¿Revolución pasiva o realismo mágico?

A principios del presente año 2022, el profesor José Luis Villacañas volvió a enriquecer el debate público y las estanterías de nuestras bibliotecas con un libro impagable: La revolución pasiva de Franco. Este nuevo trabajo arranca a partir del contexto político de la España del cambio del siglo XIX al XX, un escenario que fue consecuencia del devenir histórico a lo largo de la centuria anterior, en la que no se resolvió la cuestión nacional. ¿Qué era España? ¿Añoranza de un imperio premoderno o nación en construcción hacia la modernidad? Esta cuestión está presente de manera tácita desde el comienzo del libro, pues resulta imprescindible para comprender la España del pasado siglo XX. ¿Quiénes fueron más españoles: Rafael de Riego o los absolutistas, Carlos I o los comuneros de Villalar? Esta dicotomía perduró durante todo el siglo XIX hasta estallar en 1936. Es lamentable que hoy vuelva a estar vigente, porque ya no conduce a nada, resulta una cuestión sencillamente absurda.

El caso es que, durante la experiencia democrática de los años treinta del pasado siglo, quienes rechazaban la República y la modernidad seguían empeñados en justificar la existencia de nuestro país mediante la añoranza del viejo imperio, a partir de la que se pretendía construir uno nuevo. Los grandes terratenientes que veían amenazadas sus propiedades a causa de la Reforma Agraria, la Iglesia indignada debido a la pérdida del control en la educación y otros ámbitos correspondientes al nuevo Estado democrático, la alta burguesía asustada por los nuevos derechos y libertades constitucionales de 1931, todos ellos quedaron paralizados durante aquel año, pues habían fracasado los proyectos políticos con los que siempre trataron de evitar la conformación de una república democrática. No podían resucitar la monarquía, ya habían intentado la dictadura militar de carácter corporativo, el poder caciquil se encontraba en peligro ante los repartos de tierras. ¿Qué hacer?

Finalmente, la clase dominante, el bloque de poder del que hablara Tuñón de Lara, ideó una salida desesperada. Recurrieron directamente a los generales que, desde hacía décadas, estaban en África intentando satisfacer las obsesiones de quienes aún soñaban con lo que se terminó de perder en Cuba. Esa es la historia del 18 de julio, una trama esencialmente africanista que derivó en una guerra colonial en territorio peninsular.

El profesor Villacañas trabaja, a lo largo de este libro al que nos referimos, con el método de análisis maquiavélico. De este modo, Franco es presentado como el condotiero, el mercenario, el almogávar en términos hispánicos, al que recurrió el bloque de poder para detener la revolución democrática en nombre de la tradición, del viejo imperio, del paraíso perdido. Esto fueron los cuarenta años de nacional-catolicismo.

Además, Villacañas utiliza otros métodos de análisis para estudiar siempre a este personaje clave de la historia del siglo XX español. Francisco Franco fue durante toda su vida una reacción frente a la vida disoluta de su padre, un alarde de virtudes tradicionales con las que demostrar las carencias paternas. El poder del subconsciente es terrible y nuestro autor acude al psicoanálisis freudiano para abordarlo.

Pero una vez desencadenada la tragedia, ganada la guerra y aplastada la República, el nuevo Estado dirigido por este condotiero necesitaba adquirir una forma concreta y un programa de futuro. En este momento del análisis, en el estudio de la dictadura franquista, es cuando aparece Gramsci. El pensador sardo hablaba de revolución pasiva para referirse a la tarea de recomposición política que necesita toda contrarrevolución exitosa. A la dictadura de Franco no le bastaba con laminar a más de la mitad del país. A partir de los años cincuenta, eran obvios los desastres de la represión política y la autarquía, hacía falta un nuevo programa político, un proyecto de futuro que generara una nueva hegemonía cultural para justificar el golpe de Estado, la guerra y la dictadura. Aquí es donde encajan los tecnócratas del Opus Dei, según el profesor Villacañas. Este explica que estos ministros desarrollaron una política pragmática que, a partir de 1958-1959, permitió renovar el capitalismo español y abrir la economía al exterior, lo que contribuyó a modernizar la sociedad española. Precisamente en esto consistió la revolución pasiva de Franco, indica Villacañas, pues a una población despolitizada y moralmente agotada por la represión, se le ofreció la ilusión de la prosperidad individual en el marco de una economía capitalista que creció durante más de una década, enganchando con los treinta gloriosos años de desarrollo de la Europa occidental. Así se entiende que, del desarrollismo franquista, naciera una nueva sociedad española despolitizada, materialista, sin alma.

Es indudable que esta tesis resulta muy audaz e inteligente. Además, de manera implícita, explica lo que algunos siempre hemos intuido del Opus Dei. Una élite social y política extraordinariamente pragmática, para la que el hecho religioso se reduce a un ámbito muy estrecho y a la que no le interesa difundir mensaje alguno, porque no le interesa la sociedad, sino tan solo la posición que se ocupa en ella. Una suerte de calvinismo católico, si es que es posible el oxímoron.

