Relato: La travesía

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Braulio Moreno Muñiz.

La noche anterior no había dormido bien y estaba cansado por haberme levantado temprano ese día. Pero mi conciencia de militante me obligaba a estar a las doce en punto de la noche en el lugar de confluencia de todos los que habíamos aceptado el compromiso de ir a Madrid, a protestar por el recorte de derechos que significaba para los trabajadores la aplicación del nuevo decretazo que había aprobado el gobierno de la nación.  Pensé que ya descansaría en el trayecto de ida, pues estaba entre mis intenciones buscarme un sitio tranquilo en el autobús, y dedicar las horas de viaje a dormir todo lo placenteramente que pudiera.

 Nada más llegar al lugar señalado, la impresión que me dejaba la vista de aquella hilera larguísima de autobuses y la importante cantidad de personas que se movía  en torno a ellos, era la de descontrol y desorganización que dan siempre los actos multitudinarios; pero apenas me acerqué y me hice uno más entre aquellas personas que andaban de un lado para otro, tuve la certeza de que antes de lo que tardara en darme cuenta, ya estaría integrado en una, aunque no visible, efectiva organización, donde podían apreciarse las manos de todos aquellos responsables de los respectivos sindicatos, agrupaciones políticas y demás, que andaban embarcados en la enorme tarea de llevarnos a todos hasta Madrid, y luego traernos, sin que nadie se quedara en la capital de la nación, al menos no contra su voluntad; de manera que lo primero que hice fue felicitarme por tener unos compañeros tan efectivos como los que habían organizado la gran marcha al centro geográfico del estado desde la capital de la luz y el color.

 Me acerqué al primer autobús que encontré y me asomé a la parte delantera, en ella vi dos rótulos que en letra muy grande decían el nombre de uno de los sindicatos de nuestra organización y un número que supuse pertenecería al orden que ese autobús ocupaba entre los que marchaban por esa formación. Como ninguno de los dos carteles me decía nada, seguí andando hasta que encontré a Lola, la responsable de organizar a los de mis filas, que me informó de cómo iba aquello y me dijo el número del vehículo donde yo viajaría.

El ambiente era festivo, y más jubilosos nos poníamos a medida que iban llegando personas y el improvisado ejército de descontentos con el gobierno se iba haciendo más y más numeroso. De manera que a las doce y cuarto de la noche, el número de los que estábamos subiéndonos a los autobuses, se podía contar por miles.

 Después de preguntar, encontré mi autobús, y fue fácil dar  con él porque estaba repleto de compañeros que yo conocía desde hacía años, de manera que me congratulé por ello, y la idea de dormir durante el viaje se hizo más real porque los que venían conmigo, eran trabajadores que al igual que yo habían pasado de los cuarenta, y seguramente ellos también habrían estado trabajando una larga jornada, lo que quería decir que tal vez pensaban aprovechar las seis horas de camino para dormir, prometiéndome, a mi vez, un viaje tranquilo.

