Escuela de perversiones

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Por Reis A. Peláez

La primera vez que oposité, aunque había preparado concienzudamente las pruebas (no tanto como haría en ocasiones posteriores), no tenía muy claro que en un futuro próximo, medio o lejano me dedicaría exclusivamente a la escuela pública, sin embargo, la juventud siempre es un valor añadido en esta sociedad y el resultado de aquel examen fue tan espectacular que me sentó en la silla de la profesora de un aula en la que aún sigo. En aquellos años había una prueba común a todas las especialidades que versaba sobre temas generales relativos a la legislación, la psicología del adolescente… Mi tema favorito era el tema que hablaba de la coeducación, entre otras cosas, que entonces se llamaba educación para la igualdad entre mujeres y hombres, o entre ambos sexos, así, todo seguido, sin eufemismo reduccionista alguno. Fue la bola ganadora aquel año y, claro, lo bordé. Se puede decir, por tanto, que llevo 26 años dedicada a la escuela pública por culpa de los temas transversales.

No tardé mucho en sentarme a la sombra del árbol que sembraron las normativas que buscaban un sistema educativo que garantizara la igualdad entre mujeres y hombres. Las profesoras feministas intentábamos, allá en los primeros dosmiles, adaptar, con una timidez gobernada por los la indefensión aprendida tan incrustada en nuestra conducta, los currículos, cargados del andocentrismo milenario aún hoy presente en las aulas casi inalterado, a las orientaciones que se difundían en las cien mil formaciones y grupos de trabajo que surgían como hongos en la geografía docente por la que me movía como interina nómada, con perdón por el pleonasmo. 

No recuerdo exactamente cuándo entró el término coeducación en nuestra jerga críptica y eufemística donde las haya, pero nunca olvidaré los materiales, esfuerzos y, sobre todo, aprendizajes compartidos que se crearon en aquella década prodigiosa. Aprendí más de feminismo formándome como profesora en coeducación en menos de diez años que con todas las lecturas y adoctrinamiento al que me he sometido a lo largo de toda mi vida. En la misma medida que no puedo negar las consecuencias de todo aquel trabajo, tan visibles en la manifestación del 8 de marzo del 2018 o en todas las protestas, denuncias y rechazo que generó la pasada década toda la violencia sexual que imprime el terrorismo machista, debo reconocer que no vi venir ni fui consciente de cómo la coeducación se fue arrinconando en nuestro sistema hasta prácticamente desaparecer.

Y, llegado este punto, toca ya soltar esos puños con los que comparamos las grandes verdades: no fueron el resto de temas transversales los que fagocitaron la coeducación, no quedó diluida en una sopa de educación para la paz, cooperación internacional, anticolonialismo, ecologismo, antirracismo… No hubo un despunte importante de todas estas necesidades imperiosas de la formación en valores de nuestro alumnado que confinó la coeducación en el cajón de las causas perdidas. Fue la educación para la diversidad sexual. Y quizá sea esta la razón por la que tal apisonadora entró con alfombra roja, porque venía cargada de aparente razón y justicia, aunque luego descubriéramos que no había ningún género mágico con el que tejer un traje al emperador, sino que el emperador iba y siempre fue completamente desnudo. A todas nos pareció maravilloso que nuestro sistema pasara a ocuparse de que nuestras alumnas lesbianas no acabaran tirándose por un cerro (cito un tristísimo caso que ocurrió en mi ciudad, aunque no en mi centro) y que las bisexuales pudieran gozar una realización sexual plena. Recibimos la transformación de todo aquel trabajo y todos aquellos materiales exclusivamente en educación sexual con los brazos abiertos. No nos importó el abandono de la prevención de la violencia machista íntima en la pareja por una educación sexual en igualdad… Hasta que ya demasiado tarde descubrimos que las alumnas lesbianas ya no se tiran de los cerros, sino que se hormonan para parecer hombres o se obligan a mantener relaciones sexuales con personas con pene para poder socializar bien, que es lo que le urge al cerebro adolescente. Hasta que ya demasiado tarde nos percatamos de que la educación sexual no era en igualdad, sino que era un remedo de la liberación sexual masculina de los años sesenta y setenta. Hasta que ya demasiado tarde advertimos cómo tan arteramente se preparaba a nuestro alumnado para devolvernos a hace 50 años.

