Falacias en torno a la pornografía

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M. Engracia Martín Valdunciel (Abolicionistas Huesca).

Recientemente, El País publicó un artículo de Ana Valero, profesora de la UCLM, sobre pornografía, que ha suscitado críticas por las contradicciones y lo errático de sus planteamientos, análisis y cuestionamientos que, de modo general, compartimos. Especialmente, la idea de que “la libertad de expresión” o del “consumidor” no pueden pensarse como un absoluto y, por tanto, deberán buscarse límites para que su ejercicio no conculque derechos humanos o contradiga principios recogidos en la Constitución; y, por otra parte, la objeción a un supuesto “derecho a la autodeterminación sexual” del consumidor, como plantea la académica.

Por nuestra parte, quisiéramos apuntar algunas reflexiones relacionadas con el contexto de producción y difusión del discurso de la profesora. En primer lugar, llama poderosamente la atención, máxime en el caso de una académica que proviene del campo jurídico, que en su artículo los actores parecen situarse todos en una posición similar, cuando sabemos que la realidad de desequilibrio sexual y social es brutal. Nos parece preocupante que a la hora de abordar la temática en cuestión se obvien las relaciones de poder en que se produce el discurso y la práctica pornográfica. Echamos en falta, en definitiva, marcos analíticos rigurosos que podrían acercarnos a la comprensión social e histórica de fenómenos, como la pornografía, en las sociedades actuales atravesadas, como es sabido, por diferentes sistemas de dominación.

Saber-poder patriarcal e investigación feminista

En la tónica dominante del saber-poder académico patriarcal, Valero obvia la investigación feminista relacionada con el estudio de los mecanismos de producción y reproducción de la jerarquización entre los sexos, en particular en la fase de globalización actual. Hace ya décadas que dichos estudios vienen poniendo de manifiesto el sesgo androcéntrico que lastra y desvirtúa el conocimiento y la cultura en cualquier ámbito de saber evidenciando su palmaria deficiencia epistemológica. ¿Qué implica esta obtusa postura generalizada? De entrada, un déficit teórico a la hora de abordar cualquier objeto de investigación. Hay que insistir en que el monopolio de explicar la realidad y las relaciones entre los sujetos, ha sido privativo del colectivo masculino a lo largo de la historia. Sabemos que, debido a esa milenaria razón patriarcal, prima una “mirada masculina” no sólo sobre la cultura sino, también, sobre imaginarios, valores, creencias, etc., que condicionan poderosamente nuestro comportamiento y que ni siquiera cuestionamos, pues son infraconscientes. Ficciones que se pegan a la piel como una segunda naturaleza que necesitamos desaprender para no perpetuar prejuicios y roles sexuales.

Hay que recordarlo, porque es políticamente clave: en ese proceso histórico de conceptualización del mundo —del que se excluyó al colectivo femenino—, los varones se han concebido como referente de lo humano — de toda la especie— mientras las mujeres han sido definidas como seres mutilados e insuficientes o como objetos sexuales cuya finalidad es hacer la vida fácil y agradable a los varones, como postulaba sin cortapisas JJ. Rousseau. En cualquier caso, el colectivo femenino se ha especificado como no sujeto, carente de autonomía moral, ética o intelectual al que hay que tutelar y controlar. Esta conceptualización, que sitúa a las mujeres en la subalternidad, no es baladí: cursa en paralelo y retroalimenta la constante violencia y expropiación de recursos materiales y simbólicos a las mujeres, la mitad de la humanidad. Por tanto, no parece que pueda abordarse de forma cabal temática alguna que obvie esta realidad de dominación histórica que la investigación feminista viene poniendo de manifiesto.

Así, por ejemplo, ignorar —en cualquiera de sus acepciones— el funcionamiento del sistema de poder que conocemos como patriarcado lleva a Ana Valero a afirmaciones y atribuciones erróneas, como “la naturaleza potencialmente violenta del hombre y el rol victimista de la mujer” …. Es decir, nuestra autora parece desconocer cómo se produce y reproduce el sistema de poder masculino a través de, entre otros mecanismos, el “aprendizaje” de estereotipos sexuales por medio de la socialización, la familia, la educación, la cultura…  (como la pornografía, por ejemplo, que “enseña” el modo de “ser masculino” y “ser femenino”).

Pues bien, debido a esa posición de poder masculino, el imaginario sexista se reitera actualmente, sobre todo, a través de la representación audiovisual, una potente estructura de fascinación para configurar nuestro estar en el mundo. Se trata de un artificio clave en la transmisión de la ancestral cultura misógina —tanto por su ubicuidad propiciada por la tecnología como por su potencial para difundir roles sexuales dirigido a la emocionalidad de espectadores y espectadoras— que propone a unos y otras una identificación estereotipada, apuntalando así la subordinación de las mujeres. Los análisis de diferentes investigadoras — como Laura Mulvey, o Pilar Aguilar—, han puesto de manifiesto cómo la ficción audiovisual se configura como un eficaz dispositivo de producción y reproducción de las relaciones de dominación patriarcal: un eficiente juego de espejos (que no suele pasar filtros de racionalidad) ceba el ego masculino mostrando hasta la saciedad el plus ontológico del varón, un sujeto, —protagonista indiscutible, dueño absoluto del relato y la acción— mientras sitúa a las mujeres en la sombra, sin voz propia, o, en su caso, reducidas a mero sexo desde la prepotente mirada masculina. La pornografía no escapa a este marco teórico general: se codifica en el lenguaje del orden patriarcal imperante y envía mensajes de poder y autonomía a unos y de sumisión y objetivación a otras. Un discurso que reifica a las mujeres, que niega su humanidad y su dignidad … ¿no es acaso un ejercicio de violencia que las daña como colectivo? Sin embargo, es esta una cuestión en la que la autora no parece reparar en su artículo… Nos preguntamos ¿qué magro concepto de violencia maneja Ana Valero cuando no considera la centralidad de la violencia simbólica en los procesos de dominación, en este caso de la mitad de la humanidad? O, lo que es lo mismo, cómo le pasa inadvertida la eficacia de ese imaginario misógino que retroalimenta y legitima la violencia física, económica, laboral, social, sexual… que se ha practicado y se sigue practicando sobre las mujeres. Sólo desde la ignorancia —en cualquiera de sus acepciones— de la investigación sobre el tema — de autores como Pierre Bourdieu, por ejemplo— se pueden hacer afirmaciones sin consistencia alguna.