Subí al vehículo, busqué un lugar apacible y dejé mis cosas, o sea, la mochila, en el asiento que pensaba ocupar, luego hice la intención de salir para fumarme un cigarrillo mientras partíamos, pero justo en la puerta, me di de frente con ella. En aquel momento no supe bien por qué, pero al verla me puse nervioso, no sabía si pasar yo, o cederle el paso para que entrara en el autobús, y en vez de pensar qué hacer para no dar la sensación de que era un hombre excesivamente tímido, mi pensamiento se posó sobre su pelo, y ante la vista de tan hermosa cabellera, me quedé extasiado. Mientras tanto, ella me miraba fijamente con sus ojos verdes, como esperando a que yo hiciera o dijera algo, al tiempo que se tocaba la cabellera, como si preguntara qué era lo que tan fijamente miraba mi persona, de forma tal, que descompuso el arco-iris de su rojo cabello al romper el reflejo de la luz sobre éstos. Entonces yo pude reaccionar, y cuando me recompuse del atracón de belleza que me estaba dando sin apenas esperarlo, volví a la realidad, hice un esfuerzo, y empecé a comportarme lo más normal que pude, de manera que tanto me esforcé por dar la imagen de normalidad, que mis gestos no eran, ni con mucho, todo lo usuales que yo hubiera deseado, con lo cual, me perturbé tanto, que en mi esfuerzo por actuar normalmente y rápido, di un traspié al bajar la escalerilla del bus que casi me lleva a caer encima de ella, que al ver que yo no reaccionaba, empezó el gesto de subir, tal vez preguntándose qué hacía yo embobado encima de la plataforma y mirándola como si estuviera viendo una aparición celestial. Antes de pisar el asfalto, y encender el cigarrillo, me quedé suspendido sobre el estribo, esperando a ver donde ponía ella  su mochila de tela vaquera; por si tenía suerte y ocupaba una plaza cercana a la mía. Los dioses del Olimpo (en los que no creo, pero que me caen más simpáticos que el solitario del padrenuestro, que por no estar tan sólo se inventó lo de la santísima trinidad, haciéndose tal lío con lo de las tres personas, del que después de muchos años de teología nadie ha conseguido sacarlo), como decía, los dioses del Olimpo, me fueron propicios, e influyeron en el pensamiento de la dulce muchacha del pelo rojo para que eligiera una plaza justo delante del sitio que yo había reservado. Después de haberme cerciorado de que la tendría cerca durante el viaje, salté sobre las piedras de granito del borde del arcén, saqué un cigarrillo, y fumé, exhalando el humo a la vez que soñaba que la maravillosa mujer con la que me acababa de cruzar, se había fijado en mí y ya se había establecido una corriente de afinidad entre tan maravillosa criatura y este que se fuma un cigarrillo, que ya no piensa en dormir, sino en cómo acercarse a la mujer que le está ocupando el corazón  y le ha llenado la cabeza de una poesía amorosa que congenia muy bien con la épica de la lucha por los derechos pisoteados; haciendo, en todo caso, que a través del amor incipiente, las injusticias lo parezcan más, y que el sentimiento de rabia contra el gobierno de la derecha, una vez puestos a sentir, inflame nuestro pecho, dándonos el coraje suficiente para apelar a la justicia sin descanso y sin asomo alguno de debilidad, pues esta no existe ante la injusticia que denuncia el hombre solitario, que ya no lo es porque ama a la mujer del pelo rojo, en cuanto mujer y en cuanto humanidad, y a través de ella a todos sus hermanos de clase.

La hora de la cita se alargaba, nos habíamos pasado ya en más de veinte minutos, y los compañeros de Sevilla que querían hacer patente su descontento en Madrid, no dejaban de llegar; cada vez había más personas concentrándose en el lugar previsto por los organizadores.

Mientras estaba en la puerta del ómnibus fumándome el cigarrillo, vi pasar a muchos amigos y conocidos que se dirigían a sus respectivos autocares. Pero los saludaba sin energía y sin apenas cruzar palabra con ellos, porque mi atención estaba fija en la muchacha del pelo rojo, que me había impresionado de tal manera, que apenas dejaba en mí autonomía sentimental e intelectual para compartirla con los demás; y no es que hubiera dejado de querer al resto de la humanidad, sino que mi atención estaba puesta  de forma tan concentrada en aquella mujer, que no era el momento de saludar con la efusividad  debida a compañeros, camaradas y amigos; dejando caer al paso de éstos un “hola que tal” tan flojo, distraído y desanimado, que al momento se daban cuenta de que algo me estaba pasando, y, no queriendo hacer que me distrajera de, tal vez, un importante pensamiento que me estuviera cruzando el cerebro, seguían su camino con una sonrisa cómplice y dejando el saludo fraterno para más adelante. Si bien es cierto que a través del amor a una persona, se ama a la humanidad entera; pues en ella puede que confluya lo que de hermoso tiene ésta, en los momentos antes descritos, se me imponía la necesidad de centrarme sólo en aquella mujer, puesto que “lo nuestro” no había cuajado todavía; y si mi amor a la humanidad es latente, palpable y demostrable, en esos momentos, y aunque fuera lo que me movía a estar allí, no entraba en lo que podría llamarse uno de mis objetivos principales, puesto que si mis compañeros estaban seguros de mi camaradería, la mujer del pelo rojo todavía no estaba segura de mi amor, o todavía no sabía que yo la amaba, o, peor aún, todavía no estaba yo seguro de que ella supiera de mi existencia.