Sin embargo, hay muchas cosas que chirrían a partir del momento en que Villacañas se esfuerza en demostrar la supuesta revolución pasiva durante la segunda mitad de la dictadura (años sesenta y setenta). La extraordinaria fuerza de su tesis mata el resto del relato. Asumida la completa destrucción de España como comunidad política por parte del condotiero, nuestro autor no es capaz de ver oposición alguna a la dictadura más allá de lo anecdótico, es decir el legendario Quico Sabaté y unas pocas revueltas estudiantiles. A partir de este momento, el profesor cae prisionero de sus propios planteamientos, razón por la que se ve obligado a ignorar el renacer político en clave democrática durante los años sesenta y setenta.

Evidentemente el PCE era un partido estalinista, como el partido comunista francés y el italiano. Pero a partir de 1956 estos partidos comunistas experimentan una evolución política tan evidente como lo anterior, hacia posiciones favorables al parlamentarismo y las libertades. Es más, aquí en España, la única formación política que, desde 1939, continuó luchando por la república democrática y contra la dictadura fue el partido comunista. Y a principios de los sesenta, en un país despolitizado y sojuzgado mediante la represión, es cierto, los comunistas españoles tuvieron lucidez para ver el futuro que se abría camino. En colaboración con otros muchos grupos de oposición de diversas ideologías, promovieron la formación de un nuevo movimiento de carácter sociopolítico para defender la democracia en cada centro de trabajo, en cada barrio… Así nacieron las comisiones obreras, que tanto conectaron con los españoles de la época. En los sesenta y setenta, era muy frecuente escuchar en las algaradas callejeras el grito de “comisiones sí, sindicato no”, rechazando las instituciones franquistas. Las comisiones obreras fueron duramente reprimidas, pues abrieron rápidamente una brecha en el edificio de la dictadura. Una brecha cada vez mayor por la que se respiraba democracia. De ahí que la dictadura actuara a la desesperada, con actuaciones que provocaron la solidaridad de toda Europa y el mundo democrático a favor de la oposición a la dictadura, como en el caso del Proceso 1001 en 1973. Mientras ETA organizaba atentados, los sindicalistas de las comisiones obreras se empeñaban en reconstruir la nación en términos de comunidad democrática. ¡Es imposible obviar esto!

La conversión de la sociedad española al apoliticismo por la fuerza de las armas durante la posguerra franquista, discurría paralelamente al éxito del apoliticismo en toda Europa durante la misma época. De un modo u otro, a la era de las catástrofes (Eric Hobsbawm) le siguió la era posideológica. Pese a ello, en plena dictadura, en España surgieron palancas para la democratización y el cambio político, así las fuerzas de la oposición al régimen, las comisiones obreras, espacios como Cuadernos para el diálogo y Ruedo ibérico, las revueltas estudiantiles o el mismo Quico Sabaté. Estos últimos no eran anécdotas aisladas, sino elementos que conformaban un renacer gradual de España como nación política. Explicar la Transición Democrática sin tener esto en cuenta es caer en un realismo mágico, que es lo que tanto gusta a la derecha más biempensante, concibiendo aquel cambio político como un relato fantástico en el que dos o tres hombres se pusieron de acuerdo para arreglar el país. La democracia española se ganó en las calles, con decenas de miles de conflictos colectivos y millones de jornadas laborales perdidas en huelgas en el periodo 1975-1978.

Sobrepasando cualquier plan preconcebido, se impuso una transición pactada entre los aperturistas del régimen y la oposición democrática. Un proceso transformador que fue impulsado, durante el primer año de Gobierno Suárez, por el entendimiento de quienes en ese momento representaron a los sectores más pragmáticos del régimen y la oposición al mismo, unidos por la voluntad de construir democracia. ¿Que esto se hizo pasando por encima de la memoria de los mártires de la libertad? Villacañas vuelve a situarse lejos de la realidad histórica, pues fueron precisamente mártires de la libertad como Marcelino Camacho y Simón Sánchez Montero, quienes defendieron la reconciliación nacional y la Ley de Amnistía en el Congreso de los Diputados.

Con todas sus taras, el sistema democrático que se construyó estaba y sigue estando al nivel del resto de democracias europeas. Desde luego que la nuestra tenía y tiene importantes debilidades. Unas fuerzas armadas cuya reforma hubo de esperar a la convergencia con Europa y la entrada en los años ochenta, un poder judicial marcado políticamente por cuarenta años de dictadura, lo que genera un problema que llega a nuestros días… ¿Pero qué democracia no tiene problemas similares? ¿Qué democracia no es hija de su propia historia? Centrarnos en alguna de estas taras para negar el todo, que fue la concordia y la construcción democrática, es sencillamente ignorar nuestra propia historia. Y no es posible avanzar en derechos y libertades negando lo evidente y renunciando a nuestros mejores logros.

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