Historia silenciada de Isabel II

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Una de las cosas que he comprobado al estudiar y leer historia, todo tipo de historia, de todas las épocas, culturas, lugares, acontecimientos, historia militar, etc, es que mucha gente espera que cualquier estudio sobre esta materia le reafirme en las visiones hegemónicas que, con o sin intención, el ocio y los medios nos han inculcado sobre ciertos acontecimientos. Estas personas, lo tengo comprobado, llegan al extremo de negar cualquier hecho o matiz que no encaje con su visión. Al decir esto no me refiero sólo a estudios o trabajos de investigadores cuyas conclusiones tienen siempre un punto de subjetividad, sino a negar hechos evidentes a la luz de documentos o pruebas irrefutables.

Yo, sin embargo, prefiero exactamente la línea contraria en el estudio de esta disciplina. Considero mucho más valiosos los hallazgos y estudios que rompen dogmas o que matizan visiones arraigadas. Estoy cansado de ver en los informativos de mayor alcance y en las películas y novelas hegemónicas a los socialistas retratados siempre como incompetentes, cuando no como asesinos que destrozan la vida de la gente, y a las clases dominantes y sus brazos políticos como salvadores, creadores de riqueza, constructores de naciones, etcétera.

Por ello, en este artículo me propongo contarles la cara que no verán mientras dure este momento de atención posterior a su muerte de la reina Isabel II del Reino Unido. Porque para saber que fue «testigo de acontecimientos históricos en los cuáles siempre estuvo a la altura», que «representaba la continuidad que el pueblo británico y la Commonwealth necesitaban», que «se sobrepuso a la rapidez y los cambios de los acontecimientos que la rodeaban por el bien de Gran Bretaña y del mundo» y otros ditirambos en esa misma línea retórica ya tienen los informativos hegemónicos las 24 horas del día desde el mismo momento en que conocimos su fallecimiento.

Por ejemplo, ¿quién estos días recuerda la popular foto que mostró el diario The Sun en 2015, donde se puede ver a la pequeña Isabel practicando el saludo nazi que sabiamente le enseñaba su tío Eduardo VIII? Ciertamente, The Sun es un altísimo exponente del amarillismo más ruin de la prensa británica y la pequeña Isabel no era más que una niña imitando lo que veía hacer a sus mayores, pero, en un país que sufrió tantas penurias como el Reino Unido a manos del III Reich, el hecho de que la familia que ostenta la jefatura de estado muestre este tipo de simpatías debería ser, al menos, motivo de debate. Porque en fechas más recientes el príncipe Harry, el hijo menor del ahora rey Carlos III, fue visto en una fiesta disfrazado de nazi.

Podríamos pensar, como hemos dicho, que Isabel II no era más que una niña, y el príncipe Harry era simplemente otro jovenzuelo inglés borracho de fiesta que posiblemente sólo quería reírse de su disfraz. Pero es que las similitudes del Imperio Británico, que aún era tal cuando Isabel II subió al trono, con el régimen nazi, por desgracia, van mucho más allá. Seamos honestos: por más importancia que tuviera su figura para derrocar al III Reich, Winston Churchill, el primero de los quince jefes de gobierno que tuvo Isabel II, mostraba un desprecio hacia las razas autóctonas del territorio colonial que poco o nada tenía que envidiar al que preconizaban sus enemigos de Europa contra judíos, gitanos y no arios. Antes de la llegada de la monarca fallecida ya había dejado su huella contra los kurdos, los indios de Bengala, los aborígenes australianos… Ya bajo el mando de Isabel II se produjo la rebelión mau mau en Kenia. Este levantamiento, considerado el punto de partida de la descolonización en África, se produjo cuando, tras la segunda guerra mundial, después de que incluso muchos kenianos hubieran luchado en el ejército británico en su hora más difícil, empezaron a plantear que no era justo que las mejores tierras de cultivo estuvieran en manos de los colonos blancos. La nula voluntad negociadora del gobierno colonial precipitó los acontecimientos hasta convertirlos en una rebelión armada. El ejército colonial británico reprimió el alzamiento muy duramente y cuando en 2011 se desclasificaron los documentos al respecto de este episodio se confirmó lo que en realidad era un secreto a voces desde el primer momento: que las torturas, reclusiones en campos de concentración y el asesinato de cientos de miles de kenianos habían sido brutales.