Espoleado por la idea de no existir en el cerebro de la cabeza portadora de tan hermosa cabellera, a la que se unía desde la frente el más bonito rostro jamás visto por mí; tiré lo que quedaba del cigarrillo, y me dispuse a subir al autobús. Una vez dentro, mis ojos la buscaron con impaciencia; pero se desmoronaron, como castillo de naipes, mis expectativas, cuando me di cuenta de que ella no estaba en el lugar donde la había visto por última vez. Al superar su asiento para entrar en mi lugar de viaje, me fijé en que su bolsa de tela vaquera estaba donde ella la dejó. Entonces pensé que era muy probable que  hubiera salido por la puerta trasera sin yo darme cuenta, y que seguramente volvería, dándome así la oportunidad de presentarme, de que se diera cuenta de mi existencia, de que yo consiguiera, con cualquier pretexto, alegrarla hasta un punto tal, que me pagara con una sonrisa, y así disfrutar, de forma merecida, de esas dos hileras de blancos dientes perfectos.

Entre ensoñación y ensoñación, y durante un tiempo que se me hizo eterno, noté que ya todos habían subido a los autobuses, y que la partida estaba a punto de producirse, lo que significaba que en un plazo de tiempo más o menos corto, la mujer que tanto me gustababa, aparecería para ocupar su sitio entre todos los que estábamos ya impacientes por partir. Antes de acabar de pensar la última frase, ella apareció por la puerta delantera, venía caminando pausadamente, sujetándose en los respaldos de los asientos con ambas manos, alternativamente, a medida que avanzaba; ante visión tan maravillosa, me sentí lleno de valor para pensar que durante el trayecto, podía presentarme a ella y hablar, de forma tal, que yo le cayera bien, le gustara, y pudiéramos conectar nuestras vidas en lo sucesivo. Mientras se acercaba, yo no le quitaba el ojo de encima, y cuando nuestras miradas se cruzaron, ella me contestó con una sonrisa, con lo que mi corazón se alegró, entrando en una fase de aceleración de las pulsaciones, tan desmedida, que llegué incluso a asustarme.

 Eran las doce y media de la noche cuando salimos del lugar de la cita. Los autobuses salían en perfecto orden, dándose un margen de tiempo entre uno y otro para no formar aglomeraciones en la carretera. A los diez minutos de la salida, ya estábamos en la autovía que nos llevaría a Madrid, pasando por Córdoba, desde donde había salido también un buen número de autobuses. A medida que avanzábamos, la gente del vehículo donde yo viajaba, fue haciendo amistad y el rumor del principio se convirtió en una oleada de palabras que encadenadas, daban la sensación de una larga charla en la que intervenían varias personas.

Como iba solo en el asiento que me correspondía, y en el lugar del pasillo no había nadie sentado con quien pudiera hablar, me acerqué a la ventanilla e intenté observar el paisaje, cosa que dejé de hacer bien pronto dado que la noche era oscura y apenas  veía nada mas allá de mi propia nariz, de manera que me puse a pensar en una estrategia de acercamiento hacia la mujer que tanta huella estaba dejando en mí. Hacía tiempo que no intentaba  conectar con una mujer, por lo que tuve que poner mucha imaginación para pensar como acercarme a ella sin dar la sensación de ser uno de esos moscones que tanto repulsan a las mujeres, porque no quería empezar con mal pié la andadura de esta nueva aventura, que se me brindaba en una noche que no echaba de menos la compañía de otras personas que no fueran esta mujer de fuego en el pelo y en los ojos que habitaba un espacio tan cercano a mí, que era el correlativo al mío.

