

Pero tengo que reconocer que nuestros adalides de la nueva política, nuestros actores del cambio, han logrado que traicione mis propios fundamentos, y han conseguido que, al comprobar que esos mismos actores se presentan, una y otra vez, a los cargos de representación, caiga en la crítica personal. Y, así, al saber que Irene Montero se postula para las Elecciones Europeas, mi primera reacción es pensar que de alguna manera habrá que terminar de pagar el casoplón.

Confieso que nunca les voté -digo confieso porque ni siquiera lo hice cuando mi militancia exigía disciplina- y lo que hagan sólo me preocupa en cuanto que son los culpables  (podemistas o sumatorios, tanto monta) de la liquidación de los partidos a los que siempre había dado mi voto.

Pero es llamativo observar el desarrollo de aquel proceso mítico, imprescindible en aquellos años iniciales de la nueva política, en el que la casta era filtrada: las primarias. Ahora, o quizás siempre ha sido así, el proceso de las primarias es un curioso caso de profecía autocumplida, o de suceso inverso en el que la conclusión viene determinada desde inicio. El personaje se postula para el cargo y esto condiciona a priori la reacción posterior, que lógicamente es el refrendo de la abnegada afición, sin opción a alternativas ni a sorpresas.

Les invito a observar un ligero detalle. Curiosamente, todos estos nuevos personajes de la política woke suelen ser muy críticos con lo que consideran el «totalitarismo comunista». Basta que se haga la menor mención al marxismo -no digamos ya al leninismo- para que se evoque el fantasma de la intolerancia. Y si se menciona la dictadura del proletariado, entonces ya se hacen cruces. 

Sin embargo, el desarrollo de la realidad nos invita a pensar que esa aparente democracia completa es, en verdad, la verdaderamente totalitaria. Los datos son obstinados: la situación de la clase trabajadora es hoy peor que hace unos años. Es decir, incluso dentro de la lógica -espuria lógica- de la política útil, las clases populares viven peor y todo tiende a señalar que irá aún peor.

Se advirtió hace años. La política desclasada de los inventos de Podemos o Sumar ha desprovisto del análisis lógico a los votantes de la supuesta izquierda. No existe para ellos influencia de la Unión Europea o de la OTAN. Lo económico es un asunto etéreo, que no es aparentemente analizable desde su lógica. El partidismo se decide por el carisma de unos u otros personajes, o en asuntos inocuos para el sistema como las cuestiones identitarias de las personas trans o el falso ecologismo. Asuntos que son perfectamente asumibles y digeribles por las grandes empresas, que acaban capitalizando el rédito político.

El malvado totalitarismo comunista, el pérfido y taimado, gris y anticuado comunismo, en cambio propone una solución muy sencilla y clara. Y no desde hace poco, sino desde hace ya más de 150 años. La elaboración de un programa, un proyecto que marque el camino, elaborado desde las bases hasta arriba y desde la cúpula hacia abajo. 

Pero, claro, para ello es necesario comprender que existen las clases sociales y que la realidad está marcada por lo material. Y esto, al parecer, es totalitario. Es violento. Y el cambio se hará con sonrisas y talante zapateriano.

Como dijo Lenin en sus Tres fuentes: las personas han sido siempre, en política, víctimas necias del engaño ajeno y propio, y lo seguirán siendo mientras no aprendan a descubrir detrás de todas las frases, declaraciones y promesas morales, religiosas, políticas y sociales, los intereses de una u otra clase.

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