Fue entonces, cuando algunas docentes feministas nos dimos cuenta del juego trilero en el que habíamos caído, cuando decidimos invertir todos nuestros esfuerzos en destapar al timador y terminar con el fraude. Otras docentes feministas, cansadas de tanto fracaso estrepitoso al formar personas codiciosas de una sociedad igualitaria, simplemente tiraron la toalla. Este hartazgo se ha convertido en una rutina generalizada en un colectivo profesional hundido en un océano de burocracia fútil que apenas deja tiempo para la verdadera labor docente, lo que se transforma en una desidia existencial inevitable en gran parte del profesorado. Por lo común, en las salas del profesorado, la palabra vocación ya causa hilaridad y los proyectos colectivos mueren apenas nacen en manos de la falta de reconocimiento económico o de cualquier otro tipo (acompañamiento horario lectivo y no lectivo, facilidades de la administración…).

Y ya tenemos el caldo de cultivo ideal para que el alumnado, con una realidad educativa no mucho más alentadora, víctimas de continuas recesiones económicas que se encadenan, de una pérdida de derechos de la clase trabajadora sin precedentes, de normativas que despojaron al sistema de la educación en valores, de la invasión un adoctrinamiento de la ideología queer en los pocos espacios reservados a aquella, abrace sin miramientos la entrada en sus dispositivos de todos los gurús que florecieron en los últimos cinco años en nuestro país a imitación del triunfante trumpismo norteamericano. El mismo alumnado que ha sido captado por la industria pornográfica, a la que, recordemos, muchas feministas llamamos cultura de la violación, a los ocho u once años, como demuestran los estudios, da la espalda a sus profesoras y profesores con todo lo que les tengan que decir, muy bien instruidos por los Llados, Romas Gallardos o cualquier otro fruto del legado de Goebbels. Y son estos cantamañanas los que se están ocupando de la formación de parte de nuestra juventud.

El fenómeno tiene una explicación sociológica sencilla que no es el momento ni el lugar para exponer, pero las consecuencias las estamos empezando a ver y son solo el principio: una misoginia explícita que convierte a las profesoras en víctimas no solo de una comunicación no verbal tremendamente agresiva, sino también de una hipersexualización inaudita hasta la fecha; comentarios racistas y xenófobos impensables hace apenas un puñado de años; rechazo absoluto y vehemente a cualquier educación en valores…

El profesorado y, más concretamente, las docentes feministas, tenemos una obligación ineludible de contrarrestar y terminar con esta tempestad que nos viene. Nos toca arremangarnos, sacudirnos la apatía, abofetear los egos, recuperar el debate, volver a encontrarnos y retomar aquella fantástica coeducación de hace dos décadas para encauzarla en una nueva perspectiva adaptada a estos tiempos. Hay que volver a buscar la raíz y arrancarla de cuajo. El proceso será lento y largo, pero ya hemos visto la cara del éxito muy cerca, aunque nunca llegáramos a abrazarlo, por eso sabemos que la educación en igualdad entre mujeres y hombres funciona. ¿Quizá pecamos entonces de focalizar demasiado en las alumnas y olvidamos a los alumnos? ¿Puede ser que nos centrásemos solo en las víctimas y descartásemos los victimarios? ¿Igual debemos aprender cómo llegar a los varones? Es posible que la respuesta sea sí a todo, pero lo que es seguro es que debemos volver a hacer la coeducación el buque insignia de la educación en valores.

Si no queremos ver a gran parte de nuestras alumnas “elegir libremente” ser maravillosas amas de casa al servicio de un hombre que las proteja o interiorizar la violencia como la única forma de sexo posible, a nuestros alumnos asimilar sin cuestionamiento alguno que es muy lícito calificar a una mujer por su body count (cantidad de hombres con los que una mujer ha mantenido relaciones sexuales), o gran parte del alumnado justificar abiertamente que la migración y las personas refugiadas son la causa de todos nuestros males, debemos actuar ya y no esperar que la respuesta sea institucional, porque no lo será, porque al sistema le viene muy bien este éxito de una ideología que, además, ahora, se presenta dentro de los ropajes del capitalismo y no contrario a él, como vino en otros tiempos. 

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