Me puse en pié y me dirigí hacia el asiento de Juan, que era el responsable del autobús. Al acercarme a él pasé justo rozando el asiento de la chica que me embobaba, pero ya sea porque no lo consideré oportuno, o por mi natural timidez, no dije nada al pasar junto a ella, es más, no me atreví siquiera a mirarla a la cara, sin embargo, noté al verla cómo la sangre se agolpaba en mis mejillas y en mis orejas, como si hubiera hecho algo de lo que tuviera que avergonzarme. Cuando llegué al siento delantero, al  que está mas cerca del conductor, y lo único que se ve es cómo el autobús va tragándose las líneas de blanco reflectante a medida que avanza desplazándose por la carretera, me incliné sobre mí y acerqué mi rostro al oído de Juan para preguntarle cuánto faltaba para hacer la primera parada. Por el carril del sentido inverso al que llevábamos nosotros se cruzaban, de vez en cuando, automóviles que a toda velocidad iban tomando posiciones relativas en el espacio de la vía camino de la ciudad que ya nosotros habíamos dejado atrás. Juan me contestó que ya faltaba poco para parar, que a la entrada de Córdoba había una venta que estaba toda la noche abierta, por suerte, puesto que si por la noche el viaje era más cómodo y fresco, también había el inconveniente de que no se podía parar en cualquier sitio, porque la mayoría de los locales estaban cerrados por descanso de los que trabajaban en ellos. Me decía estas palabras y sonreía, como si estuviera al tanto de las preocupaciones que me tenían entretenido. Cuando dijo la última frase apenas lo escuché, porque yo estaba un poco alunado con la idea de la muchacha, ésta que iba a tener que encarar al volver a mi asiento, puesto que en el camino de vuelta me la iba a encontrar de frente, y yo no sabía si mirarla fijamente, o mirarla de reojo, o no mirarla y hacerme el desentendido al pasar junto a ella.

Se me ocurrió entonces que cuando nos desplazamos en un autobús que a su vez está en marcha, si vamos de la parte trasera a la delantera, la velocidad relativa del que camina dentro del vehículo será igual a la suma de la velocidad de éste más la que uno desarrolla sobre la superficie del objeto en movimiento, lo que me hizo pensar que me había desplazado sobre la superficie de la tierra, con mi propio esfuerzo, a una velocidad superior a los ochenta kilómetros por hora. Sin embargo, cuando caminamos hacia la parte trasera del vehículo en marcha, lo que ocurre es un fenómeno curioso, pues caminamos para atrás, pero nos desplazamos hacia delante. Eso sin contar con el movimiento del planeta que nos acoge, pues también él gira y se mueve, haciéndonos desplazar en el espacio, de forma tal que podemos llegar a no saber si caminamos en un sentido o en otro, por lo que nuestro movimiento será relativo con respecto al punto fijo que tomemos de referencia, siempre contando con que en el universo no hay nada fijo, si no que todo está en constante movimiento. Mientras volvía a mi asiento, busqué con la mirada a la muchacha del pelo rojizo, que ocupaba un asiento, estando, sin embargo, libre el de su derecha, lo que quería decir, que tenía la oportunidad de sentarme a su lado, pero me costaba pensar que ahora que llevábamos casi una hora de viaje, ella  iba a entender que cambiara mi asiento por el que estaba contiguo al suyo. Antes de llegar a su altura, decidí darme la vuelta y volverme otra vez hacia el asiento de Juan, y de una manera diplomática, y como el que no tiene mucho interés, preguntarle por la muchacha; de manera que volví sobre mis pasos y me encaminé, otra vez, hacia la parte delantera. Cuando llegué a la altura del responsable del autobús, me acerqué a él y le pregunté si sabía algo de la muchacha que estaba sentada delante de mí, esa que es pelirroja y que tiene una cara tan bonita. Él me contestó que era del Sindicato de Banca, y que venía con nosotros porque en los autobuses de ellos no había sitio suficiente para todos y habían tenido que repartirlos entre los que tenían plazas libres. Le pregunté por el nombre de la mujer del pelo rojo y me contestó.

-Se llama Sonia.- Y sonrió demostrando una actitud cómplice. – Me parece que estás demostrando mucho interés por esa mujer, lo que creo que quiere decir que te gusta y no sabes cómo llegar hasta ella.

-Tengo que reconocer que tienes razón.

-Eso tiene solución, te acercas a ella, te presentas, comienza una conversación, y como una cosa lleva a la otra…

-Venga Juan, ahora no me vas a enseñar tú lo que tengo que hacer.-Dije un poco ofendido, pero agradecido por dentro por haberme dado una solución tan simple y cercana a mis posibilidades.

De vuelta a mi asiento, al pasar frente a ella la miré fijamente mientras adornaba mi boca con la más clara de mis sonrisas, la bella dama me contestó con el mismo gesto, lo que me enalteció e hizo crecer en mí unas esperanzas que hasta entonces no había tenido. Después de sentarme, me dije que tenía que hacer algo, puesto que íbamos a llegar a Madrid y no iba a cambiar palabra con ella, con lo que perdería la oportunidad de conocer a la mujer que había despertado en mí los mejores sentimientos.