Solo un año después de esto, el ejército británico derrocó al líder electo de la Guayana Británica, de tendencia, por supuesto, socialista. El gobernador Alfred Savage suspendió la constitución y estableció un gobierno forzado de coalición.

Además, los británicos seguían saqueando el caucho en la colonia de Malasia, forzando al hambre a la población local y usando agentes químicos contra ella. De hecho, el ejército y el gobierno norteamericano tomaron las acciones británicas en Malasia como modelo a seguir para su guerra en Vietnam.

Ya en casa, en 1972 se produce la matanza del Domingo Sangriento inmortalizada en la canción de U2, cuando el ejército británico abre fuego en el Ulster contra una protesta pacífica. Las consecuencias de esta acción en el territorio de Irlanda del Norte se alargaron durante décadas.

A todo esto se añaden, por supuesto, todas las guerras donde los británicos han intervenido del lado de los norteamericanos, que no son solo las recientes en Irak, Libia y Afganistán ―donde, por cierto, el mismo príncipe Harry, el borracho disfrazado de nazi del que hablábamos más arriba, se jacta de haber matado gente―. Ya en Corea acudieron en ayuda del ejército norteamericano a masacrar civiles.

Por último quedan las operaciones encubiertas, como la participación británica en el golpe orquestado por la CIA en 1953 contra el presidente electo iraní Mohammad Mossadegh o la guerra encubierta en Yemen, que en cierto modo se extiende hasta nuestros días en forma de apoyo a Arabia Saudita cuando bombardea este mismo país.

En todos estos hechos es discutible si la reina fallecida pudo haber hecho algo para detener o cambiar el curso de los acontecimientos pero, desde luego, los gobiernos británicos debían consultarla y, por tanto, al menos, tenía conocimiento.

Desde luego donde sí tuvo complicidad fue en la muerte en la horca del independentista chipriota Evagoras Pallikalides. Le negó un perdón a este activista de 18 años, ejecutado en 1957 tras un proceso lleno de sombras y dudas sobre su legalidad.

Además hay que añadir los sucesivos escándalos sexuales de varios miembros de su familia y no me refiero solo al tampax. El príncipe Andrés, el duque de York y tercer hijo de Isabel II, se ha visto envuelto en la trama de abusos sexuales y tráfico de menores de Ghislaine Maxwell y Jeffrey Epstein. El hecho de tener fotos en compañía de estos dos tratantes de blancas no contribuye a que creamos en su inocencia. El caso es que Virginia Giuffre, una joven norteamericana de 17 años víctima de Epstein, aseguró haber sido forzada a tener relaciones sexuales con el duque. La protección de la reina fallecida ha dificultado mucho aclarar el caso.

Por último cabe recordar que usó la figura del Queen’s consent, que establece que las leyes que afecten a la corona deben pasar por el conocimiento del monarca antes de llevarse al parlamento, para bloquear muchas iniciativas legislativas encaminadas a conocer el origen de los bienes de la corona y su gestión.

Todo esto lo van a leer en esta columna. Luego tienen los grandes diarios y cadenas televisivas de este país para mostrarles al menos durante una semana más la otra faceta de la soberana durante las 24 horas. No se trata de convencerles de mi opinión, que creo que la tienen ya clara, se trata de que antes de construir su valoración personal sobre la figura de Isabel II del Reino Unido, figura ciertamente trascendente e importante, tengan todos los elementos de juicio. Ahora corresponde a ustedes formase una visión sobre la soberana.

La portada de The Sun con Isabel II en 1933, practicando el saludo nazi de la mano de su tío, Eduardo VIII.

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