Claustro

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CAPÍTULO 3

   Aquella noche se dispuso a dar un paseo por Bilbao, ajeno a lo que le tenía deparado el destino. Cruzó calles y calles sólo por el placer de andar mientras ordenaba en su mente cual iba a ser su próximo paso. No el paso de sus pies, que a esas alturas ya juzgaban por sí mismos en qué adoquín posar la suela de sus zapatos, sino el paso que iba a dar su vida. No se contentaba con tener un trabajo para el cual había estudiado y se había preparado concienzudamente durante toda su vida, ahora deseaba algo más. No le llenaba enseñar. Ya no creía en ello. Las cuestiones de la posmodernidad le llevaban a un callejón sin salida porque veía que lo que hacía con toda su alma no tenía ningún valor en la sociedad de imbéciles donde vivía. 

   Cuando llegó al borde de la ría volvió a observar esa maldita cabeza que él creía que había sido un sueño. Sin duda, algo vio en en algún medio de comunicación, lo cual le indujo esa serie de imágenes grotescas que no sabía muy bien cómo interpretar. 

   Sin saber por qué se quitó la chaqueta y se lanzó al agua. La maldita cabeza, que era fruto de una campaña de marketing de algún maldito cretino, estaba realmente hueca y buceó bajo ella para introducirse dentro. 

   Sacó su mojada cabeza dentro de la cabeza gigante, se alzó dentro de las paredes de ese cráneo inmenso y comenzó a escalar, primero parecía que iba a acabarse ahí, pero las dimensiones de la cabeza comenzaron a asemejarse a las de una cueva y empezó a escalar y a moverse entre lo que parecía ser una roca. Al fondo vio una luz muy fuerte y sin más, se dirigió a ella.

Salió de un agujero que se empezó a llenar de arena hasta desaparecer ante sus ojos. 

   Ovidio se estremeció porque estaba sólo en medio de un desierto.

En un instante su ropa estaba seca y su desesperación anterior se transformó en una especie de euforia incontrolable.

   — ¡Ahí os quedáis hijos de puta! ¡Que se jodan los puñeteros alumnos y sus padres paranoicos! ¡Que se joda Maddalen y toda su prole de lameculos y mequetrefes!

   La alegría era tan grande, qué digo alegría, algarabía, alboroto, descompresión de la realidad, catarsis cíclica, elucubración irreal, esplendor en la hierba, que comenzó a dar vueltas por el suelo, de modo que su indumentaria adquirió la forma de una gran croqueta que seguía, sin saber porqué, adquiriendo una forma cada vez más grande. Ovidio fue añadiendo capas a la croqueta, primero semejaba un sanjacobo bien adobado, después una hamburguesa sazonada y con sus tropezones incluidos, y llegó un punto en el que se sintió fuerte y poderoso como una albóndiga. Y adquirió tal velocidad que en un santiamén recorrió cientos de kilómetros para acabar estampándose contra un castillo. 

   Ovidio pareció, al fin, descender de su nube y se concienció de que estaba dentro de un sueño porque eso no podía ser real. El castillo era tan grande que a sus ojos no podía ser medido y no se sabía hasta dónde llegaba tan gigantesca construcción. 

   — ¡A del castillo! —le habían enseñado que había que decir eso cuando estabas frente a un castillo medieval así que lo dijo.—

   Del piso veintisiete quiso ver una luz que se encendía, algo raro porque lucía un sol espléndido. Pudo distinguir a alguien que le lanzaba una cuerda.

   — ¡Ni de coña pienso subir por ahí! —pensó.—

   Pero de la nada apareció un enorme dragón que exhalaba bolitas de alcanfor por su boca así que agradeció el ofrecimiento. Pudo comprobar en la ascensión hasta el piso veintisiete cómo parecía haberse vuelto más fuerte pues apenas le costó subir por la pared del castillo. 

   Al aterrizar en el firme de aquel hogar contempló cómo lo que parecía cuerda no era más que la kilométrica trenza de una princesa. 

   — Soy Ovidio, para servirla. Gracias por la ayuda, aunque no sé si ese dragón es muy peligroso, la verdad.

   — ¡De nada caballero!

   La damisela en cuestión le cogió de la mano, se quitó la trenza postiza, ahí estaba el engaño, abrió la puerta de su habitación y le invitó a seguirla.         Cuando, al fin, después de mirar por la ventana en busca del dragón, salió de aquel lugar se estremeció por completo dado que lo que era un castillo medieval se había convertido en una ciudad futurista con sus naves espaciales transitando en orden por el cielo, sus robots levitando como pequeños Santa Teresas, sus ropajes extravagantes y un zumbido que le invitó a ponerse las manos en los oídos. 

   Al fin se dio cuenta de que, por una vez, no estaba soñando y de que había entrado, sin saberlo, en otra dimensión o en una parte del mundo que le estaba vetada a la mayoría de la población. 

   — ¡Por fin! Me imagino que se estará usted preguntando muchas cosas. —le dijo un viejo sentado en un trono volador.—

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