Pasado un tiempo me dije: “Adelante y a por todas”. Me acerqué al espacio libre entre los dos asientos, y desde atrás intenté llamar su atención para convencerla de que mi compañía era mejor que ir sola en tanto espacio sin compartir. Pero en un segundo cambió mi forma de pensar, y me dije que hablarle desde atrás sería como estar ocultándome, que era mejor adelantarme hasta su asiento, y pedirle permiso para ocupar el lugar que había libre junto a ella. Por fin me decidí, y cuando estaba haciendo el gesto de levantarme, se oyó una voz tan grave y con tan fuerte volumen que me dejó paralizado: <<Compañeros, vamos a llegar a la entrada de Córdoba, vamos a hacer un alto en una venta, para tomar algo y estirar las piernas. Procurad seguir en grupos para que nadie se pierda. La parada será de aproximadamente una hora.>> Busqué la fuente de donde procedía la sonora voz, y descubrí un pequeño altavoz  en la parte superior del autobús, a mi derecha, justo encima del pasillo, e instintivamente volví los ojos hacia donde estaba Juan, pues, aunque distorsionada, había reconocido su voz, y lo vi de pié, junto a su asiento, con lo que parecía un micrófono en su mano derecha, mientras que con la izquierda se sujetaba al cabecero del sillón más cercano. Después de lo acontecido, pensé que era inútil intentar entablar conversación con Sonia, puesto que el vehículo había comenzado ya la maniobra de estacionamiento, y la mayoría de los viajeros empezaron a levantarse, disponiéndose, con impaciencia, a tomar posesión del territorio circundante, oscuro y atractivo a la vez por la sensación de seguridad que da pisar la Tierra, y dejarse llevar por el planeta en su viaje de traslación a través del espacio infinito, tras el astro de fuego que nos atrae, pero del que nos mantenemos a la distancia suficiente, no sé si por imperativo del espacio, o por el miedo de que al entrar en colisión con él, nos fundamos entre sus llamas convirtiéndonos en combustible del calor y de la luz que alcanza a tanta sustancia diseminada por nuestra galaxia; lo que sería, sin duda, aceptar un compromiso tan importante, como lo es el de formar parte del concierto que mantiene al universo en un movimiento infinito, eterno en el tiempo y en el espacio, siendo él en un momento, y cambiando constantemente, reforzándose su ser en cada cambio, porque esta mutación forma parte de la sustancia de lo que todo está hecho. Pero nos dan miedo los compromisos universales, así que después de mirar la luna, a uno no le queda más remedio que integrarse a la multitud en la sala iluminada por el neón, y esperar cola para tomarse un simple café con leche.  Que iba a tardar en acceder a la barra del restaurante para pedir mi consumición, ya lo sabía desde que observé que además de nuestro  autobús habían parado dos más, así que me armé de paciencia, y desde el final de la larga fila me puse a observar qué era lo que acontecía a mi alrededor: pedidos a los camareros, charlas, bromas, risas… Avanzábamos poco, y me propuse buscar a alguno de mi entorno para entablar una conversación que me distrajera durante la espera. Quedé muy sorprendido cuando noté que detrás de mí estaba Sonia, la muchacha de fuego en el pelo, en los ojos y en los labios; agradecí para mis adentros la oportunidad que la casualidad me brindaba, y detrás de la consiguiente sonrisa, pude articular un “hola”  un tanto flojo pero que llegó hasta sus oídos, puesto que ella me contestó, y además añadió:

-Parece que hay mucho personal aquí, no sé si nos va a dar tiempo a tomarnos algo, puesto que han dicho que disponemos de una hora-. Su voz era seguramente igual a la de las sirenas de la historia de Ulises, solo que yo –a diferencia de lo que ocurría con el héroe de “La Odisea”-no estaba atado al mástil de ningún ligero navío, lo que hacía que me deleitara con el dulce sonido de la voz de ella, a la vez que me esforzaba por mantener mis pies pegados al suelo, en un intento de no acercarme a su boca para beber, en vez  de oír, el  sonido que emitía ésta. No era solamente su voz lo que me seducía, sino la esencia de todo su cuerpo cuando pronunciaba. Por unos segundos, me quedé traspuesto mientras la escuchaba, la miré fijamente a los ojos, y sólo pude articular una palabra: “gracias”. Me di cuenta del error que había cometido, y como pude rectifiqué:

-Parece que sí, que hay más clientela de la esperada, y van a tardar en servirnos.-Me alegré de haber hilvanado  más de una frase ante su presencia.-Eso tampoco me preocupa mucho, puesto que no tengo nada que hacer hasta que salga el autobús.-Añadí a la vez que sonreía, por si ella no había captado la broma. La muchacha también sonrió.

-Pero pienso que es una pérdida de tiempo estar aquí sin hacer nada.

De manera que yo estaba contento porque estábamos formando parte del Equilibrio Universal  al encontrarnos con nuestras vidas en el pequeño continente de una sala abarrotada de personas, y ella decía que estábamos perdiendo el tiempo. Pensé que era inadmisible, que mi dulce interlocutora no había captado la importancia del momento, no había acertado a subir a la plataforma del  vagón del Concierto Universal; y aunque defraudado y desconcertado por las palabras de la bella Sonia, me repuse e intenté tenderle una mano para que no se quedara sobre la nada, o no se subiera a otro tren que no fuera ese en el que yo viajaba, porque me gustaba su compañía, y porque el viaje  hacia el infinito, con toda su carga de responsabilidad, se hace muchísimo más agradable si quien te acompaña es una hermosa mujer. Creo que ella notó el desconcierto en mi cara, pero ya fuera porque no me conocía bien, o porque le dio poca importancia al gesto, no dijo nada; por tanto, yo tomé la palabra:

-Me parece que no me he presentado. Me llamo Pablo, y soy del Sindicato del Transporte.

-Hola, yo soy Sonia.-Se acercó a mí e hizo el gesto de besarme en las mejillas.- Me torné exultante por la felicidad; y la experiencia de haber rozado su piel, aunque hubiera sido por tan poco tiempo, me elevó hacia ese lugar que los creyentes llaman Paraíso, y los que no creemos no sabemos como llamarlo, puesto que nadie ha conectado nunca, ni quedan restos documentados de esa época en que el ser humano aún no creía en nada, y llamaba al cielo de forma diferente, resultando que la manera de llamar a ese estado de felicidad de forma profana se perdió en lo más remoto de la noche de los tiempos.

