La costilla de Adán: Reflexionando sobre la misoginia (II)

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Por Karina Castelao

El androcentrismo ha sido el eje sobre el que ha girado la Historia de la Humanidad. El modelo de ser humano es el Hombre, el varón, nunca la mujer, y toda la historia del pensamiento, tanto religioso como profano ha tratado de demostrar que este es el orden natural de las cosas. La cultura y el saber, así como el poder y la riqueza, siempre ha estado en manos del hombre. De ahí el interés histórico de que esto no cambie. Y los filósofos y demás pensadores, todos varones (porque recordemos que hasta bien entrado este siglo, ninguna filósofa mujer tenía la relevancia suficiente como para estar en los libros de texto), han contribuido con todas sus fuerzas a ello. A veces, incluso, contradiciéndose a sí mismos.

Ana de Miguel nos habla de dos corrientes entre las distintas opiniones que podemos encontrar sobre la mujer en el pensamiento de los filósofos hombres. Según de Miguel podemos hacer la distinción entre machistas misóginos, es decir, aquellos que, si pudieran, nos harían desaparecer de la faz de la tierra, y machistas no misóginos, los que, aunque considerándonos inferiores, encuentran la utilidad de la mitad de la humanidad y, por lo tanto, son condescendientes y paternalistas con ella. Sin embargo es harto complicado establecer una clara distinción salvo por casos concretos.

En la Época Clasica, Aristóteles veía a la mujer como mera máquina reproductora. La mujer tenía unos deberes dentro de la comunidad que no iban más allá de la crianza. La cualidad más admirable en una mujer para Aristóteles era el silencio. El silencio no cuestiona ni rebate. La palabra estaba reservada únicamente al varón que era el que debía administrar la polis. La palabra en la Edad Clásica era símbolo de poder. La cualidad del ser humano y lo que lo hacía distinto de los demás animales era su capacidad política que se articulaba a través de la palabra. Cuando Aristóteles niega la palabra a las mujeres, les niega literalmente ser consideradas como seres humanos.

En la Edad Media, la Escolástica, con fuertes influencias aristotélicas, intenta explicar la existencia de Dios a través de argumentos filosóficos y racionales. Basándose en el relato religioso de Adán y Eva, predica a favor de la superioridad del hombre sobre la mujer (Eva es creada de una costilla de Adán) y establece que la mujer es el sexo débil (sucumbe a la tentación de comer la manzana del árbol prohibido), y por lo tanto se la responsabiliza de la expulsión del ser humano del paraíso. Aquí sí que subyace la misoginia bíblica. Así, según San Agustín de Hipona “Es Eva, la tentadora, de quien debemos cuidarnos en toda mujer… No alcanzo a ver qué utilidad puede servir la mujer para el hombre, si se excluye la función de concebir niños”.

Con la secularización de la sociedad, Dios ya no es eficaz para explicar el mundo, así que se usa a la naturaleza como excusa para seguir manteniendo a la mujer en un segundo lugar. En «Emilio o la educación» Rousseau defendía que varones y mujeres no podían tener la misma educación y se mantiene a la mujer como objeto reproductor sin voluntad. “La educación de las mujeres deberá estar siempre en función de la de los hombres”, dice Rousseau, mientras que para Hegel “Las mujeres no están hechas para las ciencias más elevadas”.


Pero como claros exponentes del primer grupo, del de los machistas misóginos más enfervorizados, encontramos a Schopenhauer y a Nietszche.

Para Schopenhauer, “sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales. Paga su deuda a la vida, no con la acción, sino con el sufrimiento, los dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia; tiene que obedecer al hombre, ser una compañera pacienzuda que le serene.” Todo ello hace que para el filósofo la mujer sea una alteridad como esa constante que permanece en la historia del pensamiento humano: “Lo que hace a las mujeres particularmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia, es que ellas mismas continúan siendo pueriles, fútiles y limitadas de inteligencia. Permanecen toda su vida niños grandes, una especie de intermedio entre el niño y el hombre.”

Caso curioso es el de Nietsche.

Nietzsche fue un tipo enamoradizo que ejerció a lo largo de su vida una misoginia muy particular. “El hombre ama dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer, el más peligroso de los juegos”. El superhombre, era un ejemplar humano que según Nietzsche, debería ser profundamente culto, bello, fuerte, independiente, poderoso, libre, tolerante, a semejanza de un dios, capaz de aceptar el universo y la vida como es y que es aplicado por Nietzsche a sí mismo. Sin embargo, el filósofo en la vida real babeaba ante cualquier mujer atractiva que se pusiera a su alcance y si era rubia y rica, la pedía en matrimonio de forma compulsiva. El consiguiente rechazo le despertaba una descarga agresiva contra todo el sexo femenino. “Hasta aquí hemos sido muy corteses con las mujeres. Pero, ¡ay!, llegará el día en que para tratar con una mujer habrá primero que pegarle en la boca”.