Pero es que, además, la pornografía no es un relato audiovisual, o no sólo, como sostiene Ana Valero: es una práctica social de poder patriarcal; las violaciones, agresiones, torturas, etc., de las mujeres no son ficciones…Por tanto, señalar ”la capacidad de las personas adultas para distinguir entre realidad y ficción” para avalar las prácticas pornográficas resulta irrelevante —amén de que, nuevamente, nuestra autora obvia la violencia que, en sí misma, es la pornografía—. Por todo esto las “feministas clásicas”, como las denomina Valero, la conceptualizaron, y conciben actualmente, como prostitución filmada. El feminismo impugna tanto la violencia simbólica del imaginario pornográfico que cosifica y mercantiliza a las mujeres como una institución de la política sexual del patriarcado para reproducir y legitimar la dominación sobre el colectivo femenino. Por lo demás, la prostitución (filmada o no) es actualmente una poderosa “industria del sexo” global, a menudo criminal, en la que sexismo, capitalismo y racismo se dan la mano. Constituye por todos estos motivos una auténtica “escuela de violencia y desigualdad” que la “libertad de expresión” no puede amparar porque contradice los fundamentos de un Estado de derecho.

Conceptualizar es politizar

Como se ha indicado, no por casualidad, hay un descrédito de las teorías críticas o hermenéuticas de la sospecha: es decir, aquellas perspectivas que evidencian las relaciones de poder en el capitalismo patriarcal y por consiguiente pueden propiciar la toma de conciencia de situaciones de injusticia sexual y social para poder revertirlas.  Ignorando —en cualquiera de sus acepciones— estos y otros presupuestos, se pueden hacer imputaciones erróneas. La posición de víctima no es un “rol”, como parece sugerir Ana Valero— “rol victimista de la mujer”—para acreditar la viabilidad de la pornografía: víctima es cualquier ser humano a quien se expropia de derechos, recursos, oportunidades, expectativas, etc. Es decir, es una situación objetiva de flagrante injusticia. Por consiguiente, una teoría crítica, como es la feminista, no “victimiza”: lo que sí hace es señalar y poner de manifiesto los dispositivos que un sistema de poder despliega para dar cauce y legitimar la asimetría y la desigualdad propiciando la subordinación y explotación de sujetos o colectivos, sea en razón de sexo, clase, raza … En el caso del colectivo femenino, entre esos dispositivos de subordinación y explotación, que produce y reproduce el patriarcado, se encuentra, repetimos, la institución prostitucional, sea o no filmada.

En esa línea, Valero no parece hacer cuestionamiento alguno a la hora de abordar la práctica discursiva pornográfica en relación con “otros derechos y/o bienes constitucionalmente protegidos” … ¿Qué pasa con derechos humanos como el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la dignidad, a no ser sometidos a tortura ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes? Seguramente Ana Valero no desconoce que estos y otros derechos son conculcados rigurosamente en el sistema prostitucional (del que, recordemos, la pornografía forma parte)….y, sin embargo, la autora afirma de forma incongruente que no hay “nexo causal” entre pornografía y violencia contra las mujeres…

Ese lamentable déficit teórico — de economía política, sociología crítica, filosofía política, didáctica crítica, iusfeminismo, ética pública, etc., — dificulta la construcción de análisis rigurosos y, por tanto, de políticas comprometidas con los derechos de las mujeres y de la sociedad en su conjunto.  Las ópticas que no cuestionan el paulatino laminado del Estado de derecho, la progresiva privatización del espacio público, el deterioro o la pérdida real de derechos y servicios sociales, la flagrante ausencia de políticas educativas igualitarias o las viejas/nuevas propuestas de cosificación y deshumanización de las mujeres, no sólo en el ámbito prostitucional (se habla ya de “pornificación de la cultura”) …  dan por bueno el (des)orden actual, las desigualdades e injusticias lacerantes, las relaciones asimétricas entre sujetos y colectivos… al tiempo que sacralizan el deseo yla libertad del “consumidor”— es decir, de quien tiene poder sexual y/o económico— sin atender adecuadamente su incidencia en los derechos y libertades de los demás.  Desde ese marco, la profesora de la UCLM hace valer, así, por lo que a pornografía respecta — “por muy violento y degradante para la mujer que sea”— un supuesto “derecho a la autodeterminación sexual” (en subtexto, de los varones, mayoría abrumadora tanto en producción como en formato voyeur o putero) … obviando los derechos humanos de las mujeres. Así, nos encontramos, como ocurre en otros ámbitos, con que los deseos, construidos estratégica y eficazmente por el capitalismo de las emociones y por el propio patriarcado, —el deseo de ser padres o madres, de cambiar de sexo, de violar mujeres y niñas, de ver prostitución filmada más y más violenta…— son presentados a la ciudadanía como “derechos” …  En definitiva, falacias y tópicos incompatibles con la construcción de una sociedad más justa que resultan más inaceptables, si cabe, al provenir de un medio del que sería esperable, al menos, algún atisbo de solvencia intelectual.

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