Me percaté de que éramos ya los primeros, el camarero nos preguntó qué era lo que queríamos tomar, se lo dijimos, nos lo sirvió y pagué las consumiciones, Sonia me lo agradeció, y quedamos en que las próximas las pagaría ella; arrancando yo la promesa de que habría una próxima vez, cosa que me hizo feliz, porque lo nuestro tenía visos de continuar en el tiempo. Nos sentamos en unas sillas que había en el salón, estuvimos hablando de la razón de nuestro viaje, y los dos coincidimos en que lo que pedíamos era justo, y que si de otras partes del país llegaba tanta gente a Madrid, el gobierno no tendría más remedio que escucharnos. Volvimos a oír la voz de Juan, en un tono lo suficientemente alto como para apagar el rumor de las voces, nos proponía a todos que fuéramos subiendo a los autobuses, porque ya se hacía tarde, y quedaba mucho camino por recorrer. Todo el mundo abandonó el local y se encaminó hacia su plaza en el autocar. Nosotros hicimos lo pertinente; en la puerta del vehículo cedí el paso a Sonia, que subió ágilmente, para, acto seguido, ocupar su plaza; yo iba detrás, y al llegar a su altura le pregunté si no le importaba que me sentase a su lado, dado que íbamos solos, y de esa manera podríamos entretenernos el uno al otro, ella accedió a la vez que me hacía sitio y quedó arrinconada junto a la ventana, cediéndome a mí el lugar del pasillo. Transcurrieron unos minutos de alboroto mientras los demás se acoplaban en su sitio. Cuando se supuso que no faltaba nadie, el responsable del autobús tomó el micrófono y nos dijo a través del mismo que nos fijásemos en que no faltaba ninguno de los que habían venido con nosotros, no fuera a ser que alguno se quedara “en tierra”. Pero nadie quedó atrás, todos ocupamos nuestros asientos y volvimos al monótono ruido del motor del vehículo que nos transportaba a la cita en Madrid, volvimos al monótono vaivén de nuestras cabezas, y volvimos a oír el monótono rumor de las conversaciones de los pasajeros; puesto que aunque ya era una hora avanzada, la mayoría no se había dormido rendido por las peripecias de la agitada noche, sino que hablaba cada uno con su compañero de viaje y con los que no lo eran, animándose la travesía a medida que nos desplazábamos a través de la barrera oscura que nos imponía la sombra provocada por la ausencia del astro de la mañana. Juan se levantó de su asiento, tomó por enésima vez el micrófono y nos propuso a todos que contáramos chistes para amenizar el viaje. Al principio nadie se atrevió a salir, por lo que empezó él contando tres que eran muy graciosos, todos nos reímos; después de él fueron envalentonándose algunos y salieron a contar las gracias que se les ocurrían, lo que hizo que la marcha se convirtiera en una procesión jocosa con la encomienda de una misión sumamente seria. De esta manera íbamos avanzando kilómetro a kilómetro, pesando la distancia recorrida sobre nuestros párpados y nuestros entendimientos, apagándose paulatinamente el bullicio, el rumor y la colectiva alegría. Aprovechando el trance silencioso en que la mayoría había caído, volví mi rostro hacia Sonia y le pregunté que cómo siendo del Sindicato de Banca venía con nosotros, ella me contestó con el argumento que yo ya sabía, es decir, que no había plazas suficientes entre los autocares de su organización, y había elegido el nuestro porque conocía a Juan y éste le había dicho que aquí venía gente tranquila que se pasaría todo el viaje durmiendo, pero que yo era testigo de que sus previsiones no eran afortunadas, puesto que al parecer, exceptuando algunos, nadie parecía querer cerrar los ojos.

-Si quieres, me vuelvo atrás y te dejo tranquila para que eches una cabezadita.-Dije de la forma más cortés que pude, esperando que no aceptara mi ofrecimiento, porque entonces mis expectativas  quedarían disueltas en la nada.

-No hace falta. Si quieres sigue en ese lugar, porque si yo quisiera dormir, no tendría mas que volverme hacia la ventana y cerrar los ojos.

-Que por cierto, los tienes muy bonitos.-Me aventuré a decir, pensando que quizás pudieran, éstas mis palabras, sonar atrevidas, y darle un tinte demasiado tópico a la situación en que nos encontrábamos en ese momento.

-Gracias.

-Los tienes de color verde. Me refiero a los ojos.

-Sí, debe de ser cosa de familia, ya que mi madre los tiene igual.

-¿Cómo es que vienes sola? Es extraño que una mujer tan bonita como tu haga un viaje tan largo sin la compañía de una amiga, o un amigo, no sé; alguien que sea tu cómplice en un viaje como éste.-Después de decir esto pensé que tal vez mis palabras no habían sido ciertamente afortunadas, pues pudiera ser que la hubiesen ofendido. Su respuesta aseveró lo que me temía:

-No seas arcaico. Explícame porqué una mujer no puede venir sola a una movida como ésta, y sin embargo un hombre sí. Además, no voy sola, o no te has fijado en la cantidad de personas que estamos haciendo el viaje. Sólo desde Sevilla hemos partido miles, y todos vienen conmigo, o, si lo prefieres, yo voy con ellos y ellas. Ahora mismo no estoy sola, si no que voy conversando contigo ¿No serás uno de esos machistas que creen que una mujer no debe de ir sola, si no acompañada por “su” hombre? Entendiendo el posesivo desde el hombre y no desde la mujer.

-Sonia, no interpretes mal mis palabras, lo que he querido decir es que una mujer tan hermosa y tan simpática como tu difícilmente está sola, puesto que debido a su atractivo, siempre habrá un hombre a su lado que intente cortejarla, o una amiga que le sirva de excusa para quitarse de encima a algunos pesados que de vez en cuando surgen en cualquier momento o lugar. Por ejemplo, yo podría ser uno de esos pesados.