Y llegamos a Freud.

A finales del siglo XIX la necesidad racionalista de dar una explicación científica a la «inferioridad» de las mujeres encuentra una mina en un médico que pronto se haría famoso por sus teorías controvertidas y revolucionarias.

Freud no es solo el padre del psicoanálisis, también es el padre de la misoginia moderna. Su empeño en demostrar la tara y debilidad del sexo femenino pasa por considerar el orgasmo clitoriano propio de mujeres inmaduras e infantilizadas, en contraposición al orgasmo vaginal propio según él, de mujeres maduras y desarrolladas. Ni que decir tiene que la carencia de orgasmos vaginales, confirma en Freud la inmadurez femenina, al mismo tiempo que reduce su sexualidad a la función reproductora e invalida su deseo sexual.

A partir de su interés por la inexistente enfermedad femenina llamada histeria y a raíz de su estudio, Freud determinó la existencia del inconsciente, teorizando que la causa de dicho trastorno era la represión de un hecho traumático, el cual se manifestaba a través de crisis que aparecían sin ningún tipo de explicación, y que solía ser curado con una terapia de masajes genitales con chorros de agua, manuales o algún instrumento y hasta llegar al «paroxismo histérico».

Sin embargo la cumbre de su misogina la demuestra Freud cuando, formulando sus teorías sobre las etapas de la sexualidad en la infancia, afirmaba que «las niñas sufren toda la vida el trauma de la envidia del pene tras descubrir que están anatómicamente incompletas”. Las niñas, en su desarrollo psicosexual, se dan cuenta de que los niños tienen pene y ellas no. Esto les lleva a querer tener uno y ser hombres (¡madre mía cómo me recuerda a Preciado!), lo que acaba derivando según sus “descubrimientos”, en su deseo de practicar el coito y ser madres (en fin…).
Pero he aquí que, unos años más tarde, una psicoanalista, Karen Horney, se atrevió a cuestionar las teorías de su maestro, afirmando que las mujeres no estaban frustradas por «envidia de pene». Lo que movía su descontento era la desigualdad. Las mujeres no querían ser hombres, pero la sociedad les reservaba un papel secundario, sin poder, a la sombra de sus maridos e hijos. Así que, según explicó pasando de un enfoque biologicista a otro social, lo que en realidad envidiaban era la independencia masculina.

Karen Horney formuló entonces una teoría contraria. No solo la mujer carece de «envidia de pene», sino que es el hombre el que posee «envidia de utero». “La envidia de útero en contraposición a la «envidia de pene», no es otra cosa que la puesta sobre la mesa de la envidia masculina hacia las características típicamente femeninas y el tener la posibilidad de engendrar vida”, decía hace años una activista de la que no recuerdo el nombre. “Desde el punto de vista biológico la mujer tiene en la maternidad, o en la capacidad de ser madre, una superioridad fisiológica absolutamente incuestionable y de ningún modo despreciable. Donde esto se refleja mejor es en el inconsciente de la psiquis masculina, concretamente en la intensa envidia de la maternidad que experimenta el hombre”, decía Horney. “¿Acaso la tremenda fuerza con que aparece en los hombres el impulso a la actividad creadora en todos los ámbitos no nacerá precisamente de su conciencia de desempeñar una parte relativamente pequeña en la creación de seres vivos, que constantemente les empujaría a una sobrecompensación con otros logros?”

Muchos años más tarde, otra filósofa, Mary Daly, feminista radical de la diferencia (y con la cual no coincido nada más que en esto) retoma la idea hablando de hasta qué punto la obsesión y el rechazo hacia los genitales femeninos esconde esa envidia creadora de la que habla Horney. «Los órganos procreadores de las mujeres son expresiones de fijación masculina y fetichismo. (…) el verdadero ‘objeto’ de envidia masculina es la energía creativa de las mujeres en todas sus dimensiones».

¿Podemos entonces pensar que la misoginia en un mecanismo de defensa de los hombres contra la «supremacía biológica» de las mujeres y resultado del miedo a que sean conscientes de ello y que por tanto vindiquen su lugar en el mundo? Puede ser. ¿Acaso el miedo a perder lo que se cree poseer por derecho no genera el odio al otro?

Sea como fuere, la misoginia, o lo que yo mejor llamaría «ginefobia» (término más adecuado y que podría servir para establecerla como conducta de incitación al odio), no deja de ser un sentimiento irracional masculino al que históricamente se ha intentado dar una base natural.

@karinacastelao

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