-Lo que acabas de decir ya tiene otro color. En lo concerniente a que tu seas un pesado, no creo que tengas aficiones de Don Juan, se nota a la legua que tú eres un hombre demasiado preocupado en cosas muy distintas de las de andar por ahí cortejando a todas las damas que te encuentres en tu camino.

-La verdad es que no sé si tomarme lo que acabas de decir como un elogio, o por el contrario, tomármelo como una ofensa. Lo cierto es que no creo que tenga mucho en común con el personaje de Zorrilla; yo respeto mucho a las personas como para andar enamorando mujeres para después dejarlas tiradas. Creo que es imprescindible que haya, si no amor, una cierta afinidad con la otra persona para iniciar tamaña empresa como es la de cortejar a alguien. Además yo respeto mucho a mis semejantes, por lo tanto, nunca se me ocurriría jugar con los sentimientos de una mujer, por el contrario, sería sumamente sincero, como ahora lo estoy siendo contigo. Para ser más sincero todavía, voy a decirte que desde que te vi la primera vez en el autocar, me sentí atraído por ti y pensé que tenía que conocerte como fuera, porque desde entonces estoy prendado de tu persona.

-Saber eso me halaga. Pero la verdad, no sé por qué te tienes que sentir atraído por mí de esa manera, yo no soy nada especial, lo mismo podías haberte fijado en cualquier otra mujer de las que viajan con nosotros.-Esto lo fue diciendo a la vez que se sonrosaba su rostro todavía más. Pues era dificilísimo distinguir en sus mejillas el color natural de éstas, del rojo encendido por el rubor de unas palabras comprometedoras, como al parecer lo fueron las mías.

-Pues si lo pones así, cierto es que es un misterio, sólo explicable por el hecho de que en el momento de verte la primera vez, los átomos del universo estuvieran dispuestos de forma tal que fueras tu entonces, y no otra, la que provocara el proceso de activación de mis mejores sentimientos hacia el entorno humano que palpita a mi alrededor, entendiendo ese “alrededor”, como todo ser vivo que gravita en cualquier parte del infinito universo.

-No sabía yo que era tan importante como para establecer relaciones cósmicas.-Dijo casi con una sonrisa. Y añadió.-Acaso sea por algún tipo de belleza que haya en el conjunto de mi persona ¿Qué es para ti la belleza?

-Esa es una pregunta muy difícil a la que se puede contestar de manera muy fácil con una frase de Diderot: La belleza es la relación.-Aparté mis ojos del rostro de ella, miré en torno y todo me parecía bello, hermoso, como tocado por las manos de un ser que, como Midas (sino que en vez de oro, lo convirtiera todo en belleza), lo hubiera tornado todo hermoso, atractivo a la atención de los seres que ocupamos el planeta.

Fueron pasando kilómetros, el autocar engullía el negro asfalto, ribeteado de blanco reluciente, eternamente  -el blanco- continuo a ratos, línea fragmentada, a veces, permisiva para la máquina y aquel que la conduce. La mayoría de los viajeros estaban durmiendo, otros, sin embargo, hablaban con la voz queda,  y el murmullo de sus voces se convertía en música a los oídos de aquellos que, despreocupados, estaban a medio camino entre el sueño y la vigilia. La bella muchacha del pelo rojo destellante, tenía la cabeza vuelta hacia la ventanilla. Yo miraba sus rodillas, intentando imaginármelas, pues éstas sólo se insinuaban levemente bajo la tela de sus tejanos. Alcé la mirada, y logré  apreciar, por encima de la cabeza de Sonia, que fuera, el paisaje empezaba a dibujarse, todo estaba gris, pero en la eterna pugna entre el día y la noche, ésta empezaba a perder fuerza, quedando su dominio postergado para la siguiente ocasión en que un sol cansado de relucir, se oculte por completo en el horizonte, cerrando la puerta de lo real por un lado, abriendo la puerta de los sueños por el otro, guardando la llave del portón, hasta que en su eterno juego circular, vuelva a aparecer –como ocurría en ese momento- liberando la claridad, la luz, la verdad; en fin, todo aquello que nos empuja a someternos al compromiso de la vida; situándonos a veces, ese juego, en un estado de sumo esfuerzo, al intentar someter, llegada la hora, los sueños a la realidad; o, lo que es más difícil, conciliar la realidad con los sueños.

FIN

                                                                       

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